Introducción a la historia, por Marc Bloch (fragmento)

«Papá, explícame para qué sirve la historia», pedía hace algunos años a su padre, que era historiador, un muchachito allegado mío. Quisiera poder decir que este libro es mi respuesta. Porque no alcanzo a imaginar mayor halago para un escritor que saber hablar por igual a los doctos y a los escolares. Pero reconozco que tal sencillez solo es privilegio de unos cuantos elegidos. Por lo menos conservaré aquí con mucho gusto, como epígrafe, esta pregunta de un niño cuya sed de saber acaso no haya logrado apagar de momento. Algunos pensarán, sin duda, que es una fórmula ingenua; a mí, por el contrario, me parece del todo pertinente. El problema que plantea, con la embarazosa desenvoltura de esta edad implacable, es nada menos que el de la legitimidad de la historia.

Ya tenemos, pues, al historiador obligado a rendir cuentas. Pero no se aventurará a hacerlo sin sentir un ligero temblor interior: ¿qué artesano, envejecido en su oficio, no se ha preguntado alguna vez, con un ligero estremecimiento, si ha empleado juiciosamente su vida? Mas el debate sobrepasa en mucho los pequeños escrúpulos de una moral corporativa, e interesa a toda nuestra civilización occidental.

Porque contra lo que ocurre con otros tipos de cultura, ha esperado siempre demasiado de su memoria. Todo lo conducía a ello: la herencia cristiana como la herencia clásica. Los griegos y los latinos —nuestros primeros maestros— eran pueblos historiógrafos. El cristianismo es una religión de historiadores. Otros sistemas religiosos han podido fundar sus creencias y sus ritos en una mitología más o menos exterior al tiempo humano. Por libros sagrados, tienen los cristianos libros de historia, y sus liturgias conmemoran, con los episodios de la vida terrestre de un Dios, los fastos de la Iglesia y de los santos. El cristianismo es además histórico en otro sentido, quizá más profundo: colocado entre la Caída y el Juicio Final, el destino de la humanidad representa, a sus ojos, una larga aventura, de la cual cada destino, cada «peregrinación» individual, ofrece, a su vez, el reflejo; en la duración y, por lo tanto, en la historia, eje central de toda meditación cristiana, se desarrolla el gran drama del Pecado y de la Redención. Nuestro arte, nuestros monumentos literarios, están llenos de los ecos del pasado; nuestros hombres de acción tienen constantemente en los labios sus lecciones, reales o imaginarias.

Convendría, sin duda, señalar más de un matiz en la psicología de los grupos. Hace mucho tiempo que lo observó Cournot; eternamente inclinados a reconstruir el mundo sobre las líneas de la razón, los franceses en conjunto viven sus recuerdos colectivos con mucha menor intensidad que los alemanes, por ejemplo. Es también indudable que las civilizaciones pueden cambiar; no se concibe, como hecho en sí, que la nuestra no se aparte un día de la historia. Los historiadores deberán reflexionar sobre ello. Porque es posible que, si no nos ponemos en guardia, la llamada historia mal entendida acabe por desacreditar a la historia mejor comprendida. Pero si llegáramos a eso alguna vez, sería a costa de una profunda ruptura con nuestras más constantes tradiciones intelectuales.

De momento en esta cuestión no hemos pasado todavía de la etapa del examen de conciencia. Cada vez que nuestras estrictas sociedades, que se hallan en perpetua crisis de crecimiento, se ponen a dudar de sí mismas, se las ve preguntarse si han tenido razón al interrogar a su pasado o si lo han interrogado bien. Leed lo que se escribía antes de la guerra, lo que todavía puede escribirse hoy: entre las inquietudes difusas del tiempo presente oiréis, casi infaliblemente, la voz de esta inquietud mezclada con las otras. En pleno drama me ha sido dado recoger el eco espontáneo de ello. Era en junio de 1940, el mismo día, si mal no me acuerdo, de la entrada de los alemanes a París. En el jardín normando en que nuestro Estado Mayor, privado de fuerzas, arrastraba su ocio, remachábamos sobre las causas del desastre: «¿Habrá que pensar que nos ha engañado la historia?», murmuró uno de nosotros. Así la angustia del hombre hecho y derecho se unía, con su acento más amargo, a la sencilla curiosidad del jovenzuelo. Hay que responder a una y a otra.

