Chaplin

Su talento, su gracia y su genialidad son incomparables. Nadie como él en la historia del cine. Mi papá nos llevaba de niños a ver sus películas a Cinelandia, frente a los churros El Moro, en San Juan de Letrán, y con cada una de sus cintas yo quedaba fascinado. Las he seguido viendo con la misma fascinación, o mayor aún por el recuerdo de mi padre. Las he visto todas, he visto varias veces, sobre todo sus largometrajes mudos, los sigo viendo, y no hay una sola vez que no sonría, no ría, no se me ponga la piel chinita y se me humedezcan los ojos.

            Es el humorismo más ágil, elegante e ingenioso, combinado con las emociones más altas que se pueden experimentar. George Bernard Shaw lo llamó el único genio de la industria del cine. A pesar de su ropa raída, su pantalón holgado atado a la cintura con un mecate y sus zapatos enormes, Charlot, su personaje, es un vagabundo de maneras refinadas que se comporta siempre como un gran caballero inglés. Viste de saco, corbata de moño y bombín, nunca se separa de su bastón y come con una servilleta colgada al cuello.

            Dirigía y protagonizaba sus películas, de las que además escribía la música. Sedujo a los públicos de todo el mundo. Tuvo infinidad de imitadores que recorrían los teatros y los circos. Ganaba más que ningún otro director y que ningún otro actor. Sólo ver su caminar de pingüino es todo un espectáculo. Una de las más grandes vergüenzas de Estados Unidos es haberlo desterrado por las acusaciones del Comité de Actividades Antiamericanas en la época de la histeria macarthista en la que se persiguió a 79 figuras del cine estadunidense.

            El vagabundo se las ve difíciles para sobrevivir, pero nunca pierde la alegría de quien, a pesar de todo, agradece estar vivo, estar sano, tener intacta la capacidad de disfrutar de todo lo disfrutable: respirar, contemplar el cielo, caminar por la ciudad, mirar a las mujeres hermosas. Las mil dificultades de su condición social no le impiden los ensueños. Vivir, nos dice con su actitud, es maravilloso, y no hay que echar a perder el milagro victimizándose pues ya la existencia se encarga de victimizarnos frecuentemente.

            Alma sensible y de gusto exquisito, el vagabundo se enamora en cada película de la mujer más bella y más fascinante, y por ella es capaz de lo que no haría por ninguna otra causa: subirse a un ring a enfrentarse a un rival capaz de hacerlo talco, y darle la batalla con tan sólo las armas de su habilidad escurridiza y su singular ingenio. Y por la amada también se atreve a trabajar duramente, contrariando su espíritu libérrimo de vagabundo. Una sola muestra de afecto en recompensa valdrá todos los esfuerzos que haya que desplegar.

            El vagabundo encuentra a un bebé abandonado en la calle, y cuida y quiere a ese niño como el mejor padre. Va a buscar oro a la montaña y se salva en un tris de irse al precipicio junto a la casa derrumbada por la tormenta de nieve. Trabajando como obrero industrial casi robotizado es tragado por una máquina y tras recorrer sus engranajes sale al exterior sano y salvo. Se arroja al río y salva al millonario que intentaba suicidarse. Son episodios memorables, entre tantos imposibles de mencionar en este breve espacio.

            Pero hay una escena que he admirado muchas veces, todas con el alma estremecida. Al encontrarla imprevistamente tras el vidrio del escaparate de la florería, tan linda como siempre, pero ahora con los ojos hermosísimos bullendo de vida, el vagabundo queda absorto contemplándola. El mundo se ha detenido, como su pulso. Es la mujer más bella que haya visto jamás, y sabe que no podrá amar nunca a ninguna otra.

            Ella sale a entregarle una flor y lo reconoce al tocar sus manos: ese vagabundo es su benefactor desconocido. El gesto de simpatía es ahora también de ternura y agradecimiento. La escena más bella / del cine. La escena / más bella del mundo, dice la poeta cubana Fina García Marruz. “¿Ya puedes ver?” Lo invade una oleada de exultación, de triunfo y gratitud, pero quizá no de felicidad porque no sabe si ella al verlo lo querrá. Es como si quisiera irse, pero no se va. Todo lo dicen la mirada y la sonrisa inolvidables de Charlot, sus manos jugando nerviosamente con la flor.