Regreso a Tlatelolco1

Luis González de Alba

En casi tres años de cárcel (octubre 68-abril 71) y largas sobremesas con jarras de café, los presos a causa del 68 hicimos, sin pensarlo, una versión coral de los hechos ocurridos la tarde del 2 de octubre en Tlatelolco. Esa versión coral fue útil en su momento para oponer a la infamia que sostenía el gobierno: éramos culpables de haber masacrado nuestro propio mitin con el fin de darle un «levantón» a un movimiento alicaído y el Ejército no había hecho otra cosa que impedir que acribilláramos a más. Y, claro, nos había aprehendido y en flagrancia.

            Más de cuarenta años después, nuestra versión coral hace agua porque, confrontados «los de la voz», resulta que no pudieron haber estado donde dicen haber estado ni oído lo que dicen haber oído. Y así ofrecemos un flanco débil: si el gobierno mintió, también nosotros. Quedamos igual.

            Además de la versión de aquel gobierno, hay otra igualmente insostenible: el gobierno masacró porque tiene esa manía, y para eso empleó no sólo al Ejército, sino a francotiradores. Humm… y si tenía al Ejército, ¿para qué carajos poner francotiradores? Respuesta: el gobierno es así, es malvado. Una estupidez que no merecen los jóvenes de hoy.

            Por eso resulta importante limpiar el relato. Porque perdidos en la paja de los detalles hemos debilitado el núcleo duro que explica los muertos y heridos. Si nosotros no disparamos sobre nuestra propia gente, ¿quién y sobre todo por qué, para qué, lo hizo? Y ¿cómo fue posible que también cayeran heridos y muertos soldados, unos en uniforme y otros en ropas civiles? ¿Por qué hubo soldados sin uniforme y cómo lo supimos?

            Quiero por eso señalar que la clave de los hechos la tenemos, de primera mano, un medio centenar de periodistas, algunos colados y yo: único miembro de la dirección estudiantil (el CNH) del que hasta la fecha sé que fui detenido allí, en el largo balcón del tercer piso del edificio Chihuahua, y nada más los detenidos en ese lugar preciso.

            ¿Qué vimos en ese tercer piso del edificio Chihuahua los que allí nos quedamos? Que a un buen cuarto de hora de iniciada la balacera ocurrió algo inexplicable: los francotiradores de guante blanco y ropa civil, primeros en disparar, cayeron en pánico, desconcertados por el hecho, a todas luces explicable, excepto para ellos, de que el Ejército les respondiera el fuego: sin duda eran disparos que no esperaban. Por eso ni siquiera se protegían con las gruesas columnas de concreto a sus lados y disparaban sus armas cortas, pistolas, sin precaución. No sabíamos aún, los allí presentes… corrijo para exagerar precisión: no sabía yo quiénes eran… ¿guerrilleros?, ¿las «columnas de seguridad» que Sócrates Campos había propuesto para cuidar a los dirigentes estudiantiles, y que le habíamos rechazado? Esto es el meollo: esos civiles armados no esperaban respuesta del Ejército. Y eso únicamente se explica si creían ser parte de una operación coordinada por la Secretaría de la Defensa… y no lo era.

            Sigo el paso a paso de lo que vi y oí yo, y aclaro al mencionar otros puntos de vista (dicho en estricto sentido: veían desde otro lugar):

            1. El mitin de Tlatelolco se desarrolla en calma. Los asistentes no llenan la Plaza de las Tres Culturas (que no es grande), pero resulta explicable: el Ejército había tomado la Ciudad Universitaria de la UNAM, luego el Casco de Santo Tomás y Zacatenco, del IPN. Había devuelto la CU a la rectoría el 30 de septiembre, apenas dos días antes. El equipo de sonido lo instalamos en el largo balcón del tercer piso del edificio Chihuahua, que da hacia la Plaza de las Tres Culturas y, más lejos, al puente de una calle que allí cruza sobre las vías del tren, pues cerca está la estación Buenavista (puente que entonces, y por décadas, supuse Insurgentes: No puede ser, me aclaró en 2008 un mejor conocedor de la Ciudad de México).

