La Hidra de México

Lo hemos visto una y otra vez desde el sexenio del presidente Felipe Calderón: cada que el gobierno descabeza un cártel grande, éste no desaparece sino se descompone en bandas locales con menos integrantes y menos recursos, pero más perniciosas aun para las ciudades y regiones en las que actúan, a las que someten a su ley no escrita: la extorsión y el silencio.

            Cada que un gran capo cae preso o abatido, el enemigo, en vez de empequeñecerse, al fragmentarse se multiplica, y allí donde había un problema surgen problemas múltiples.

            Esta multiplicación hace recordar a la mitológica Hidra de Lerna, aquel despiadado monstruo acuático con forma de serpiente policéfala. Según la fuente que consulte, tenía tres, cinco, siete, nueve o hasta cien cabezas, las cuales exhalaban fuego y un aliento letal. La Hidra, que destruía todo a su paso, era sumamente difícil de vencer, pues por cada cabeza que le era amputada le brotaban del cuello otras dos instantáneamente.

            ¿Por qué al caer un capo su lugar lo ocupan minicapos con sus respectivas organizaciones criminales? Porque no contamos con instituciones sólidas de seguridad pública. Allí donde hay vacío de autoridad los gobernados quedan a la intemperie. El vacío de autoridad aumenta el poder de los criminales. Las pequeñas bandas llenan ese vacío y van creciendo hasta controlar el territorio e infiltrar a las instituciones.

            Es verdad que es impensable que el crimen organizado pueda derrotar al Estado mexicano, pero sí lo está debilitando, llenando de fisuras, deslegitimándolo. Un Estado incapaz de ejercer el monopolio de la violencia, de recuperar los territorios bajo control de los criminales, de castigar un porcentaje aceptable de los delitos más dañinos, es un Estado erosionado. La seguridad es el derecho primordial de los ciudadanos y, consecuentemente, la responsabilidad más importante del Estado.

            Si no es concebible que el crimen organizado derrote al Estado, el Estado tampoco ha sido capaz, ya no digamos de vencer, sino, ni siquiera de contrarrestar las actividades devastadoras de los grupos criminales, que retan a las autoridades con desfachatez, organización y alto potencial lesivo. Es asombroso lo que hicieron en Jalisco: decenas de bloqueos simultáneos, incendios de gasolinerías y, en el colmo del desafío, derribamiento de un helicóptero militar, cuya estructura fue traspasada por los proyectiles de las armas utilizadas. Durante el gobierno de Aristóteles Sandoval, el Cártel Jalisco Nueva Generación ha asesinado a más de cien servidores públicos, una cifra aterradora.

            El Estado mexicano carece de las instituciones aptas para enfrentar la contienda, y, salvo escasas excepciones, nada se ha hecho para fraguarlas. Nuestras policías no cuentan con la capacidad profesional indispensable, sus salarios son paupérrimos y no gozan de la confianza ciudadana. Nuestros ministerios públicos son órganos que parecen diseñados para no funcionar: su ineficacia es colosal.

            Lo reiteraré una vez más: la guerra que afronta el Estado mexicano no puede darse exitosamente sin una transformación radical de esas instituciones. Absurdamente, sucesivos gobiernos de diferente signo político prefirieron destinar grandes esfuerzos y recursos a la reforma del enjuiciamiento penal —la cual, por importante que sea, en nada ayudará al abatimiento de la criminalidad— que emprender la urgente revolución institucional.

            Sin duda, es conveniente despenalizar el trasiego de drogas, con lo que se reconocería a los ciudadanos la libertad elemental de consumir lo que se les antoje y se privaría al crimen organizado de su más jugosa fuente de recursos; pero es claro que esa despenalización no basta, pues los criminales no se volverían hermanas de la caridad, sino que se dedicarían —lo están haciendo ya— a otros delitos también muy lucrativos.

            Policías y ministerios públicos altamente profesionales no terminarían con la delincuencia, por supuesto, pero lograrían mantenerla acotada, ya no dueña indisputable de territorios, ya sin el incontestable poder de intimidación que hoy ejercen sobre las poblaciones, con base en el cual extorsionan, secuestran y ejecutan impunemente ante el horrorizado mutismo generalizado.