La fuerza del rumor

En cuanto le había indicado a dónde llevarme, el taxista me preguntó: “¿Sabe usted que en Los Pinos cierran a las seis de la tarde porque, a partir de esa hora, comienzan las orgías, todos se emborrachan y se drogan, y todos se acuestan con todos: hombres con mujeres, hombres con hombres y mujeres con mujeres?”. “No, no lo sabía. ¿Y usted cómo lo sabe?”. El taxista me respondió: “Pero si todos lo saben”.

Era el sexenio de Felipe Calderón. Circulaba el runrún de que el Presidente abusaba de la bebida. No había ningún indicio al respecto. Por internet se difundían videos de discursos del Presidente con textos en los que se avisaba al espectador que algo raro se le notaba: la mirada turbia, la palabra balbuceante, el discurso inconexo. Sin embargo, nada de lo que se veía en la grabación correspondía al aviso: el Presidente se expresaba con la propiedad y la fluidez de siempre.

            La mismísima Carmen Aristegui, tan admirada por muchos, retó en su noticiario al Presidente a que demostrara que no era alcohólico. La insolencia no mermó el prestigio de la periodista entre sus seguidores. Por el contrario, su desafío fue interpretado en esos círculos como una muestra inequívoca de su valentía.

            Así opera el rumor: no hace falta precisar la fuente, los elementos de convicción que le dan credibilidad, la consistencia de la versión, la verosimilitud del relato. Su fuerza persuasiva está en la mera reiteración: si el río suena —dice la voz popular— es porque agua lleva; la vox populi es la voz de Dios. ¿Usted cómo lo sabe? ¡Pero si todo el mundo lo sabe!

            En la Edad Media ciertos rumores tuvieron consecuencias terribles. Muchos judíos fueron linchados porque se decía que la peste había sido provocada por ellos envenenando las aguas de los pozos. Muchas mujeres murieron quemadas vivas porque, acusadas de brujas, se les atribuían las maldades más increíbles: mataban bebés para usar su grasa corporal untándola a un madero montadas al cual volaban; convertidas en súcubos, seducían a los hombres y durante el coito les hurtaban el pene, que agregaban a su vistosa colección de miembros viriles; hacían que las vacas dejaran de dar leche; provocaban enfermedades y desgracias; celebraban aquelarres con el diablo.

            Lo sorprendente no son las historias, que cualquiera con una imaginación fantasiosa podía inventar: lo asombroso es que todos las creían, no sólo los labriegos iletrados sino aun los mismos inquisidores de sólida cultura. La Ilustración es, en buena medida, una reacción de las mentes más lúcidas contra las creencias y las supercherías medievales.

            Esa propensión a creer lo inverosímil perdura hasta nuestros días. Los rumores más descabellados fueron un factor en la victoria de Donald Trump, que a muchos nos parecía impensable; fueron el motivo del reciente linchamiento de dos encuestadores en Ajalpan, Puebla, y el no tan reciente de tres policías en Tláhuac, dado que en ambos casos se atribuyó a las víctimas el robo de niños, respecto del cual no había denuncia alguna. También en nuestro país muchos creyeron hace algunos años en la existencia del chupacabras, una extraña criatura, de apariencia similar al murciélago, que atacaba animales de diferentes especies en zonas ganaderas o rurales.

            Las redes sociales han sido un formidable instrumento de propagación de rumores. Basta un clic para que la historia más estrafalaria llegue a centenas de miles de personas, ávidas de relatos que las sustraigan unos instantes de sus vidas grises y sus pensamientos insulsos.

            Las redes sociales sirven con frecuencia a intereses inconfesables, sin duda —“es el mismo gobierno el que promueve los saqueos a las tiendas de autoservicio para justificar la represión que viene”, se aseveró en incontables mensajes—, pero legiones de usuarios no persiguen objetivos utilitarios sino que la mera divulgación de patrañas les atrae con magnetismo irresistible, les excita hasta el virtual orgasmo onanista, les da la inmejorable ocasión de ser estentórea y anónimamente dañinos, les permite satisfacer su espíritu de venganza de un modo extraño, porque no lo ejercen contra quienes les hayan causado algún agravio, sino contra quien, en el momento del clic, es la víctima propiciatoria.