            2. A varios dirigentes nos dan avisos compañeros recién llegados: hay soldados rodeando la Unidad Tlatelolco. Y peor: hay alrededor de este edificio, el Chihuahua, junto a las escaleras, unos «pelones» sin uniforme, pero con un guante blanco en una sola mano. Resultaban notorios porque eran tiempos de Beatles y jóvenes de pelo largo o, al menos, no de «casquete corto». Y el extraño guante blanco.

           3. Me lo comentaron compañeros alarmados, y respondí que los soldados siempre habían estado cerca de mítines y manifestaciones. Lo de los «pelones» sí era raro. Otros dirigentes recibieron la misma información, lo supe cuando nos reunimos allí mismo, inquietos. Decidimos a) avisar que se cancelaba la proyectada marcha de la plaza al Casco y, b) no por el micrófono, sino entre nosotros, abreviar el mitin.

            Veo que el puente curvo, al fondo, está lleno de soldados en una línea, mirando hacia la Plaza.

            4. Lo que todo el mundo sabe hace cinco décadas: dos helicópteros sobrevuelan la plaza, lanzan dos bengalas: verde y roja. Está al micrófono un alumno del Poli al que apodamos El Pelón Vega por su calvicie incipiente y juvenil. La gente se abre en torno a las bengalas humeantes. Sócrates, del Poli, arrebata el micrófono para exclamar: «¡No corran compañeros! ¡Es una provocación!». La gente sigue huyendo… ¿provocación? ¿con helicópteros y bengalas señalizadoras que les caen en la cabeza?

            Levanto la vista y, para mi sorpresa, los soldados ya no están sobre el puente. Pienso, con ingenuidad, que vieron un mitin tranquilo y sus mandos los regresaron a sus camiones. Oigo disparos, lejanos, no distingo el rumbo.

            5. ¿Por qué la gente corre hacia el edificio? Miro hacia Insurgentes (que no es, ya quedamos), los soldados reaparecen sobre la plaza, a espaldas de la gente, que por eso huye hacia el edificio. Éste, montado sobre dos grandes columnas por donde circulan los elevadores, permite el paso hacia la unidad habitacional, es una vía de escape. Pero se frena de pronto y regresa. ¿Por qué se frena? No entiendo. Me asomo desde el barandal y no veo el motivo. Segundos antes oigo gritos en las escaleras: «Ahora les vamos a dar su revolución, hijos de su puta madre…», son hombres, sin uniforme, que suben las escaleras, ordenan a los presentes colocarse contra la pared con las manos en alto y no mover la cabeza para mirarlos. Pero yo sigo en el barandal, mirando a la gente que se tropieza en su fuga y súbito freno. A mi derecha, en el barandal, hay un hombre que dispara con pistola sobre la plaza, alto y grueso. A mi izquierda hay otro, chaparro, delgado. El barandal ya está vacío, a todos los tienen de cara a la pared, manos en alto. Falto yo. Siguen disparando. El hombre a mi izquierda me pone atención, se cruzan nuestras miradas, veo que sus ojos bajan en busca de mi mano izquierda, puesta sobre el barandal: quizá primero se percató de que yo no disparaba, luego buscó el guante blanco en mi mano: no traigo. «¡¿Y tú?!». Balbuceo algo. Me ponen entre los detenidos a empujones. Repiten la orden de no mirar, no mover las cabezas. De reojo observo que los que puedo distinguir no se resguardan con los gruesos pilares de concreto: disparan a pecho descubierto. Muy seguros.

            6. Un mes después, ya en Lecumberri, me entero de que los demás dirigentes no fueron detenidos allí. Al oír los primeros gritos: «¡ahora les vamos a dar su revolución!», algunos subieron escaleras que no llevaban a ninguna parte porque no hay azoteas colindantes con el Chihuahua. Pero en ese momento no se piensa. Gilberto Guevara, Eduardo Valle, Anselmo Muñoz, Pablo Gómez y otros lograron entrar a un departamento en el quinto piso y se encerraron, me relata cada uno.

