Utopía
Tomas Moro

Libro Segundo
Los esclavos

No consideran esclavos a los prisioneros de guerra, a no ser que ellos mismos la hayan declarado. Tampoco a los hijos de los esclavos. Ni a aquellos que, viviendo en la esclavitud en un país extranjero, pudieran comprar.

Son esclavos los ciudadanos de Utopía convictos de un gran crimen. Y más frecuentemente, los ciudadanos extranjeros convictos de crimen y condenados a muerte. Esta categoría de esclavos es muy frecuente. Los traen en gran número, a veces adquiridos a un precio vil, y más frecuentemente, por nada. Están sometidos a trabajos forzados y llevan cadenas. Tratan a sus conciudadanos con más rigor que a los extranjeros. Los consideran como casos tanto más lamentables y más dignos de castigo, cuanto que recibieron una educación moral más esmerada, no habiendo sido capaces de resistir al crimen.

Existe otra categoría de esclavos: la de los trabajadores pobres de países vecinos, que vienen a ofrecer voluntariamente sus servicios. Se les trata con toda humanidad; sólo que se les hace trabajar un poco más debido a su mayor hábito de trabajo. Por lo demás, tienen la misma consideración de ciudadanos. Si alguien quiere marchar —cosa que sucede raras veces— no se le retiene contra su voluntad, ni le despiden con las manos vacías.

Ya dije que se esmeran en la atención a los enfermos. No escatiman nada que pueda contribuir a su curación, trátese de medicinas o de alimentos. Consuelan a los enfermos incurables, visitándolos con frecuencia, charlando con ellos, prestándoles, en fin, toda clase de cuidados. Pero cuando a estos males incurables se añaden sufrimientos atroces, entonces los magistrados y los sacerdotes se presentan al paciente para exhortarle. Tratan de hacerle ver que está ya privado de los bienes y funciones vitales; que está sobreviviendo a su propia muerte; que es una carga para sí mismo y para los demás. Es inútil, por tanto, obstinarse en dejarse devorar por más tiempo por el mal y la infección que le corroen. Y puesto que la vida es un puro tormento, no debe dudar en aceptar la muerte. Armado de esperanza, debe abandonar esta vida cruel como se huye de una prisión o del suplicio. Que no dude, en fin, liberarse a sí mismo, o permitir que le liberen otros. Será una muestra de sabiduría seguir estos consejos, ya que la muerte no le apartará de las dulzuras de la vida, sino del suplicio. Siguiendo los consejos de los sacerdotes, como intérpretes de la divinidad, incluso realizan una obra piadosa y santa. Los que se dejan convencer ponen fin a sus días, dejando de comer. O se les da un soporífero, muriendo sin darse cuenta de ello. Pero no eliminan a nadie contra su voluntad, ni por ello le privan de los cuidados que le venían dispensando. Este tipo de eutanasia se considera como una muerte honorable.

Pero el que se quita la vida, por motivos no aprobados por los sacerdotes y el senado, no es juzgado digno de ser inhumado o incinerado. Se le arroja ignominiosamente a una ciénaga.

La mujer no se casa antes de los dieciocho años. El varón no antes de los veintidós. Tanto el hombre como la mujer convictos de haberse entregado antes del matrimonio a amores furtivos, son severamente amonestados y castigados. Y a ambos se les prohíbe formalmente el matrimonio, a menos que el príncipe les perdone la falta. Incurren en gran infamia el padre y la madre de familia en cuya casa se comete el delito, por haber descuidado su obligación de velar por sus hijos. Castigan tan severamente este desliz previendo lo que sucedería si se tolera impunemente un concubinato efímero y pasajero. Nadie estaría dispuesto a dejarse prender por los lazos del amor conyugal, en el que hay que compartir la vida entera con una sola persona, soportando además los inconvenientes que esto trae consigo.

Por lo demás, los utopianos toman en serio la elección del cónyuge, si bien, a nosotros nos pareció su rito ridículo y absurdo. Una dama honorable y honesta muestra al pretendiente a su prometida completamente desnuda, sea virgen o viuda. A su vez, un varón probo, exhibe ante la novia al joven desnudo.

