Curas pederastas

Durante mi infancia y mi adolescencia jamás supe de un solo caso de abuso sexual de algún sacerdote contra niñas o niños. Era inimaginable que un dignatario eclesiástico, nada menos que el portavoz de la palabra de Cristo, quien predicaba el amor y la compasión hacia los semejantes, pudiera cometer semejante bajeza, crimen tan atroz.

            Un cura, representante de Dios en la Tierra, era lo más confiable, lo más puro, lo más bueno. No había padres de familia de la fe católica que dudaran de la absoluta limpieza moral de quienes, desde el púlpito, la cátedra y el confesionario instaban a los miembros de la grey a intentar ser perfectos como el Padre celestial lo es.

            No fue sino muchos años después que se empezó a descubrir que numerosas de esas almas de Dios, esos seres iluminados indudablemente confiables, sin mácula alguna, habían perpetrado, y seguían haciéndolo, uno de los actos más abominables, un delito que ha resultado devastador para los ofendidos.

            Todo abuso contra una niña o un niño —físico o sicológico, de cualquier índole— es repugnante. El progreso del proceso civilizatorio se mide en buena medida por el trato que se da a los niños. Un infante es un ser absolutamente indefenso. Sus padres tienen la misión de protegerlo contra los innumerables males del mundo, pero los de las víctimas no podían sospechar que entre las fuentes de dichos males estuvieran los proclamados representantes de Cristo.

            Y hay de abusos a abusos. Y de entre ellos, la depredación sexual contra un pequeño es el peor abuso imaginable. Solamente un ser desprovisto de los más elementales escrúpulos humanitarios, un miserable, es capaz de perpetrar un acto de esa índole.

            “Dejad que los niños se acerquen a mí”, dijo Cristo en alusión a que los chicos representan la parte menos contaminada, la más límpida, de la humanidad, y la que requiere mayores cuidados. Los curas abusadores han aprovechado esa cercanía para inferirles un daño que, en muchas de las víctimas, ha dejado secuelas imborrables. Cómo alguien que se dice portavoz de Cristo podía haber dañado de esa forma a seres tan vulnerables, tan frágiles.

            No reprocho a ningún sacerdote que incumpla el voto de castidad, el cual impone un deber verdaderamente contra natura, un deber contra uno de los impulsos más febriles y urgentes de los humanos, propio de su condición biológica y síquica. No haría reclamo alguno al cura seductor de mujeres o de hombres siempre y cuando los seducidos sean adultos.

            Ni siquiera creo que quienes trasgreden el voto de castidad hayan sido hipócritas o falsarios al jurarlo. Me parece que muchos lo asumieron con sinceridad, pero luego fueron vencidos por la poderosa tentación erótica.

            Las flechas de Eros, ese diosecillo travieso que se divierte disparándolas, no respetan oficios, edades, estados civiles ni juramentos, y suelen ser extremadamente punzantes no solamente en el cuerpo, sino también en el alma de aquellos en los que hacen blanco.

            Esos curas incapaces de resistir el canto de sirenas tan tentadoras tienen un amplio abanico de opciones para elegir pareja permanente o fugaz. No son pocos los que han dejado el sacerdocio por tener una pareja sentimental o que continúan ejerciéndolo a pesar de que la tienen.

            Pero elegir para satisfacer su pulsión a una niña o un niño es una decisión que ameritaría que, si existiera un lugar de castigo tal, se les condenara a pasar una larga temporada en un infierno no menos terrible que el que describió Dante en su Divina Comedia.

            El informe sobre sacerdotes pederastas de los Legionarios de Cristo señala que, en sus 78 años de historia, 175 menores fueron víctimas de abuso sexual por parte de 33 de sus curas. 60 de esos abusos los cometió Marcial Maciel, fundador de la congregación.

            Como ha advertido el presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, el arzobispo Rogelio Cabrera López, dicho informe omite referirse a los cómplices y encubridores de los abusos. En efecto, las autoridades eclesiásticas guardaron silencio y dejaron de sancionar y de denunciar esas conductas ignominiosas.

            Muchos de los delitos ya han prescrito y, por tanto, quedarán impunes. Pero la Iglesia católica tiene la obligación de tomar medidas para que tales abusos se prevengan y, en su caso, se castiguen como los graves delitos que son.