La alegría de vivir

En su magnífico Diccionario filosófico, Fernando Savater aclara: “La alegría no es la conformidad alborozada con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir”. Algo similar afirma Robert Louis Stevenson: “Hablando con propiedad, no es la vida lo que amamos, sino vivir”. Escribió Jorge Guillén.

Respiro, y el aire en mis pulmones

ya es saber, ya es amor, ya es alegría.

            Saberme vivo, sentirme vivo, vivir me llena de júbilo. No se lo diga a nadie, lector, pues no quiero despertar envidias, pero no hay ser humano más jubiloso que yo, y eso se lo debo simplemente a que estoy vivo, a que, por decirlo con palabras de Guillén, el aire en mis pulmones ya es saber, ya es amor, ya es alegría.

            Al amar intensamente el hecho de vivir, no puedo dejar de sentir desasosiego ante la certeza de la muerte. Comparto ardientemente el deseo de Elías Canetti de que lográramos abolir a esa putilla del rubor helado, como le llamó José Gorostiza, siempre y cuando, claro, conserváramos todas las facultades que nos permiten disfrutar de la vida.

            Mientras estemos vivos estamos venciendo a la depredadora implacable. Día a día alcanzamos esa victoria, más celebrable aún porque nos sabemos frágiles y vulnerables, porque no dejan de rondarnos peligros que pueden ocasionar nuestro aniquilamiento: enfermedades, crímenes, fenómenos naturales devastadores, accidentes, catástrofes de toda índole.

            Abundan los sabios que enseñan que en un mundo tan lleno de atrocidades hay que ser demasiado egoísta y provocativamente frívolo para sentirse contento. ¿Cómo se puede estar risueño rodeados de tanta miseria, de tanta injusticia, de tanta crueldad, de tantas cosas aciagas? La insatisfacción, la amargura y el desencanto y la denigración de la vida han sido las reacciones comunes, en todas las épocas, ante la realidad que no se compadece de los más desdichados, y hasta suele ensañarse con ellos.

            En alguna ocasión, siendo presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la hoy Ciudad de México, en una reunión con militantes de ONG, ninguno con cara alegre, le pregunté a uno, de talante exageradamente agrio, si se sentía mal. Me contestó que nadie debía sentirse a gusto mientras hubiera tortura, prisión injusta, impunidad, pobreza, abuso de poder, maltrato a los niños y las mujeres, etcétera.

            Pero lo característico del alborozo de estar vivos es precisamente que lo sentimos, quienes tenemos capacidad de sentirlo, a pesar de los pesares. No es que ignoremos estos pesares, que no nos importen o que estemos conformes con que sucedan. No, son cosas lamentables, pero no cancelan el privilegio de vivir ni la conciencia exultante de ese privilegio.

            El regocijo de vivir no se da contra los dolientes ni con indiferencia ante su dolor. Celebrar anímicamente el hecho de estar vivos no es una mofa ni un desdén por las cuitas ajenas… ni por las propias. Esas desdichas son consecuencia de acontecimientos deplorables de la vida. La alegría de vivir brota no debido a esos sucesos, sino del puro hecho de estar vivos.

            Ser alegres no nos hace conformistas con una realidad inicua, así como ser pesaroso no hace a nadie transformador de lo indeseable. Se puede luchar contra los males del mundo sin renunciar al gozo de estar vivos, incluso se puede luchar mejor si se hace con ese gozo, pues acompañado de éste el espíritu está mejor dispuesto a las lides. Pero no parece inteligente esperar a que todos esos males desaparezcan para empezar, sólo entonces, a paladear deleitosamente la vida. La vida que se nos ha dado es un regalo maravilloso, único, irrepetible; pero no nos espera, discurre sin pausa, y en todos los casos es breve, así dure cien años.

            La palabra alegría, nos recordó Ortega y Gasset, viene acaso de aligerar, que es hacer perder peso.

            No son pocos los autores que nos quieren convencer de que la vida no merece ser vivida, de que no hay razones para vivirla. Pero la alegría de vivir no necesita razones: brota en cada latido sin preguntarse por qué ni para qué.

            No nos libra, por supuesto, de las cosas infaustas del mundo. Pero éstas no la derrotan, cuando mucho la ensombrecen transitoriamente. Es tal su aliento que mantiene al corazón en primavera aun en los tiempos más borrascosos.