Quedamos sorprendidos ante esta costumbre, sin poder contener la risa. La rechazamos como ridícula y descabellada. Ellos, sin inmutarse, hicieron ver su admiración ante la colosal  tontería  de  los  demás  países.  Tomáis  infinitas  precauciones  —nos respondieron— a la hora de comprar un potrillo, asunto en verdad de poca monta. Osnegáis a comprarlo, aunque está casi en pelo, si antes no se le quita la silla y todos sus arreos, por miedo a que bajo todo esto haya alguna matadura. Y cuando se trata de elegir una mujer, elección que va a hacer las delicias o el asco para toda la vida, obráis con negligencia. Dejáis el cuerpo cubierto con sus vestidos. Y juzgáis a la mujer entera por una parte de su persona, tan grande como la palma de la mano. En efecto, sólo su cara está descubierta y la lleváis con vosotros no sin riesgo de encontrar un defecto oculto hasta entonces, que os impide congeniar con ella.

No todos, en efecto, son tan discretos que valoren únicamente las cualidades morales. En el mismo matrimonio de las personas discretas, la belleza física añade a las cualidades morales un encanto no despreciable. En realidad, detrás del ropaje exterior puede ocultarse una deformidad tan repugnante que aleje para siempre la inclinación del marido hacia su mujer, cuando ya no le es lícito separarse de ella en cuanto al cuerpo. Caso de que esta deformidad aparezca después de contraído el matrimonio que cada cual cargue con su suerte. Pero las leyes deben impedir, que, antes del matrimonio, nadie caiga en estas trampas.

Este problema fue estudiado cuidadosamente por los utopianos, ya que sólo ellos entre todas aquellas regiones se contentan con una sola mujer. Entre ellos, el vínculo conyugal apenas se rompe más que por la muerte, salvo en casos de adulterio o de costumbres absolutamente insoportables. En estos dos casos, el senado da permiso a la parte ofendida para volverse a casar. El otro es condenado a vivir en la infamia y en el celibato a perpetuidad.

Por lo demás, no está permitido bajo ningún pretexto repudiar contra su voluntad a una mujer honesta, sólo porque se ha ajado su belleza. Es, a su juicio, una crueldad monstruosa abandonar a la esposa cuando más lo necesita. Y es también quitar a la vejez toda esperanza y toda la confianza en la fe jurada. ¿No es acaso la vejez causa de la enfermedad o incluso una enfermedad?

Sucede a veces que el talante de los esposos es totalmente incompatible. En tales casos, separados de común acuerdo, contraen nuevo matrimonio, si ambos encuentran con quien vivir más a gusto. Pero, no sin la autorización de los miembros del senado, los cuales no conceden el divorcio sin que el caso haya sido examinado antes por ellos mismos y sus mujeres. No es, con todo, cosa fácil. Saben, en efecto, que la esperanza de contraer nuevas nupcias es el remedio menos útil para afianzar el amor entre los esposos. El adulterio es castigado con la más dura esclavitud. Si ninguno de los cómplices era soltero, los esposos ofendidos, pueden, si quieren, repudiar al cónyuge adúltero y contraer matrimonio entre sí. O, si prefieren, con otra persona de su elección. En cualquier caso, si alguno de los ofendidos sigue queriendo al que tan mal le correspondió, nadie le impide seguir fiel a su matrimonio, con tal de seguir la suerte del culpable condenado a trabajos forzados. El arrepentimiento del uno y la entrega del otro llegan a veces a mover el corazón del príncipe que da a los dos la libertad. El reincidente en el adulterio es castigado con la muerte.

Las penas de los demás crímenes no están fijadas de una manera taxativa por la ley. El senado determina las penas conforme a la mayor o menor gravedad de los crímenes. Los maridos castigan a las mujeres; los padres a los hijos, a menos que la gravedad del delito exija un escarmiento público. Pero casi todos los delitos son castigados con la esclavitud. Están convencidos de que esta no es menos terrible que la pena capital. Y es más ventajosa al Estado que hacer desaparecer inmediatamente a los malhechores. Porque un hombre que trabaja es más útil que un cadáver. Por otra parte, el ejemplo de su castigo inspira durante mucho tiempo en los demás un temor saludable. Sólo cuando tales esclavos se rebelan y son recalcitrantes, se les mata como a bestias salvajes e indómitas que ni la prisión ni las cadenas pueden ya sujetar. A los que aguantan, sin embargo, no se les hace perder la esperanza. Si tras haber sido doblegados por larga condena, dan pruebas de arrepentimiento, que demuestre que detestan más el pecado que la pena, se les suaviza la esclavitud o se les libera, unas veces por gracia del príncipe y otras por sufragio del pueblo.

Toda solicitación al estupro está sujeta a las mismas penas que el estupro mismo. En todo crimen consideran como realizado la misma tentativa del hecho. Los obstáculos que impiden la ejecución de un mal deseo no justifican a quien lo ha concebido, ya que, de haber podido, hubiera cometido el mal.

