Una luz, una hendidura

Luis de la Barreda Solórzano

Era el mediodía del 30 de septiembre de 1993, muy lejano ya en los almanaques pero siempre presente en el alma. En ese instante en que la Asamblea de Representantes —hoy Asamblea Legislativa— me tomaba protesta como presidente fundador, nacía la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. La institución veía su primera luz sin contar con presupuesto, ni plazas laborales, ni sede, ni una sola oficina o siquiera un escritorio provisional. Así que, no por vanidad ni por egocentrismo sino en estricto apego a la realidad, podía haber afirmado entonces, parafraseando a aquel rey francés: “La Comisión soy yo”. Se requerían, para mi designación, las dos terceras partes de los votos, y 80% de los asambleístas votó por mí. Sólo votaron en contra, en protesta por mi postura ante la interrupción voluntaria del embarazo —formulada en el libro El delito de aborto: una careta de buena conciencia, publicado dos años antes—, los seis representantes varones del PAN, pues las cinco legisladoras mujeres de este partido se abstuvieron después de que a unos y otras les expliqué en dos largas conversaciones que no era partidario del aborto sino de que se despenalizara, ya que su penalización siempre ha sido contraproducente. (Cuatro años después, en cambio, todos los diputados, aun los panistas, votarían por mi reelección).

Lo primero era pelear un buen presupuesto, suficiente para cumplir las tareas encomendadas con eficacia y para pagar salarios decorosos, y se consiguió que se nos asignaran 30 millones de pesos, el triple de lo que ofrecía inicialmente el entonces Jefe del Departamento del Distrito Federal, Manuel Camacho Solís. En segundo lugar era preciso integrar un excelente equipo de trabajo, a la altura de la misión que nos tocaba cumplir. Invité a amigos de capacidad, honestidad y vocación probadas[1], así como a jóvenes llenos de idealismo, varios de ellos destacados exalumnos míos. El Consejo se integró con personajes de la academia y las letras muy prestigiados, la mayoría de los cuales realizó su misión con aplicación y entusiasmo.[2] Su apoyo y su guía fueron invaluables. Dice Vicente Quirarte que los fareros no existen: son los ángeles quienes suben de noche para que el faro cumpla su designio. Eso fueron nuestros consejeros. En nuestras batallas contamos asimismo con el respaldo de intelectuales y artistas admirables. Varios actores de la más alta categoría actuaron en nuestros anuncios televisivos promocionales sin cobrar un centavo. Reiteradamente lo hizo una de las más grandes actrices de todos los tiempos: Diana Bracho.

El equipo se entregó en cada batalla con el mayor coraje —palabra que viene de un vocablo latino que significa corazón—, veló por nuestra causa como el león de los bestiarios medievales que duerme con los ojos abiertos y llenó cada hora de cada jornada, como quería Kipling, de 60 minutos de lucha. Mi mérito como presidente de la Comisión fue haber sabido elegir a los compañeros de la odisea. Actuamos con escrupuloso profesionalismo y con eficacia. En palabras de Savater, queríamos mejorar las cosas, no vengarnos de nada ni de nadie, “ni salvar nuestra alma proclamando que todo es igualmente malo salvo lo perfecto, que es imposible”. De los casi 43,000 expedientes abiertos en ocho años, se concluyó el 99.88%. El 91% se finalizó en menos de un mes. En 58% de los casos los quejosos obtuvieron que se les reconocieran o resarcieran sus derechos. De nuestras 86 recomendaciones, se cumplió totalmente el 78%.

Para lograr esos resultados nuestra única arma fue la palabra, y fue suficiente. Cuando surgieron en México las comisiones públicas de derechos humanos hubo quienes pronosticaron, algunos con júbilo envidioso, su fracaso, ya que, argüían, carecen de fuerza coactiva para imponer sus resoluciones. Sin embargo, quedó demostrado que el verbo apoyado en pruebas y argumentos, sustentado en la ley y la justicia, posee una capacidad formidable de incidir positivamente en la realidad: fue un eficaz antídoto contra el abuso de poder. Si una recomendación no tiene fisuras lógicas, probatorias o jurídicas, la única opción éticamente aceptable es atenderla, y, toda vez que se hace pública, al destinatario no le queda sino acatarla o ponerse públicamente contra la causa de los derechos humanos, lo que no es bueno para su carrera política. En tal disyuntiva radicó nuestra fuerza, se alimentó nuestra eficacia.

