La educación
para un mundo multicultural1

Rodolfo Stavenhagen

Grandes son las empresas que la educación deberá afrontar en un mundo cada día más multicultural. Al tiempo que la mundialización se vuelve más tangible para los habitantes del planeta, se impone bruscamente la idea de que «mi vecino acaso no sea ya alguien como yo», descubrimiento que para muchos puede ser traumático, pues pone en tela de juicio las concepciones tradicionales de la vecindad, la comunidad y la nación, hasta entonces inmutables; trastorna modalidades de relación con los demás establecidas desde hace mucho e indica la irrupción de la diversidad étnica en la vida cotidiana.

            Por una parte, la mundialización de la economía lleva a los productores y consumidores de continentes y regiones diferentes a establecer relaciones funcionales. Las sociedades transnacionales modernas están organizadas de modo tal que un mismo producto está compuesto de elementos fabricados por múltiples factorías, cada una de ellas situada en un país diferente. Los dirigentes y los empleados de esas empresas gigantescas pasan a menudo más tiempo viajando de un país a otro que compartiendo la vida de su familia y sus amigos, de modo algo similar al de los mercenarios de antaño. Sería ingenuo creer que la actual reestructuración de las relaciones económicas mundiales no tiene consecuencias en las actitudes y los valores personales de todos los individuos a los que afecta —desde el obrero no especializado que trabaja en cadena en un país pobre hasta el consumidor que comprueba en las etiquetas que los productos que adquiere han sido fabricados en países lejanos—.

            Por otra parte, la rápida expansión de las redes de comunicación, en particular en el ámbito de los medios de comunicación audiovisuales, hace surgir acontecimientos, que se tenía costumbre de considerar extranjeros y alejados, en la intimidad de millones de hogares, en las grandes metrópolis, los arrabales o las aldeas remotas. Lo exótico ya no está distante y lo distante es cada día más familiar. Conforme las industrias culturales propagan los estilos de vida de las clases medias, urbanizadas e industriales, de Occidente por conducto de las antenas parabólicas y de los distribuidores de casetes de vídeo, el mundo multicultural tiende a uniformizarse y los valores culturales propios de esos estilos de vida pasan a ser, en cierto modo, normas internacionales que sirven de patrón a las poblaciones locales (sobre todo los jóvenes) para medir sus logros y sus aspiraciones.

            La mundialización tiene por contrapunto los movimientos masivos de población a través de las fronteras internacionales. Así como, en el pasado, los colonizadores europeos se extendieron por las regiones supuestamente subdesarrolladas, en el curso de los últimos decenios, son los trabajadores migrantes de todas las excolonias y de las economías periféricas los que, con sus familias, han afluido por millones a las zonas industriales de Europa y América del Norte en busca de una vida mejor, y muy a menudo asimismo para escapar a la opresión política y social. En el momento en que las ex potencias industriales empiezan de hecho a «desindustrializarse» y exportar un porcentaje considerable de sus actividades manufactureras, el aflujo masivo de poblaciones de culturas diversas procedentes de los países del Tercer Mundo somete a tensiones cada vez mayores a los mercados tradicionales del empleo y la trama social de los países de acogida.

            La mayoría de los Estados-naciones modernos se fundan en la hipótesis de que son, o deberían ser, culturalmente homogéneos. Esa homogeneidad es la esencia de la «nacionalidad» moderna, de la que se derivan en la actualidad las nociones de Estado y de ciudadanía. Da igual que, en la mayoría de los casos, la realidad desmienta ese modelo: en nuestros días, los Estados monoétnicos no son en general la regla sino la excepción. Mas la idea de una nación monoétnica, culturalmente homogénea, se invoca las más de las veces para ocultar el hecho de que en realidad habría que tachar a esos Estados de etnocráticos, habida cuenta de que un único grupo étnico mayoritario o dominante consigue imponer en ellos su visión propia de la «nacionalidad» a los demás componentes de la sociedad. En esos casos, los grupos étnicos que no se ajustan al modelo dominante son tratados como «minorías», en el plano numérico, desde luego, pero sobre todo en el sociológico y político. No es infrecuente que esta contradicción sea fuente de tensiones y de conflictos sociales, a cuya escalada hemos asistido en los últimos años en cierto número de países. De hecho, se advierte que el origen de numerosos conflictos étnicos del mundo actual está en problemas imputables a la manera en que el Estado-nación moderno encara la diversidad étnica dentro de sus fronteras.

