Añoranza totalitaria

En todas partes existen grupos que pretenden imponer su visión del mundo al conjunto de los miembros de la comunidad. Se trata de fanáticos religiosos o políticos —en todo caso, creyentes— que dedican su vida al objetivo de que las cosas sean como deben ser de acuerdo con su ideal de sociedad. Claro, cada quien puede consumir sus días luchando por lo que juzga apetecible. Lo malo es que, con tal de hacer triunfar su sueño, esos colectivos también están dispuestos a arruinar o incluso destruir la vida de quienes no piensan como ellos. Para estos grupos el fin justifica los medios. La suerte de un individuo o de varios no importa si hay que sacrificarlos en aras de la meta superior. “Es tan maravilloso y resplandeciente el objetivo final al que se han entregado, que están absueltos de antemano de cualquier tropelía criminal en la que incurran”, observa Savater.

Obviamente no comulgan con los valores y los principios de la democracia, pero aprovechan las vías democráticas para alcanzar el poder o al menos algunas cuotas de poder. En sus discursos y sus proclamas no tienen empacho en emplear sin discriminaciones los peores calificativos contra el Estado —“criminal”, “fascista”— en ejercicio de la libertad de expresión que no existe en los sistemas por los que abiertamente muestran simpatía, en los cuales nunca es posible manifestar inconformidades sin pagar un precio muy alto. En sus manifestaciones de descontento, al amparo del postulado de que la protesta social no debe reprimirse, asumen comportamientos propios del fascismo o de otros populismos totalitarios.

En los medios de comunicación no faltan analistas que justifiquen o comprendan tales procederes, porque están motivados por el hartazgo y la indignación ante las cosas que están sucediendo. No es fácil desde el razonamiento lógico sostener esa postura, según la cual, si diversas autoridades han incurrido en graves abusos o en actos de corrupción, los protagonistas de la protesta están legitimados para transgredir las leyes sin recibir castigo: si se les castiga señalarán que se les está reprimiendo. Pero es evidente que a quienes perjudican tales transgresiones es a una gran cantidad de ciudadanos que en modo alguno son culpables de la situación que motiva las quejas.

Si esos colectivos llegan a alcanzar el poder, se vuelven tiranos, persecutores de toda disidencia. El modelo social que han impuesto es el mejor para todos y, por tanto, todos deben estar de acuerdo con él: “No les importa fastidiarte ni truncarte la vida —advierte Savater—, porque todo cuenta en beneficio de un bien mayor”. Actúan siempre a nombre del pueblo, cuyas aspiraciones interpretan infaliblemente. A su juicio, sólo los indeseables difieren respecto de la deseabilidad de esa organización política. Quienes no la consideran el mejor de los mundos posibles se ven obligados a guardar silencio si no quieren ser hostilizados. Cualquier disenso es intolerable para los intransigentes: los disidentes de esa utopía han de ser reeducados aun contra su voluntad, castigados o, en el peor de los casos, eliminados.

(Este texto es deudor de los razonamientos contenidos en dos magníficos artículos recientes de Fernando Savater: “Desobediencia retrospectiva”, incluido en ¡No te prives! Defensa de la ciudadanía, y “Jardines interiores”, en Muchas felicidades, ambos de la editorial Ariel, 2014).

http://www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/2014/12/18/998362

(24/12/2014)