            Desde ese departamento, que no mira hacia la Plaza, sino al interior de la Unidad, mis compañeros ven avanzar otro cuerpo del Ejército por entre los edificios. Lo ha narrado Gilberto Guevara. Así entiendo, un mes más tarde, por qué la gente detuvo su carrera sobre la plaza y trató de regresar, se hicieron remolinos humanos entre los caídos: vieron que también bajo el Chihuahua avanzaba el Ejército.

            7. Raúl Álvarez Garín, uno de los dirigentes del Poli, no había subido a la tribuna del mitin: habíamos acordado no ir a la plaza sino los indispensables: Muñoz para la electricidad, otros para hablar. Pensamos, con sensatez que no seguimos, que en ese mitin nos podrían aprehender. Fuimos todos. Al menos los que nos habíamos reunido en la Ciudad Universitaria un día antes. Otros habían vuelto a Durango o Campeche desde la ocupación militar de la Universidad. Raúl cumplió a medias el acuerdo: no se dejó ver de nosotros. Ya presos, nos dijo que había estado en la plaza, entre la gente. De él escuchamos, con lágrimas en los ojos, que la gente había corrido hacía Chihuahua, al grito de: ¡El Consejo! ¡El Consejo! Raúl no llegó al mitin solo, así que no dudó que la gente junto a él, sus amigos y parientes, lanzara ese grito. Pero así pasó el acervo de la versión coral: todos habíamos oído a la gente gritar: ¡El Consejo! ¡El Consejo…! Y habíamos visto correr para salvarnos…

            Por los amigos que nos comenzaron a visitar los domingos (no nos prohibieron en Lecumberri las visitas dominicales) nos enteramos de otro dato: un tercer cuerpo del Ejército, donde iba el comandante de toda la operación, General Hernández Toledo, avanza desde Relaciones Exteriores hacia la Plaza. Nos dicen que el General cayó herido antes de llegar a la Plaza, esto es, en los primeros minutos y antes de la balacera generalizada. No sé, todavía, si hubo una cuarta columna por el lado opuesto a Relaciones Exteriores. Supongo que sí, para cerrar el cerco.

            8. Los que seguimos en el tercer piso comenzamos a sentir esquirlas calientes, quemando las manos que mantenemos en alto. Los desconocidos de guante blanco nos gritan la orden de tirarnos al suelo. Lo hacemos. Al hacerlo veo, con sorpresa, que también ellos están tirados en el suelo, protegiéndose con el barandal de concreto.

            9. La balacera arrecia. Supongo, sin ver, tirado en el suelo, que están matando a toda la gente, sin excepción, ametrallada. Así que nos ametrallarán en cualquier momento. De reojo veo a los del guante arrastrarse por el piso con movimientos que he visto en cine de guerra: empujándose con los codos. Se reúnen algunos, se separan, llegan otros. En eso oigo dos gritos que no entiendo sino después.

a) ¡Hay un herido! ¡Una camilla, traigan una camilla, hay un herido! Pienso, ahí tirado: ¿Y qué les puede importar un herido si nos van a matar a todos? Una explicación posible: el herido es uno de ellos. ¿Quién lo pudo herir? Y lo más inexplicable:

b) Se reúnen los del guante blanco en un grupo compacto y gritan a la vez, pero a destiempo: ¡Aquí, Batallón de Limpia! ¡No disparen! Me resulta claro: los mandaron a limpiar de comunistas, de rojos. Por varios minutos gritan en desorden, hasta que se ponen de acuerdo en un conteo y oigo con claridad: una.. dos… tres… ¡Aquí, Batallón Olimpia! ¡No disparen!

Lo gritan tumbados en el suelo. Como de adolescente veía Combate en la tele, sé que hay teléfonos de campaña a los que el sargento Saunders le da vuelta con una manivela y así se comunica con los mandos militares. Es obvio que no traen algo así. Nada. Los gritos por la camilla para el herido continúan.