            Las políticas sociales, culturales y educativas seguidas por los Estados respecto de distintos pueblos, naciones y grupos étnicos que viven en su territorio reflejan directamente esas tensiones. Una de las funciones principales asignadas a la enseñanza escolar en muchos países ha consistido en formar a buenos ciudadanos respetuosos de las leyes, que compartirán una misma identidad nacional y serán leales hacia el Estado-nación. Aunque, desde luego, esta misión ha estado al servicio de finalidades nobles, e incluso ha sido necesaria en determinadas circunstancias históricas, en muchos casos también ha desembocado en la marginación —e incluso la desaparición— de muchos grupos étnicos diferentes, cuyas culturas, religiones, lenguas, creencias o maneras de vivir no condecían con el supuesto ideal nacional. Lo mismo las minorías religiosas, lingüísticas y nacionales que las poblaciones autóctonas y tribales han estado subordinadas con frecuencia, en ocasiones por la fuerza y contra su voluntad, a los intereses del Estado y de la sociedad dominante. Aunque muchas han adquirido gracias a ello una nueva identidad y una nueva conciencia nacional (en particular, los emigrantes establecidos en tierras nuevas), otras se vieron obligadas a renunciar a su cultura, su lengua, su religión y sus tradiciones y a adaptarse a normas y usos extranjeros, reforzados y perpetuados por las instituciones nacionales, en particular los sistemas educativos y los regímenes jurídicos.

            En numerosos países, los objetivos y los imperativos de un sistema educativo «nacional» entran en conflicto con los valores, los intereses y las aspiraciones de grupos culturalmente diferenciados. Al mismo tiempo, nuestro mundo caracterizado por una interdependencia cada vez mayor suscita tendencias antagónicas que empujan en direcciones opuestas: la tendencia a la homogeneización en el plano nacional y a la uniformización en el plano mundial y, por otra parte, la búsqueda de raíces, de una particularidad comunitaria que para algunos sólo puede existir si se refuerzan las identidades locales y regionales, manteniendo una sana distancia con los «demás», a los que a veces se percibe como una amenaza.

            Una situación tan compleja es un desafío para el sistema educativo y las políticas culturales sostenidas por el Estado y para el funcionamiento de los mecanismos del mercado en los terrenos (entre otros) de la comunicación y del ocio, esas amplias redes en las que dominan las industrias culturales planetarias. En los últimos años, las políticas tradicionales de la educación basadas en el postulado de una cultura nacional homogénea han sido objeto de un examen cada vez más crítico. Un número creciente de Estados no sólo toleran las formas de expresión de la diversidad cultural, sino que reconocen en la actualidad que, en lugar de ser trabas molestas, el multiculturalismo y la plurietnicidad son los verdaderos pilares de una integración social democrática. En el siglo XXI, la educación deberá abordar esa empresa y los sistemas educativos (entendidos en el sentido más amplio posible) tendrán que dar pruebas de flexibilidad e imaginación bastantes para hallar el punto de equilibrio justo entre las dos tendencias estructurales que hemos mencionado.