Sin embargo, conviene saber qué quiere decir esa palabra «servir». Pero antes de examinarla quiero agregar unas palabras de excusa. Las circunstancias de mi vida presente, la imposibilidad en que me encuentro de usar una gran biblioteca, la pérdida de mis propios libros, me obligan a fiarme demasiado de mis notas y de mis experiencias. Con demasiada frecuencia me están prohibidas las lecturas complementarias, las verificaciones a que me obligan las leyes mismas del oficio del que me propongo describir las prácticas. ¿Podré, algún día, llenar estas lagunas? Temo que nunca del todo. A este respecto, no puedo menos de solicitar indulgencia del lector y, diría, «declararme culpable», si ello no implicara echar sobre mí más de lo que es justo, las faltas del destino.

Es verdad que, incluso si hubiera que considerar a la historia incapaz de otros servicios, por lo menos podría decirse en su favor que distrae. O, para ser más exacto —puesto que cada uno busca sus distracciones donde quiere—, que así se lo parece a gran número de personas. Personalmente, hasta donde pueden llegar mis recuerdos, siempre me ha divertido mucho. En ello no creo diferenciarme de los demás historiadores que, si no es por esta, ¿por qué razón se han dedicado a la historia? Para quien no sea un tonto de marca mayor, todas las ciencias son interesantes. Pero cada sabio solo encuentra una cuyo cultivo le divierte. Descubrirla para consagrarse a ella es propiamente lo que se llama vocación.

Por sí mismo, por lo demás, este indiscutible atractivo de la historia merece ya que nos detengamos a reflexionar.

Ante todo, como germen y como aguijón, su papel ha sido y sigue siendo capital. Antes que el deseo de conocimiento, el simple gusto; antes que la obra científica plenamente consciente de sus fines, el instinto que conduce a ella: la evolución de nuestro comportamiento intelectual abunda en filiaciones de esta clase. Hasta en terrenos como el de la física, los primeros pasos deben mucho a las «colecciones de curiosidades». Hemos visto, incluso, figurar a los pequeños goces de las antiguallas en la cuna de más de una orientación de estudios, que poco a poco se ha cargado de seriedad. Esa es la génesis de la arqueología y, más recientemente, del folklore. Los lectores de Alejandro Dumas no son, quizás, sino historiadores en potencia, a los que solo falta la educación necesaria para darse un placer más puro, y, a mi juicio, más agudo: el del color verdadero.

Si, por otra parte, este encanto está muy lejos de acabarse, en cuanto da principio la investigación metódica, con sus necesarias austeridades; si, entonces, por el contrario —como pueden testimoniar todos los verdaderos historiadores—, gana todavía en vivacidad y en plenitud, nada hay en ello que, en cierto sentido, no valga para cualquier trabajo del espíritu. La historia, sin embargo, tiene indudablemente sus propios placeres estéticos, que no se parecen a los de ninguna otra disciplina. Ello se debe a que el espectáculo de las actividades humanas, que forma su objeto particular, está hecho, más que otro cualquiera, para seducir la imaginación de los hombres. Sobre todo cuando, gracias a su alejamiento en el tiempo o en el espacio, su despliegue se atavía con las sutiles seducciones de lo extraño. El gran Leibniz nos lo ha confesado: cuando pasaba de las abstractas especulaciones de las matemáticas, o de la teodicea, a descifrar viejas cartas o viejas crónicas de la Alemania imperial, sentía, como nosotros, esa «voluptuosidad de aprender cosas singulares». Cuidémonos de quitar a nuestra ciencia su parte de poesía. Cuidémonos, sobre todo, como he descubierto en el sentimiento de algunos, de sonrojarnos por ello. Sería una formidable tontería pensar que por tan poderoso atractivo sobre la sensibilidad, tiene que ser menos capaz también de satisfacer a nuestra inteligencia.