            Lo conté por años y pasó a ser parte del relato coral: ya todos los habían escuchado gritar… por encima del estruendo de la balacera, a varios pisos por encima, con ventanas en dirección opuesta a la plaza y con puertas cerradas. Hasta el que no estuvo los había oído.

            Esto demuestra algo de extraordinaria importancia para entender los hechos: la Secretaría de la Defensa no sabía qué soldados en ropa civil estarían rodeando el edificio Chihuahua. Y los soldados de civil, el Olimpia, creían que el Ejército regular tenían conocimiento de que ellos iban a disparar, en cuanto detuvieran a los dirigentes «para ahuyentar a la multitud», como declararon luego ante el Ministerio Público los heridos de bala. Es norma entre el Ejército que si un soldado se accidenta, lo curan y ya. Pero si presenta herida de bala, debe declarar ante el Ministerio Público cómo, cuándo y por qué fue herido si está entrenado para lo contrario. Por esa confusión entre los mandos, y la falta de todo medio para comunicarse, hubo heridos de un batallón hasta el momento entrenado en sigilo para resguardar las instalaciones olímpicas durante los Juegos Olímpicos que comenzarían diez días después, el 12 de octubre de 1968.

            Sé de memoria nombres de heridos: el teniente Sergio Alejandro Aguilar Lucero, el capitán Ernesto Morales Soto. Y que iban al mando de Ernesto Gómez Tagle. Así lo asentaron ante el Ministerio Público, en el Hospital Militar, donde ningún censor gritó: ¡Eso no se escribe! Como ocurrió cuando yo declaré lo mismo, detenido en el Campo Militar Número 1. Las actas las localizaron nuestros defensores.

            Falta un eslabón: el Olimpia iba al mando de Gómez Tagle… ¿De quién recibió la orden Gómez Tagle? ¿Vive éste?

            Cuando ya en la cárcel preventiva de Lecumberri, a donde nos entregaron luego de días en el Campo Militar Número 1, comenzaron a llegar de visita mis amigos, me sorprendió porque los creía muertos a todos: de esa balacera nutrida, como la oía tirado en el suelo, no podía quedar nadie vivo. Pregunté a cuántos habían matado: «Pues nomás a ti», dijo Nacho Osorio.

            Alguien a quien le decían El Boche llorando dijo que «me había visto con el cráneo destrozado por bayoneta…». Y así comienza nuestro mito: El Boche bien pudo haber visto a un joven de su edad y complexión, hasta pudo ver que tenía el cráneo abierto. Pero no era médico ni menos forense. Le habría sido imposible distinguir un cráneo partido porque al caer había dado contra un barandal de hierro, o contra el suelo o, de forma militar, con bayoneta. Eso induce una precisión: soldados a bayoneta calada habrían cabezas. Fue un polvorín. Pero ni yo estaba muerto ni El Boche podía distinguir la manera en que un cráneo aparecía abierto.

            Mi duda natural fue el lugar donde se habían reunido al salir de Tlatelolco y cómo lo habían logrado. Nacho Osorio me explicó:

            —Los soldados nos dijeron por donde…

            —¿Por dónde…qué?

            —Por donde salir sin que nos hirieran.

            —¿Y entonces quién podía herirlos? ¿De quién los cuidaban los soldados?

            —De ustedes…

            —¿De nosotros? ¿Nosotros éramos quienes disparaban desde arriba?

            —Bueno… Nos pedían que nos cubriéramos de las balas con las ruinas prehispánicas. Y yo saqué un poco la cabeza… el soldado más cercano me puso un coscorrón. «¡Baja la cabeza, pendejo! ¡¿Qué buscas?!». Le respondí que sólo había querido ver quiénes disparaban… entonces me gritó, convencido: «¡Tus amigos! ¡Tus amigos están matando a su propia gente!»

            —¿Nosotros?— Dije con incredulidad y de seguro se me quedó la boca abierta —¿Nosotros disparábamos?

            —Esa explicación me dio el soldado… luego ya nos dijo cómo rodear sin exponernos a las balas y salir así de Tlatelolco…

            —¿Y a dónde se fueron?

