¿Y las víctimas?

Al anunciar su propósito de promover una amnistía “para pacificar al país”, Andrés Manuel López Obrador aseguró, una y otra vez, que sólo lo haría si se contaba con la anuencia de las víctimas o sus deudos. En los foros que organizó su equipo para tratar el tema, los agraviados se manifestaron contundentemente, con indignación por los crímenes y la impunidad anunciada, contra esa medida.

            Los colaboradores del presidente electo daban versiones divergentes respecto de quiénes serían los beneficiarios. Sólo los campesinos que cultivaron mariguana y amapola. Sólo los jóvenes que se excedieron en la cantidad permitida para consumo. Sólo quienes no hubieran cometido delitos graves. López Obrador no aclaraba lo que tenía en mente.

            En los foros, el clamor contra la impunidad de crímenes repugnantes fue generalizado. No se puede amnistiar a quienes han llevado al país a unos índices de criminalidad inimaginables hace apenas dos lustros. Si la impunidad es un baldón para el Estado de derecho cuando se debe a la ineficacia de los organismos encargados de perseguir los delitos, es absolutamente inadmisible cuando es decidida por el gobierno.

            En esta columna apunté que la amnistía a criminales que han actuado con saña inaudita secuestrando, torturando, degollando o quemando vivas a sus víctimas sería una deshonrosa abdicación del Estado, pero no sólo eso, sino que tal mecanismo resultaría inidóneo para la deseable pacificación del país.

            Los grupos de la delincuencia organizada son múltiples. ¿Con cuál se negociaría el fin de la violencia a cambio del “olvido” —eso significa amnistía— de sus crímenes? ¿Los criminales cambiarían sus actividades delictivas por un empleo en el que obtuvieran un salario mediano? ¿Se volverían buenos ciudadanos, respetuosos de la vida, la integridad, la libertad y los bienes ajenos?

            En el plan nacional de paz y seguridad el presidente electo plantea un proceso de desarme y desmovilización de grupos criminales con el ofrecimiento de reducción de penas e incluso una amnistía. No le importó, entonces, la opinión de víctimas y deudos. Tampoco consideró que sobre un asunto de tal gravedad tenía que consultarse al pueblo sabio. Él ya lo tenía decidido.

            El plan condiciona los beneficios a los delincuentes a que éstos colaboren con la justicia, manifiesten arrepentimiento y reparen el daño. Debieran saber los autores del documento que la reducción de las penas —muy generosa, hasta las dos terceras partes de la pena aplicable o impuesta— ya está prevista en el artículo 35 de la Ley federal contra la delincuencia organizada para quien colabore eficazmente con el Ministerio Público en la investigación de los delitos de esa índole.

            Por otra parte, el fiscal general de la República no tendrá autonomía respecto del presidente. Éste decidirá qué delitos se persiguen y cuáles no. Una de las demandas con mayor respaldo de académicos y activistas de las organizaciones de la sociedad civil ha sido ignorada por la mayoría en el Senado. El fiscal carnal que les parecía inadmisible bajo la presidencia de Enrique Peña Nieto les parece plausible cuando el presidente sea López Obrador.

            La votación mayoritaria que obtuvieron el próximo presidente y los actuales legisladores no legitima todas sus disposiciones. Las que afectan desfavorablemente a la justicia erosionan el Estado de derecho y ofenden a las víctimas sobrevivientes de delitos graves y a sus deudos. La mayoría tiene el poder, no la razón.

            Hay quienes, por la mísera recompensa de un cargo en el gobierno que viene o por el temor de ser vistos como enemigos —conservadores, fifís— por el líder supremo, aplauden y seguirán aplaudiendo todo lo que éste decida. Algunos, en cambio, seguiremos diciendo y escribiendo lo que nos parezca correcto atendiendo a nuestra conciencia y nuestros valores, aun cuando sepamos que lo que digamos o escribamos no servirá, al menos en lo inmediato, para ahuyentar los nubarrones que cubren la vida pública del país.

            Es una opción ética: actuar conforme a los principios, como si uno pudiese cambiar la realidad, a sabiendas de que ésta no depende de los deseos sino de una serie de condiciones que no siempre son propicias a lo deseable.