Rafael Caro Quintero quedó en libertad por un fallo que le concedió el amparo debido a que el proceso por el secuestro y el homicidio del agente de la DEA Enrique Camarena no debió seguirse ante un juzgado del fuero federal —que no era competente porque la víctima actuaba en territorio nacional sin reconocimiento formal del gobierno mexicano—, sino ante un juez del fuero común.
La DEA expresó su profunda decepción en un comunicado en el que señala: “Todos los días nos acordamos del último sacrificio que pagó el agente especial Camarena”. Éste, como recordarán los lectores menos jóvenes, antes de ser asesinado fue sometido a una tortura salvaje que incluyó su castración.
Es inaudito que en un caso tan relevante las autoridades de procuración y de administración de justicia federales no se hubieran percatado de ese error procedimental, descubierto apenas ahora, ¡28 años después!, por el tribunal que amparó al excarcelado.
Sin embargo, aun cuando Caro Quintero quedó libre por esa razón jurídica, no se puede decir, en rigor, que sus delitos hayan quedado impunes. El excapo estuvo preso 28 años, tiempo que corresponde aproximadamente a la máxima pena privativa de libertad que se establece en numerosos países europeos para los delitos más graves.
Un hombre que entra a la cárcel a los 32 años y sale a los 60, habiendo compurgado una parte considerable de su pena en un reclusorio de alta seguridad, es un hombre acabado, una sombra de lo que fue al ser detenido. Una persona de 60 años en la actualidad puede estar en plenitud si, además de gozar de salud, ha llevado una vida satisfactoria, grata, amable; pero quien ha estado en el tambo casi 30 años sale convertido en un fantasma de sí mismo.
Caro Quintero hubiera estado preso 12 años más. Hubiera salido de prisión a los 72 años, ya viejo y aún más avejentado por los rigores de una cárcel sumamente severa, o hubiera muerto en reclusión, y sin duda se lo habría tenido ampliamente merecido.
Sin embargo, aun con esa liberación anticipada, nadie que sepa lo que es la cárcel podrá negar que sus acciones criminales fueron castigadas con una pena nada benigna. Es verdad: lo que hizo Caro Quintero es algo monstruoso. ¿Qué pena merece quien tortura brutalmente a su víctima antes de matarla? En la ley del talión, tendría que torturársele de forma igualmente brutal y después ejecutársele. Ésa sería una impecable justicia retributiva: el daño causado que se hace sufrir al criminal es idéntico al daño que causó.
Pero el derecho penal de los países con mayor avance en su proceso civilizatorio hace más de dos siglos desecharon esa clase de castigos. De las penas aceptables en los países civilizados, la prisión es la más dura. Estar reducido a un espacio mínimo, el asfixiante terreno del reclusorio, y sujeto a reglas estrictas durante casi tres décadas es un castigo riguroso y devastador.
De todos modos, queda el sinsabor de que el legendario capo abandonó la cárcel sin haber compurgado totalmente su pena por un yerro que merecería ocupar un lugar en la historia universal del absurdo: Caro Quintero escapó de prisión legalmente.