Y algunas cosas mejoraron por intervención nuestra. Por primera vez en el país se abrieron procedimientos por el delito de tortura y varios de los acusados fueron condenados. Disminuyó considerablemente la práctica de ese abuso. Se orilló al Ministerio Público en cientos de asuntos a abandonar la pereza o la negligencia y a agilizar las averiguaciones previas o a integrarlas adecuadamente, gracias a lo cual los delitos no quedaron impunes. El Nacional Monte de Piedad bajó sus tasas de interés. Dejaron de exigirse como requisitos para ocupar una plaza laboral en instituciones públicas el certificado de no gravidez —a las mujeres, por supuesto— y el examen de detección del virus del sida. Se obtuvo que se brindara atención médica en la vía pública a los menesterosos en casos de urgencia. Se creó el primer albergue de la ciudad para mujeres maltratadas. Se acortó el trámite de divorcio necesario cuando la causal es el maltrato y se facultó a los jueces familiares para prohibir al autor de violencia doméstica que se acerque a las víctimas. Se ejerció acción penal contra 30 agentes policiacos involucrados en ejecuciones. Las agencias especializadas en delitos sexuales y los maltrechos hospitales públicos mejoraron sustancialmente sus servicios. Se descubrió el paradero de la escritora y bailarina Nelly Campobello (de su cadáver), desaparecida muchos años antes. Diversas hipótesis de falsedad en declaraciones ante autoridad no judicial dejaron de considerarse delitos graves, gracias a lo cual recuperaron su libertad cientos de personas injusta y absurdamente encarceladas. Se logró que se pagara la indemnización que se le debía a una mujer a la que se le habían expropiado terrenos treinta años antes. Se demostró la falsedad de acusaciones en las que la Procuraduría General de Justicia quería inmolar chivos expiatorios, lo que se tradujo en que los inculpados en esos casos fuesen liberados… y muchas otras cosas.

Por cierto, llegó a decirse que la Comisión había puesto demasiado denuedo en lograr la libertad de Paola  Durante, pero este caso se atendió con el mismo ahínco que todos los demás. Lo que pasó fue que, a pesar de la inobjetabilidad con que demostramos la inocencia de la edecán, el procurador Samuel del Villar se obstinó en mantenerla presa, y es deber del ombudsman empeñar toda su capacidad persuasiva, todo su prestigio, toda su autoridad moral, en una palabra, toda su alma de defensor de los derechos humanos, en lograr que se cumplan sus recomendaciones.

Procedimos en todos los casos con absoluta autonomía —sin la cual no hay auténtico ombudsman— no sólo frente a las autoridades gubernamentales sino también frente a partidos, organizaciones y grupos de poder. La actuación del ombudsman propició una profunda revolución cívica: la actitud, antaño prevaleciente, de resignación resentida ante los abusos de poder, se transformó en otra muy distinta, de coraje activo para defender resueltamente los propios derechos, al saber los quejosos que contaban con una institución que los defendía eficazmente.

En el último tramo de mi gestión, tras varios capítulos de lucha intensa con el procurador Del Villar, y molesto sobre todo por el caso de Paola que puso al descubierto a los ojos de todos la infamia contra la joven y sus coacusados, el diputado perredista Gilberto Ensástiga afirmó que la Comisión, para no politizarse ni propiciar tensiones, tenía que evitar confrontarse con el gobierno. Se le refutó con argumentos y, sobre todo, se le respondió con acciones que pusieron en claro que un verdadero ombudsman debe combatir todo abuso de poder, sin que importe la afiliación o el signo político de la autoridad que lo cometa ni lo inhiban las animadversiones que pueda ganarse en esa tarea de los incondicionales de una determinada secta partidaria. Sólo así se mantiene la confianza de la sociedad, particularmente de aquellos que, por decirlo con palabras de Borges, encerrados en la ergástula más oscura —la firme trama de incesante hierro—, no se arredran porque saben que en algún recodo de su encierro puede haber una luz, una hendidura.

Después de esos años, la vida, siempre generosa conmigo, me ha ofrecido otras importantes actividades profesionales, que por supuesto he disfrutado; pero dispongo de anclas psíquicas, y mi corazón ancló en aquellos días que me tocó vivir en la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Ω


[1] Entre ellos, José Antonio Aguilar, Alejandra Vélez, Hilda Hernández, Alicia Azzolini, y más tarde Sonia Araujo.

[2] No quiero ser injusto omitiendo algún nombre pero no puedo dejar de mencionar a Rolando Cordera, Néstor de Buen, Ángeles González Gamio, Olga Islas, Soledad Loaeza, Carlos Llano, Ángeles Mastretta, José Ovalle, Cristina Pacheco, Luis Rubio…