Los bufones hacen las delicias de los utopianos. Consideran una bajeza humillarlos, pero no impiden regocijarse con sus gracias y sus tonterías. En interés de los mismos bufones piensan que no han de ser entregados a la custodia de esos hombres tristes y severos a quienes no hacen reír ni las palabras ni los gestos más cómicos. Temen que personas tan serias no los traten con consideración, ni se ocupen de un pobre loco, que no le servirá de nada, ni siquiera para hacerle reír, único don que le ha concedido la naturaleza.

Es igualmente vergonzoso insultar a los deformes y mutilados. Quien se mofa de estos desgraciados está reputado como un degenerado moral, ya que reprocha en ellos como vicio, los defectos corporales que no estuvo en su mano evitar.

Descuidar la belleza natural es considerado como dejadez y pereza. Se considera igualmente como afectación condenable el recurrir a los aceites y maquillaje. La misma experiencia demuestra hasta qué punto ninguna belleza de la mujer le recomienda tanto al marido como su entrega y limpieza de costumbres. Son muchos los que se dejan seducir por su hermosura, pero no hay nadie a quien no rinda su virtud y dedicación.

Los utopianos no se contentan con alejar el crimen por medio de leyes penales. Estimulan a la virtud con honores y recompensas. A esto se debe, sin duda, la, erección de estatuas de hombres célebres y beneméritos de la patria en las plazas públicas. Así se perpetúa la memoria de sus gestos, y la gloria de los antepasados es un constante acicate e incitación para sus descendientes.

Quien acude a la intriga y al soborno para conseguir una magistratura, pierde toda esperanza de obtenerla para el resto de su vida.

La convivencia social es amable. Ningún magistrado, por ejemplo, es insolente o terrible. Se les llama padres y demuestran serlo. Reciben muestras de deferencia y honor de una forma espontánea y libre. Nadie es obligado a rendir tales honores si no quiere. Ni el mismo príncipe se distingue de la masa por el vestido o la diadema sino por un manojo de espigas que lleva consigo. De la misma manera, el distintivo del pontífice es un cirio que le precede.

Tienen muy pocas leyes, pero, para un pueblo tan bien organizado, son suficientes muy pocas. Lo que censuran precisamente en los demás pueblos es que no les basta la infinita cantidad de volúmenes de leyes y de intérpretes. Consideran inicuo obligar ahombres por leyes tan numerosas para que puedan leerlas o tan oscuras para que puedan entenderlas.

En consecuencia, quedan excluidos todos los abogados en Utopía, esos picapleitos de profesión, que llevan con habilidad las causas e interpretan sutilmente las leyes. Piensan, en efecto, que cada uno debe llevar su causa al juez y que ha de exponerle lo que contaría a su abogado. De esta manera, habrá menos complicaciones y aparecerá la verdad más claramente, ya que el que la expone no ha aprendido de su abogado el arte de camuflarla. Mientras tanto, el juez sopesará competentemente el asunto y dará la razón al pueblo sencillo frente a las calumnias de los pendencieros. Tales prácticas serían difíciles de observar en otros países, dado el cúmulo inverosímil de leyes tan complicadas. Por lo demás, todos allí son expertos en leyes, pues, como dije más arriba, las leyes son escasas, y además, cuanto más sencilla y llana es su interpretación, más justa se la considera. Piensan, en efecto, que la finalidad de la promulgación de una leyes que todos conozcan su deber. Ahora bien, ¿no serán pocos los que conozcan su deber, si la interpretación de la ley es demasiado sutil? Raras son, en efecto, las personas que pueden captar su sentido. Por el contrario, si el sentido es el más llano y el más común, ¿no estará clara la ley para todos?

De no ser así, ¿qué importa a la masa, la clase más numerosa y más necesitada de dirección, que haya leyes o no? ¿Qué le importa, si una vez promulgadas, las leyes son tan embrolladas que para llegar a su verdadero sentido hace falta un talento superior y una larga discusión? El juicio del vulgo no penetra en tales honduras. Ni basta para ello una vida ocupada en ganar el pan de cada día.