Pero si esa historia a la que nos conduce un atractivo que siente todo el universo no tuviera más que tal atractivo para justificarse; si no fuera, en suma, más que un amable pasatiempo como el bridge o la pesca con anzuelo, ¿merecería que hiciéramos tantos esfuerzos por escribirla? Por escribirla, según lo entiendo yo, honradamente, verídicamente, y yendo en la medida de lo posible hasta los resortes más ocultos, es decir, difícilmente. El juego —escribió André Gide— no nos está ya permitido hoy; ni siquiera el de la inteligencia, añadía. Esto se escribía en 1938. En 1942, año en que me ha tocado escribir, ¡el propósito adquiere un sentido todavía más grave! A buen seguro, en un mundo que acaba de abordar la química del átomo, que comienza a sondear apenas el secreto de los espacios estelares, en nuestro pobre mundo que, justamente orgulloso de su ciencia, no logra, sin embargo, crearse un poco de felicidad, las largas minucias de la erudición histórica, harto capaces de devorar toda una vida, merecerían ser condenadas como un absurdo derroche de energías casi criminal si no condujeran más que a revestir con un poco de verdad uno de nuestros sentimientos. O será preciso desaconsejar el cultivo de la historia a todos los espíritus susceptibles de emplear mejor su tiempo en otros terrenos, o la historia tendrá que probar su legitimidad como conocimiento.

Pero aquí se plantea una nueva cuestión: ¿Qué es justamente lo que legitima un esfuerzo intelectual?

Me imaginé que nadie se atrevería hoy a decir, con los positivistas de estricta observancia, que el valor de una investigación se mide, en todo y por todo, según su aptitud para servir a la acción. La experiencia no nos ha enseñado solamente que es imposible decidir por adelantado si las especulaciones aparentemente más desinteresadas no se revelarán un día asombrosamente útiles a la práctica. Rehusar a la humanidad el derecho a investigar, a calmar su sed intelectual sin preocuparse para nada del bienestar, equivaldría a mutilarla en forma extraña. Aunque la historia fuera eternamente indiferente al homo faber o al homo politicus, bastaría para su defensa que se reconociera su necesidad para el pleno desarrollo del homo sapiens. Sin embargo, aun limitada de ese modo, la cuestión dista mucho de quedar fácilmente resuelta.

Porque la naturaleza de nuestro entendimiento lo inclina mucho menos a querer saber que a querer comprender. De donde resulta que las únicas ciencias auténticas son, según su voluntad, las que logran establecer relaciones explicativas entre los fenómenos. Lo demás no es, según la expresión de Malebranche, más que «polimatía». Ahora bien, la polimatía puede muy bien pasar por distracción o por manía. Pero hoy menos que en tiempo de Malebranche podría pasar por una de las buenas obras de la inteligencia. Independientemente incluso de toda eventual aplicación a la conducta, la historia no tendrá, pues, el derecho de reivindicar su lugar entre los conocimientos verdaderamente dignos de esfuerzo, sino en el caso de que, en vez de una simple enumeración, sin lazos y casi sin límites, nos prometa una clasificación racional y una inteligibilidad progresiva.

Es innegable, sin embargo, que siempre nos parecerá que una ciencia tiene algo de incompleto si no nos ayuda, tarde o temprano, a vivir mejor. ¿Y cómo no pensar esto aún más vivamente cuando nos referimos a la historia que, según se cree, está destinada a trabajar en provecho del hombre, ya que tiene como tema de estudio al hombre y sus actos? De hecho, una vieja tendencia a la que se supondrá por lo menos un valor instintivo, nos inclina a pedir a la historia que guíe nuestra acción; por lo tanto, a indignarnos contra ella, como el soldado vencido a que me he referido, si por casualidad parece manifestar su impotencia para hacerlo así. El problema de la utilidad de la historia, en sentido estricto, en el sentido «pragmático» de la palabra útil, no se confunde con el de su legitimidad, propiamente intelectual. Es un problema, además, que no puede plantearse sino en segundo término. Para obrar razonablemente, ¿no es necesario ante todo comprender? Pero, so pena de no responder más que a medias a las sugestiones más imperiosas del sentido común, aquel problema no puede eludirse.

