El mito de Lutero

Hace 500 años, la última noche del mes de octubre de 1517, Martín Lutero, un monje agustino de 34 años, indignado por la venta de indulgencias —la compra del perdón de los pecados, incluso, para los muertos atorados en el purgatorio— e inconforme con la interpretación que la Iglesia de Roma hacía del cristianismo, clavó en las puertas de la iglesia de Wittenberg las 95 tesis con las cuales, desafiando al Papa, iniciaba el movimiento de la reforma religiosa.

            Alemania está celebrando fastuosamente el aniversario, pues Lutero ha sido considerado el padre de la libertad religiosa, el héroe cuyo esfuerzo libró a los europeos de las tinieblas y las cadenas de conciencia. La realidad es menos épica. Lutero denunció las riquezas acumuladas por los poderosos con Roma a la cabeza como garante de las injusticias. Sus palabras provocaron la llamada Guerra de los Campesinos, la cual dejó en menos de dos años más de 100 mil muertos en los campos del Sacro Imperio.

            Tras la ejecución de los líderes de la revuelta, Lutero se puso al servicio de los príncipes alemanes, de quienes recibía apoyo y protección, y les aconsejó que los integrantes de las “hordas asesinas y ladronas” debían ser “estrangulados, aniquilados, apuñalados, en secreto o públicamente, como se mata a los perros rabiosos”. Desde entonces defendió un feudalismo anacrónico que mantuvo a Alemania por siglos en el atraso y la pobreza.

            El iniciador del protestantismo propugnaba la libertad religiosa o libre examen, que exige que los cristianos se comuniquen con Dios directamente a través de los textos sagrados —la imprenta había sido ya inventada—, sin intermediarios gravosos e inmorales como los clérigos, tesis de la que se desprende que el clero es innecesario. Pero lo que hizo Lutero fue crear otra Iglesia. No disminuyó el número de clérigos ni él dejó de serlo. Los pastores ya no estarían bajo las órdenes de Roma, sino servirían a los señores feudales. Lutero recibió como obsequio del príncipe de Sajonia el palacio que había sido su convento en Wittenberg.

            La libertad religiosa es la más gloriosa medalla que se cuelga a Lutero. Pero la nueva interpretación del cristianismo fue la única que se aceptó en la Iglesia luterana: todas las demás —la católica, la anabaptista, la calvinista, la menonita, etcétera— fueron proscritas y perseguidas, tal como lo hizo la antigua Iglesia contra toda herejía. Los príncipes alemanes impusieron a las poblaciones la nueva religión y la abrazaron provechosamente: una cuarta parte de los bienes raíces del Sacro Imperio cambió de manos en virtud de las confiscaciones de las propiedades eclesiásticas y las de quienes abandonaron sus tierras por negarse a la conversión forzosa.

            Lutero no fue menos intolerante y fanático que la Iglesia contra la que se rebeló. Alentó la quema de brujas, no menos de 25 mil en Alemania. Sentenció que debía prenderse fuego a las sinagogas y escuelas de los judíos, así como sepultar y cubrir con basura las que no ardieran “para que ningún hombre vuelva a ver de ellas piedra o ceniza”. (Hitler acudió a las elecciones de 1938 con un cartel en el que aparecían Lutero y la cruz gamada).

            En su polémica con Erasmo de Rotterdam, el gran humanista que propugnaba cambios en la Iglesia, pero amaba la paz y no quería la ruptura europea, Lutero sostuvo que el cristiano no cede nunca en lo referente a la palabra de Dios, aun a costa de que el mundo entero quede reducido a la nada. Antes había escrito: “No creas que podemos imponer nuestra causa sin tumulto, agitación y levantamientos… La palabra de Dios es guerra, es agitación, es agonía, es ira…”.

            Al no lograrse un acuerdo en el gran concilio de Augsburgo entre la vieja Iglesia y la nueva doctrina, que hubiera evitado las guerras de religión que se prolongaron por más de 170 años, Lutero expectoró: “Si de esto sale una guerra, sea. Bastante hemos cedido ya”.

            No podemos dejar de reconocer a Lutero la valentía de enfrentarse a la venalidad y los dogmas de la Iglesia de Roma, pero tampoco es honesto soslayar su intolerancia y su fanatismo, el cual —dice Stefan Zweig— es “prisionero de una sola idea que siempre intenta arrastrar al mundo entero a su prisión y encerrarlo en ella”.