            Para que sea verdaderamente multicultural, la educación deberá ser capaz de responder a la vez a los imperativos de la integración planetaria y nacional y a las necesidades específicas de comunidades concretas, rurales o urbanas, que tienen una cultura propia. Llevará a todos a tomar conciencia de la diversidad y a respetar a los demás, ya se trate de sus vecinos inmediatos, de sus colegas o de los habitantes de un país lejano. Para que surja esa educación realmente pluralista, será necesario replantear los objetivos —¿qué significa educar y ser educado?—, remodelar los contenidos y los programas de los establecimientos escolares de tipo clásico, imaginar nuevos métodos pedagógicos y nuevos enfoques educativos y fomentar la aparición de nuevas generaciones de docentes-discentes. Una educación realmente pluralista se basa en una filosofía humanista, es decir, en una ética que considera positivas las consecuencias sociales del pluralismo cultural. A veces faltan los valores del pluralismo humanista y cultural necesarios para inspirar semejante mutación de la educación y deben ser propagados por el propio proceso educativo, al que refuerzan a su vez.

            Ahora bien, numerosos observadores sienten un profundo escepticismo respecto del pluralismo cultural y de su expresión en una educación multicultural. Al tiempo que se declaran favorables a la diversidad cultural (¿quién se atrevería a negarla en el mundo actual?), dudan de que sea razonable acentuarla mediante la educación, pues temen que con eso se cristalicen identidades separadas, se refuerce el etnocentrismo, proliferen los conflictos étnicos y se acaben desintegrando los Estados-naciones existentes. Desde luego, no faltan hoy ejemplos de nacionalismos étnicos excesivos que inducen al separatismo político y a la descomposición social, por no mencionar las matanzas que llegan al genocidio ni las campañas de purificación étnica alimentadas por el odio. Ello no obstante, la diversidad étnica no desaparecerá como por ensalmo y no es realista achacar a las políticas multiculturalistas los numerosos conflictos que, muy a menudo, tienen justamente por origen el no reconocimiento de la diversidad étnica o su aniquilación.

            Las críticas dirigidas al multiculturalismo (término que corresponde a significaciones distintas según los contextos) proceden a veces de grupos étnicos nacionalistas convencidos de que elementos extranjeros (inmigrantes, minorías culturalmente diferenciadas) ponen en peligro la «esencia» de su nación. Ahora bien, también las profieren liberales bien intencionados que desearían edificar una nación «cívica» en la que cada cual, fueran cuales fuesen su raza, su lengua, sus orígenes, su religión o su cultura, fuese considerado de igual valor. Esos liberales creen que, si se pone el acento en las diferencias culturales o étnicas, se erigen fronteras y muros entre seres humanos por lo demás iguales —ya que no siempre semejantes—. Únicamente una educación que tienda a una cultura realmente cívica compartida por todos conseguirá impedir que las diferencias sigan engendrando desigualdades y las particularidades inspirando enemistad. En esta visión nueva del mundo, la identidad étnica pertenecerá al ámbito estrictamente privado (al igual que la religión en el Estado laico moderno) y ya no atañerá a las políticas públicas.

            Aunque sea una visión eminentemente respetable, vemos por doquier a grupos étnicos que se siguen movilizando en torno a creencias y símbolos culturales; a decir verdad, los propios sistemas educativos intervienen en esas «guerras culturales» de nuestra época. Tanto si esas luchas están profundamente arraigadas en el inconsciente colectivo (como afirman algunos) como si son simplemente frutos de las manipulaciones de «empresarios étnicos» oportunistas (como aseveran otros), no será escamoteándolas como se conseguirá promover valores democráticos humanistas. Sin duda alguna, el mundo ha alcanzado ya madurez suficiente para ser capaz de suscitar una cultura cívica democrática, basada en los derechos de la persona humana, y alentar al mismo tiempo el respeto mutuo entre las culturas fundado en el reconocimiento de los derechos colectivos de todos los pueblos del planeta, grandes o pequeños, cada uno de los cuales tiene tantos méritos como los demás.

            Ésa es la empresa que aguarda a la educación en el siglo XXI.

Fuente:
http://innovacioneducativa.uaem.mx:8080/innovacioneducativa/web/Documentos/educacion_tesoro.pdf
(08/11/2016)

 

[1] Publicado en DELORS, Jacques et al, La Educación encierra un tesoro, 1996, España, Edit. Santillana, p.273-278.