Pantomima autoritaria

Más allá de las promesas del presidente electo, tenemos, no por sus palabras sino por sus hechos, signos claros de lo que será un aspecto crucial de la cuarta transformación que ha anunciado

            Entre una dictadura y una democracia perfecta (si es que algo así ha existido alguna vez en alguna parte) hay muchos escalones. Por ejemplo, nuestro país nunca ha padecido una dictadura desde que está vigente la actual Constitución ––poco más de un siglo––, pero ha estado lejos de alcanzar una democracia ejemplar.

            Sin embargo, en los últimos lustros se han producido avances democráticos de la mayor relevancia. Solamente mencionaré dos, los que importan para lo que expondré en esta nota: a) contamos ahora con una autoridad electoral confiable, que organiza y cuenta los votos con imparcialidad y profesionalismo, y las elecciones son supervisadas por todos los partidos políticos y por millones de ciudadanos elegidos por el azar, lo que las dota de transparencia y pulcritud, y b) hoy los medios de comunicación ejercen la libertad de expresión al punto de que el Presidente de la República y el Ejército, antes tan intocables como la Virgen de Guadalupe, frecuentemente son objeto de críticas acerbas y burlas mordaces.

            Andrés Manuel López Obrador alegó fraude en su contra las dos veces que perdió la elección presidencial sin que se haya demostrado en ningún caso que él hubiera sido el auténtico ganador de la contienda. Se trató, en ambas ocasiones, del berrinche de un mal perdedor. A la tercera ocasión obtuvo el voto mayoritario y nadie ––ni la autoridad electoral ni los candidatos perdedores–– intentó escamotearle la victoria. Antes de la elección muchos de sus seguidores alertaron que se preparaba un gran fraude electoral soslayando que las garantías de que están rodeados los sufragios en nuestro país lo hacían imposible.

            El sistema electoral que ahora tenemos los mexicanos es muy costoso. Los contribuyentes tenemos que pagar un alto precio económico por tal sistema. Pero sus reglas, mecanismos, procedimientos y candados garantizan elecciones libres de toda sospecha razonable. Sin elecciones limpias sencillamente falta un elemento fundamental de la democracia.

            Ese gran logro ha sido tirado al cesto de la basura por el presidente electo. La consulta respecto del nuevo aeropuerto fue una simulación descomunal: las urnas se colocaron únicamente en menos de la cuarta parte de los municipios del país y carecían de mamparas para que el voto fuese secreto; el número de votos fue del uno por ciento de los ciudadanos empadronados; algunos votaron, comprobadamente, hasta cinco veces, quizá muchas más; la tinta con que se marcó a los votantes se borraba fácilmente; el ejercicio fue controlado totalmente por el partido de López Obrador, sin que ningún otro partido participara en el proceso. Un aeropuerto de clase mundial, la más grande obra de infraestructura de América Latina, generadora de modernidad, progreso y cientos de miles de empleos, cancelada en virtud de una pantomima. Una burla a la ciudadanía, un insulto a la inteligencia.

            El presidente electo, que tanto clamó contra inexistentes fraudes, montó la más burda de las falsificaciones. Cuando los reporteros le preguntaron sobre las irregularidades del proceso, respondió en tono de burla que quienes las señalan son los mañosos y los corruptos. Esto es, advertir trampas y engaños es para López Obrador manifestación de maña y corrupción. En su maniqueísmo sólo el aplauso o el silencio sumiso le parecen respetables.

            En lugar de reconocer las evidentes trapacerías de que estuvo plagada la consulta ––la única actitud éticamente plausible––, el próximo presidente volvió a arremeter contra los críticos. Sus descalificaciones incluyen a periodistas que durante la campaña electoral fueron sumamente condescendientes con él. Quienes no le vitorean incondicionalmente no forman parte del pueblo sabio.

            El autoritarismo que se engendra en un sistema democrático suele iniciarse presentando las decisiones arbitrarias del gobernante como decisiones populares y satanizando toda postura crítica, no respondiéndola con argumentos sino atribuyéndola a los intereses ilegítimos que se oponen a los intereses populares.