            —A casa de Selma…

            -¡Putísima, putísima, putísima madre! ¡A la casa más conocida por la policía! ¡A la casa donde nos quedábamos con frecuencia a dormir! ¡A la que iba con frecuencia Pepe Revueltas!

            —Sí. No lo pensamos…

            —Pues no los detuvieron porque ya tenían a los que buscaban, a nosotros. ¿Y heridos?

            —De nosotros, tampoco…

            —¿Y tanta bala por tanto tiempo… horas?

            —No sé, salimos conducidos por soldados que se turnaban para señalarnos cómo protegernos. Luego, en casa de Selma, supimos que tú eras uno de los muertos. «Vi muerto al Lábaro», dijo El Boche. Tenía la cabeza abierta por la bayoneta…

Cuando los expresos fundamos partidos de oposición. revista y organización Punto Crítico, MAP; PSUM y PMT, luego PMS hasta llegar al PRD, mis amigos fueron pronto diputados en el PSUM y el PMT y otros partidos de oposición que lograban diputados que, sin ganar en sus distritos, llegaban por la suma general de votos emitidos a favor de su partido, la novedosa representación proporcional introducida con las reformas impulsadas por Jesús Reyes Heroles cuando fue Secretario de Gobernación, con el Presidente José López Portillo. Este deseaba, como Echeverría antes de él, hacer un agudo deslinde respecto al gobierno de Díaz Ordaz. Reforma política y amnistías fueron la clave que debía pacificar al país. Fueron obras de Reyes Heroles.

            Los diputados plurinominales, los adjudicados a cada partido contendientes según su votación general, fueron la llave de entrada a la Cámara de Diputados para los nuevos partidos de izquierda, aún incapaces de ganar las elecciones en un distrito porque la organización de las elecciones seguían en manos del PRI, en particular la Secretaría de Gobernación. El PRI contaba con todo el presupuesto federal para sus campañas, dinero y equipo y los demás partidos debían buscar financiamiento y padecer los obstáculos que sus campañas enfrentaban ante una fuerza arrolladora en poder y dinero. Tan sencillo como el alcalde, priísta, no permitiera la instalación de un templete para que un candidato de oposición expusiera su proyecto, o mandara quemar el ya construido, o le cortara la electricidad a la hora de los discursos.

            Debíamos esperar a los noventa, y la construcción del IFE, que entregó a los ciudadanos las casillas, su vigilancia, el padrón de electores y el recuento de los votos. El IFE independiente de Gobernación implantó la regulación de los dineros públicos entregados a todos los contendientes. Aspecto en que hemos caído en excesos: miles de millones de pesos para reparto entre todos los partidos, incrementados en años de elecciones. Pero fue un primer paso en sentido correcto. Tener diputados conforme establecían las reglas de la reforma política.

            Una comisión de los primeros diputados de las muy diversas izquierdas hizo una investigación con fondos públicos suficientes sobre el número de muertos. Publicaron teléfonos para llamar de forma gratuita y anónima y dar nombres de sus muertos. No había riesgo alguno: el Presidente López Portillo había hecho alguna declaración favorable a aquel movimiento estudiantil y se dejaba el pelo en una melenita algo larga. En buena parte, con esta investigación se repitieron nombres ya conocidos desde los días inmediatos al 2 de octubre. Eran los cadáveres de jóvenes y hasta de niños que no fueron al mitin, sino a jugar donde siempre jugaban, eran vecinos. Las fotos habían aparecido en la prensa ya identificados en las planchas del Semefo. Quizás algunos nombres más. Están escritos en una lápida mortuoria levantada con presupuesto federal en la Plaza de las Tres Culturas. La cantidad de nombres inscritos en el monumento tiene un grave defecto: coincide, más o menos, con los números dados por el gobierno del Presidente Díaz Ordaz. Eso no nos gusta. A mí tampoco. Pero es el resultado que encontramos nosotros mismos. Ω

[1] Tomado de: GONZÁLEZ DE ALBA, Luis. Tlatelolco aquella tarde. Cal y Arena. México. 2016. p. 19-30.