Algunos de nuestros consejeros, o quienes quisieran serlo, han respondido ya a estas cuestiones. Pero solo lo han hecho para amargar nuestras esperanzas. Los más indulgentes han dicho: la historia carece de provecho y de solidez. Otros, con una severidad nada amiga de medias tintas, han dicho: es perniciosa. «El producto más peligroso elaborado por la química del intelecto», ha dicho uno de ellos, y no de los menos notorios. Estas invectivas tienen peligroso atractivo: justifican por adelantado la ignorancia. Por fortuna, para lo que subsiste aún en nosotros de curiosidad espiritual, esas censuras no carecen quizás de interés.

Pero si el debate debe ser considerado de nuevo, es necesario que lo planteemos con datos más seguros.

Porque hay una precaución que los detractores corrientes de la historia no han tenido en cuenta. Su palabra no carece ni de elocuencia ni de esprit. Pero, por lo general, han olvidado informarse con exactitud de lo que hablan. La imagen que tienen de nuestros estudios no parece haber surgido del taller. Huele más a oratoria académica que a gabinete de trabajo. Sobre todo, ha prescrito. De suerte que incluso pudiera ocurrir que toda esa palabrería se haya gastado en exorcizar a un fantasma. Nuestro esfuerzo en este dominio debe ser harto distinto. Trataremos de buscar el grado de certidumbre de los métodos que usa realmente la investigación, hasta en el humilde y delicado detalle de sus técnicas. Nuestros problemas serán los mismos que impone cotidianamente al historiador su materia. En una palabra, ante todo quisiéramos explicar cómo y por qué practica su oficio de historiador. Dejamos que el lector decida a continuación si vale la pena ejercer este oficio.

Pongamos atención, sin embargo. Así limitada y comprendida, la tarea puede pasar por sencilla solo en apariencia. Lo sería, quizás, si estuviéramos frente a una de esas artes aplicadas de las que se ha dicho todo cuando se han enumerado, una tras otra, las manipulaciones consagradas. Pero la historia no es lo mismo que la relojería o la ebanistería. Es un esfuerzo para conocer mejor; por lo tanto, una cosa en movimiento. Limitarse a describir una ciencia tal como se hace será siempre traicionarla un poco. Es mucho más importante decir cómo espera lograr hacerse progresivamente. Ahora bien, esfuerzo semejante exige de parte del analista, forzosamente, una dosis bastante amplia de selección personal. En efecto, toda ciencia se halla, en cada una de sus etapas, atravesada constantemente por tendencias divergentes, que no es posible separar sin una especie de anticipación del porvenir. No nos proponemos retroceder aquí ante esta necesidad. En materia intelectual, más que en ninguna otra, el horror de las responsabilidades no es un sentimiento muy recomendable. Sin embargo, la honradez nos imponía advertir al lector.

Asimismo, las dificultades que se presentan inevitablemente cuando se hace un estudio de los métodos, varían mucho según el punto que haya alcanzado momentáneamente una disciplina en la curva, siempre un poco irregular, de su desarrollo. Me imagino que hace cincuenta años, cuando todavía reinaba Newton como maestro, era mucho más fácil que hoy construir con el rigor de un plano arquitectónico una exposición de la mecánica. Pero la historia es todavía una fase mucho más favorable a las certidumbres.

Porque la historia no es solamente una ciencia en marcha. Es también una ciencia que se halla en la infancia: como todas las que tienen por objeto el espíritu humano, este recién llegado al campo del conocimiento racional. O, por mejor decir, vieja bajo la forma embrionaria del relato, mucho tiempo envuelta en ficciones, mucho más tiempo todavía unida a los sucesos más inmediatamente captables, es muy joven como empresa razonada de análisis. Se esfuerza por penetrar en fin por debajo de los hechos de la superficie; por rechazar, después de las seducciones de la leyenda o de la retórica, los venenos, hoy más peligrosos, de la rutina erudita y del empirismo disfrazado de sentido común. No ha superado aún, en algunos problemas esenciales de su método, los primeros tanteos. Razón por la cual Fustel de Coulanges y, antes que él, Bayle no estaban, sin duda, totalmente equivocados cuando la llamaban «la más difícil de todas las ciencias».

¿Pero es esto una ilusión? Por incierta que siga siendo en tantos puntos nuestra ruta, me parece que estamos actualmente mejor situados que nuestros predecesores inmediatos para ver con mayor claridad.

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Fuente:
Bloch, Marc. Introducción a la historia. México, FCE, 1952, pp.9-16.