La Comisión de aquellos días

Si la nostalgia fuera letal yo no habría sobrevivido: mi corazón quedó anclado en esos ocho años en que tuve el privilegio de presidir —presidente fundador— la Comisión de Derechos Humanos del DF (hoy Ciudad de México)

            Otros hicieron intensas campañas para ocupar el honroso cargo. Como no fueron los elegidos, me odiaron —¡con razón!— para siempre. Llegué sin compromiso alguno, que es como debe llegar un ombudsman, porque a nadie le había pedido apoyo.

            Me tocó formar la Comisión desde cero, lo cual fue buenísimo porque pude elegir, uno a uno, a mis colaboradores. Empezamos muy poquitos trabajando en un departamento en la esquina de Amores y Ángel Urraza, buenos nombres para una defensoría de derechos humanos.

            Era muy importante desde el primer momento, a pesar de lo reducido del equipo, atender las quejas con prontitud y eficacia, porque ése es el deber del ombudsman. La institución nació en Suecia, entre otras cosas, para evitar los largos procedimientos de las instancias administrativas y judiciales tradicionales.

            Nunca, en los ocho años, nos rezagamos. La gran mayoría de los casos la resolvíamos en menos de un mes no sólo en el papel, sino en los hechos, haciendo justicia al quejoso cuando le asistía la razón. Después, ¡ay!, en las siguientes gestiones, vino el rezago, la demora hasta de años en tramitarse un expediente.

            Una recomendación nuestra originó el primer juicio por tortura en el país, en el que se logró la condena de los culpables (habría varios más). Otras lograron que el Nacional Monte de Piedad bajara sus tasas de interés prendario, se creara el primer albergue de la ciudad para mujeres maltratadas, se dejara de exigir en las oficinas públicas el requisito de constancia de no embarazo a las aspirantes a ocupar una plaza laboral, se pagara la indemnización por expropiaciones efectuadas muchos años atrás, el Ministerio Público sacara del cajón de la negligencia numerosas indagatorias y se desistiera de la acción penal en casos de falsas acusaciones, y policías culpables de ejecuciones fueran a prisión.

            La Comisión propició una revolución cívica: muchos agraviados por actos de autoridad, al contar con una institución que realmente los defendía sin que tuviesen que desembolsar un centavo, transitaron de una actitud de resignación resentida a otra de coraje activo en defensa de sus derechos. Al nacer la institución no eran infrecuentes los comentarios de que estaba destinada al fracaso porque sus recomendaciones no podrían imponerse coactivamente. Pero bastó la palabra, basada en pruebas, normas y argumentos: la gran mayoría de nuestras recomendaciones fueron aceptadas y cumplidas. Por el prestigio que conquistó la Comisión, los servidores públicos no se atrevían a desatenderla.

            Pero llegó el gobierno del PRD y con él un procurador atrabiliario, el Dr. Samuel del Villar, quien, entre otros atropellos, persiguió penalmente a jueces y magistrados que dictaron resoluciones que no fueron de su agrado y designó a delincuentes en puestos de mando ministeriales y policiacos. El peor de sus abusos fue el de encarcelar a inocentes acusándolos falsamente del homicidio del animador de TV Azteca Paco Stanley.

            La Comisión demostró la falsedad de las acusaciones y recomendó el desistimiento de la acción penal. El procurador reaccionó con furia y no aceptó. Los acusados estuvieron presos alrededor de año y medio, con riesgo de recibir condenas altísimas. Y ocurrió algo muy interesante: el perredismo cerró filas soviéticamente con el procurador. Llegó a decirse que la Comisión estaba quebrantando el orden jurídico. ¡Ah, la izquierda cavernaria, que denuncia todas las injusticias salvo las de su rebaño!

            Pero todo mundo sabía que los acusados eran inocentes. El Consejo de la Judicatura cambió el expediente de juez pues el que llevaba el caso era incondicional del procurador. El juez al que se reasignó el asunto absolvió a todos usando los argumentos de nuestra recomendación.

            Han pasado 25 años desde que fui elegido por la Asamblea Legislativa. Me parece que fue un sueño. Con las palabras de Robert Louis Stevenson les preguntaría a mis compañeros de aquella extraordinaria aventura: ¿Recuerdan —¿acaso lo olvidaríamos?—?…