María Magdalena

Siglos después, la Inquisición llevó al potro de tortura y a la hoguera a mujeres como ella, audaces, inconformes, apasionadas, soñadoras, llenas de vida. Los sacerdotes se sentían desafiados por esas mujeres que hacían presagios y sanaciones: les disputaban el fervor de los feligreses. Y también se sentían tentados por ellas, que les provocaban deseos incontrolables, un poderoso desafío a su voto de eunucos.

            Son innumerables los pintores que la han representado: Max Ernst, Memling, Rubens, Veronese, Quentin Metsys, Andrea del Sarto, Van der Weyden, Durero, Ribera, Tiziano, Caravaggio, De La Tour, Masaccio, Van Dyck, Botticelli… Todos parecen enamorados de ella: la han imaginado bellísima, luminosa aun en el momento más sombrío, desbordante tanto en sensualidad como en misticismo, la larga cabellera como una poderosa cascada de seda sobre la espalda, la mirada profunda de tristeza infinita y amor invencible.

            Más que la flagelación, el juicio y la crucifixión, a Jesús le duele el abandono de los suyos en los momentos en que ha de beber el cáliz más amargo. Pero ella no había huido. Sólo su madre, uno de los discípulos y ella permanecen a su lado. Él se encomienda al Padre, pero la presencia de esos tres lo reconforta en esa hora en que todo se le ha vuelto oscuro y no le sirve de consuelo saber que está cumpliendo el designio divino.

            Haberla elegido para que formara parte de su equipo, el que anunciaría la buena nueva, fue uno de los actos más revolucionarios de Jesús. En aquella época —como muchos siglos antes y muchos siglos después, y aún hoy mismo en muchos lugares— la vida de las mujeres quedaba circunscrita a su entorno doméstico tradicional. Las mujeres tenían como tarea servir a los hombres, no protagonizar episodios memorables ni intervenir en asuntos públicos ni participar en tareas transformadoras.

            Fue la primera a la que el Maestro confió el sacerdocio supremo: proclamar el mensaje cristiano. Fue la primera apóstol, lo que olvidó la Iglesia católica que más de dos mil años después todavía rechaza, sin un solo argumento sólido, la posibilidad de que haya sacerdotisas: una postura sexista contraria al ejemplo que dejó Jesús.

            La Pistis Sophia, un texto gnóstico del siglo III, dice de ella: “En verdad, María, tú eres bienaventurada entre todas las mujeres de la tierra, porque tú serás el Pleroma (es decir, la plenitud) de los pleromas y la Perfección de todas las perfecciones… En verdad, María, bienaventurada tú que heredarás todo el reino de la luz…”.

            Tras descubrir el sepulcro vacío, y mientras llora desconsoladamente, Jesús la llama por su nombre. Al reconocerlo, ella le dice: Rabbuní (“maestro mío”), y, trémula de alegría y asombro, intenta abrazarlo, como lo hacía con frecuencia. Pero él la detiene: Noli me tangere (“no me toques”).

            En seguida le explica que no debe tocarlo pues aún no ha subido al Padre. A Tomás, en cambio, le dirá que lo toque. A ella le niega el contacto del cuerpo. Jaqueline Kelen especula: “¿Debido a que un sueño o una burbuja desaparecen, se esfuman, cuando uno acerca la mano a ellos? ¿Debido a que, también en ese instante, Magdalena representa la tentación (los cuarenta días en el desierto)…? El Satán del desierto es más fácil de vencer que una mujer amorosa y llorosa” (María Magdalena, un amor infinito, Diana).

            En su Armonía de los evangelios, San Agustín afirma que ella sobresalía entre todas las mujeres, y da fe de su gran amor: “Entonces vino María Magdalena quien, sin lugar a dudas, amaba con más pasión que esas otras mujeres que habían servido al Señor”. Petrarca sostiene que María Magdalena, “apóstol de los apóstoles”, fue la mujer que más amó a Jesús y a la que él más amó.

            En un martirologio sajón de mediados del siglo IX se asevera que, después de la ascensión de Jesús al cielo, María Magdalena lo añoraba tanto que “ya no podía mirar a ningún otro hombre”, de modo que se fue al desierto y allí vivió “desconocida por todos los hombres”. ¿Y él? Seguramente también la extrañaba pues, según el mismo texto, “cada día, durante las horas dedicadas a la oración, venían los ángeles y se la llevaban al cielo para nutrirla espiritualmente, depositándola después en su cueva en las rocas”. Ω