Adiós a las armas

Se comprende que, en comunidades en las que el crimen organizado impone su dominio por medio de la extorsión y el terror cotidianos, los habitantes, hartos de padecer tal pesadilla en una situación de indefensión absoluta, se sientan tentados a defenderse a sí mismos, función que en un Estado de Derecho corresponde a las autoridades.

De ahí que entre los pobladores de los municipios asolados haya quienes vean con cierta simpatía el surgimiento de los denominados grupos de autodefensa, que justifican su existencia en la perentoria necesidad de enfrentar a las organizaciones criminales dueñas, de facto, de territorios en los que la ley es una entelequia. Las autodefensas están integradas por gente de los pueblos que se ha armado —no sólo de armas sino también de arrojo— para liberar a sus coterráneos de los criminales que les cobran derechos de piso, trafican con drogas ilícitas, se adueñan de carreteras y senderos, secuestran y asesinan. Las autodefensas serían una suerte de bandas de Robin Hood que han salido a socorrer a la gente que no ha sido protegida por las autoridades municipales, estatales ni federales.

Vistas así las cosas, habría que aplaudir con emocionado entusiasmo las tomas de poblados que a balazos han realizado las autodefensas, arrebatándolos de las garras de los delincuentes. Lo malo es que la realidad no es tan maniquea. Las autodefensas portan armas de alto poder y su mantenimiento requiere de recursos considerables. ¿El dinero lo aportan siempre los ciudadanos de buena gana? “Eso se puede transformar en extorsión en cualquier momento”, advierte Julián Andrade. Además, esos grupos pueden ser infiltrados sin demasiada dificultad por criminales antagónicos a las organizaciones delincuenciales dominantes. En efecto, contingentes que actúan fuera de la ley y del marco institucional, sin estar sujetos al control de autoridad alguna, reclutados sin pautas precisas, se pueden volver —quizá se han vuelto ya en diversas comunidades— criaturas de Frankenstein a quienes nadie pueda contener.

En la guerra no gana necesariamente quien tiene de su lado la razón y la justicia, sino siempre el más fuerte. No parece sostenible que las autodefensas, si auténticamente se nutren de ciudadanos de bien, tengan el poder suficiente para vencer a delincuentes con recursos y armamento abismalmente superiores y sin escrúpulos. Precisamente ahí radica la justificación de la existencia del Estado: surge y es aceptado para imponer la ley, para evitar que el más fuerte aniquile al más débil y que los conflictos se resuelvan por la mera y brutal vía de la violencia. Por eso debe ser bienvenido el acuerdo de colaboración del gobierno federal con el gobierno de Michoacán, para que aquél se haga cargo de la seguridad en los municipios de Tierra Caliente y de la protección de sus habitantes.

Pero si los grupos de autodefensa son obligados a decir adiós a las armas, los gobiernos federal y estatal tienen el compromiso —jurídico, por supuesto, pero también ético— de brindar en esa tierra, hoy sin ley, la certeza de que salvaguardarán la vida, la libertad, los derechos y las posesiones legítimas de los moradores. No hacerlo sería criminal. Se les volvería a dejar totalmente a merced de criminales que no se tientan el corazón para cometer delitos de espantosa barbarie.