Ciencia y democracia1

Martín Bonfil Olvera

«La ciencia no es democrática», afirmaba un científico que conocí. Desde luego, estoy de acuerdo. La forma como funciona la ciencia, es decir, como los investigadores científicos examinan la naturaleza y llegan a consensos que pasan a ser considerados parte del «conocimiento científico», no depende de quién obtiene más votos.

            Por el contrario: a diferencia de ese sistema político, en el que las decisiones de gobierno se toman de acuerdo con la opinión mayoritaria de la población, en la ciencia, como hemos visto, de lo que se trata es de examinar la hipótesis (o sea, las explicaciones) y aceptarlas o rechazarlas dependiendo de lo convincente que sean, según las pruebas disponibles. Entre los factores que determinan qué hipótesis son aceptadas están, por ejemplo, los resultados de los experimentos, su coherencia con otras teorías aceptadas, la claridad de las interpretaciones que den origen, su «elegancia» (que parece ser una mezcla de sencillez e ingenio) y el sentido común. Pero también, mal que les pese a quienes quisieran creer en la total objetividad de los científicos, del poder de persuasión que tenga la hipótesis misma o sus propagandistas.

            El filósofo estadounidense Daniel Dennett ha definido la ciencia como «el arte de equivocarse en público». De las muchas hipótesis que se proponen para explicar un fenómeno, sólo aquellas que pasen el examen señalado logran sobrevivir. De modo que la ciencia, en vez de ser democrática, es una especie de «meritocracia de las ideas». Como señala el mismo Dennett, se trata de un proceso darwiniano: sólo sobreviven las hipótesis que pasen la prueba de confrontarse con la realidad.

            En general, entonces, los científicos están de acuerdo en que las hipótesis aceptadas en ciencia no se deciden por «mayoría de votos»; al menos no de manera simple y directa. Sin embargo, recordemos que Carl Sagan señaló la estrecha analogía que existe entre el pensamiento democrático y el científico.

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