La multitud enfurecida golpea con fuerza desmedida a una persona —hombre o mujer, joven o madura— sin que una sola voz exija o suplique que cese la paliza. Desfalleciente, sangrante, con la piel desgarrada, la víctima se ha convertido en un guiñapo: ha sido despojada de su humanidad. Lo que le está sucediendo parece irreal. Aunque los golpes y las lesiones le ocasionan un dolor muy intenso, el terror que la invade es aún más fuerte, insoportable. Por momentos abriga la esperanza de estar inmersa en una pesadilla porque no puede ser real lo que le está pasando, pero ese dolor le indica que está despierta, que no sueña, que no va a despertar.
La explicación más socorrida, diríamos que intuitiva, es que la gente está harta de la impunidad escandalosa que prevalece en el país, erosiona la convivencia civilizada y deslegitima a nuestro Estado de derecho. Y sí, nadie podría negar ese hartazgo ni la contrariedad que provoca que una abrumadora mayoría de los delitos más graves y perniciosos quede sin castigo. Pero en varias ocasiones ha bastado un rumor, un mensaje de WhatsApp, una apariencia sospechosa —lo que sea que eso quiera decir— para que se forme una turba cuya ferocidad no tiene límite. A veces, la policía llega a tiempo para impedir el asesinato. No siempre. Sigue leyendo →