Precisamente, la admiración de estas cualidades hace que algunos países vecinos, libres y soberanos, les pidan magistrados para uno o para cinco años. (Es de saber, que muchos de estos pueblos fueron liberados de la tiranía hace ya mucho tiempo por los utopianos.) Cuando termina su mandato los devuelven cubiertos de honores y de gloria, y se llevan a su patria otros nuevos. Y hay que reconocer que los pueblos que así obran, cuidan de manera extraordinaria del bienestar de su Estado. ¿No depende acaso su salvación o su ruina de la honestidad de los magistrados? ¿Pueden hacer tales pueblos algo mejor que elegir a unos hombres que no se venderían por dinero alguno? El dinero sería inútil ahombres que deben volver a su patria en breve plazo. ¿Puede doblegar también a estos hombres la aversión o la inclinación hacia alguien siendo como son desconocidos de los ciudadanos?

Cuando estos dos males, la parcialidad y la avaricia, se apoderan de los tribunales, desintegran al instante toda justicia, el nervio más fuerte de todo Estado. Los pueblos que solicitan de los utopianos hombres de gobierno son tenidos como «pueblos asociados». A aquellos a quienes favorecieron con su ayuda los llaman amigos.

No firman con ninguna nación los pactos que otras naciones conciertan entre así, rompen o renuevan. ¿Para qué?, dicen. ¿Es que la naturaleza no ha unido lo suficiente al hombre con el hombre? Si alguien desprecia la naturaleza, ¿crees que le podrán contener las palabras? Lo que les ha llevado a esta conclusión ha sido el observar en estas tierras lejanas la poca buena fe con que los príncipes se disponen a observar los pactos y tratados.

Vemos, en efecto, que en Europa, sobre todo en las partes en que reina la fe y la religión de Cristo, la majestad de los tratados es tenida como santa e inviolable. Este respeto a la palabra dada se debe, en parte, a la justicia y bondad de los príncipes. Y en parte también a miedo y reverencia a los Sumos Pontífices. Estos son los primeros en no prometer nada que no hayan de cumplir escrupulosamente. Y por eso mismo ordenan a los demás que cumplan a toda costa lo que han prometido. Y obligan a obedecer a, los renuentes con censuras y severidad pastoral. Estiman con toda razón que nada hay tan vergonzoso como la falta de fidelidad en los pactos por parte de aquellos que, con título muy particular, llevan el nombre de fieles.

Y ¿qué sucede en aquel nuevo mundo casi tan separado del nuestro por la vida y las costumbres de sus habitantes como por el círculo del ecuador? Allí no hay confianza alguna en los pactos. Cuanto más pomposas y santas son las ceremonias con que se cierran más pronto se rompen. No es difícil esquivar la terminología empleada en ellos. Están redactados con tal sagacidad, que por apretados que estén los lazos de los compromisos siempre hay manera de escapar de alguno de ellos y de eludir de un mismo golpe las obligaciones del tratado y de la palabra dada. Si en los contratos particulares se descubrieran astucias, fraudes y manejos deshonestos de este jaez, esos mismos que se glorían de aconsejar tales artimañas a los príncipes fruncirían el ceño y los calificarían de crimen sacrílego merecedor de la horca.

Según esto, ¿no os parece que la justicia es como una virtud plebeya y de a pie que se sienta bajo el trono real? ¿O es que hay dos justicias? Una pedestre y a ras del suelo, a medida del pueblo, sin que jamás pueda transgredir los límites que se le han impuesto, encadenada como está por toda suerte de restricciones. Y otra, la justicia de los príncipes, mucho más excelsa y liberal que la del pueblo, para la que todo es lícito, si no es lo que no agrada.

Como ya dije, estas costumbres de los príncipes de aquellas naciones y su notoria mala fe para respetar los tratados explican, a mi juicio, el que los utopianos no quieran formalizar pactos. Quizás cambiaban de parecer si vivieran aquí.

Lamentan que se haya generalizado la costumbre de ratificar un tratado con un juramento religioso, aunque les parezca que así se cumplen mejor. ¡Como si dos pueblos separados tan sólo por una colina o un riachuelo no estuvieran unidos por lazos sociales basados en la misma naturaleza! Tal costumbre hace creer a los hombres que han nacido para ser adversarios o enemigos, y que deben luchar por eliminarse, si no media un pacto. Hay más: La firma de los pactos no favorece la amistad. Queda en pie la facultad del saqueo. Nada hay, en efecto, en los contratos que lo impida, dada la imprevisión con que fueron redactados.

Nadie, según ellos, ha de considerarse como enemigo, si no ha hecho mal alguno. La comunidad de naturaleza hace las veces de tratado. Y los hombres están más firme y fuertemente unidos por la benevolencia que por los tratados, por el corazón que, por las palabras.

Fuente:
https://www.biblioteca.org.ar/libros/300883.pdf