No fue penal

¿Por qué el Mundial de Futbol no es cada año?, me preguntó hace tiempo, al finalizar el torneo, un niño, mi hijo, con la nostalgia de quien sabe que habría que esperar cuatro años para volver a disfrutar de ese espectáculo apasionante. Precisamente porque se realiza cada tanto su llegada es aguardada con avidez por los aficionados y muchos otros que, sin serlo, se contagian de la expectación y las emociones que despierta. El Mundial enloquece al mundo. Así que mis resignados lectores no futboleros, disculparán esta nota: André Gide comprendió que las cosas más bellas son las que inspira la locura y escribe la razón.

No fue penal se volvió un exaltado clamor nacional —al que se sumó el propio Presidente de la República— que soslaya que, al final del primer tiempo del partido contra Holanda, una falta contra un delantero holandés en el área mexicana no fue marcada. Lo cierto es que, tras el gol de México el equipo naranja fue mejor, entre otras cosas, porque, a diferencia del partido contra Croacia, nuestra selección se echó para atrás a defender su precaria ventaja. El que sí era penal se calla en una actitud victimista propia de los malos perdedores.

La transmisión fue espléndida. La repetición de las jugadas espectaculares o dudosas se pudo ver una y otra y otra vez, desde todos los ángulos, y fueron muy afortunadas las escenas de los aficionados en las tribunas, los disfraces y los maquillajes extravagantes, los rostros de alegría, de tristeza, de esperanza, de desesperación, y muy especialmente los de mujeres bellísimas, ya exultantes, ya abatidas, ya con los ojos húmedos de felicidad o de pena, un regalo para la vista.

Una querida amiga uruguaya recordó durante el partido Italia-Uruguay que Luis Suárez acostumbraba morder a los rivales. Creí que era una metáfora, así que quedé estupefacto cuando lo vi atacar con su notable dentadura al adversario que lo marcaba. Insólito, pero no tanto como la defensa que hicieron de él los uruguayos, incluido el mismísimo presidente de su país.

El campeón Alemania —primer país no americano que gana la copa en América— fue el equipo que dio el mejor espectáculo. Salvo en el juego contra Francia, en el que se conformó con el tacaño 1-0, en todos los demás brindó emociones a granel. Paradójicamente goleó a dos de los grandes favoritos, Portugal y Brasil, y tuvo que esforzarse para vencer apretadamente a rivales que parecían débiles, como Estados Unidos y Argelia. No pudo derrotar a la, en apariencia, modesta Ghana, e incluso estuvo cerca de perder. En la final, que resultó una batalla épica, fue mejor que Argentina, que se defendió muy bien y que, no obstante ser dominada, tuvo tres ocasiones clarísimas de anotar (ni el futbol ni la vida, acierta Gil Gamés, dan más oportunidades). El gol de la victoria, una jugada memorable, cayó dramáticamente faltando un suspiro para el final de los tiempos extra.

Fue un campeonato magnífico, que guardaremos en la memoria con agrado y agradecimiento. No sabemos cuántos más nos deparará nuestra trama existencial ni si allá en el otro mundo también habrá futbol. Esa fiesta nos permite de cuando en cuando dejar de lado las cosas aciagas y celebrar la actividad lúdica experimentada a fondo, que es ––apunta Savater–– “cifra y resumen de todo nuestro destino sobre la tierra”, atendiéndola como si en ello nos fuera la vida.