Sin embargo, me dirá algún seguidor de Epicuro, ¿qué es lo que se opone a que la virtud y el placer puedan confundirse en una sola cosa, y que el bien supremo se convierta en algo que al mismo tiempo sea honesto y agradable? Porque no puede existir una parte de lo honesto, sino lo honesto: ni tampoco el bien supremo tendrá toda su pureza si observa algo en sí mismo que sea diferente a lo mejor. Ni siquiera el gozo que nace de la virtud, aunque no deje de ser un bien, sin embargo, no forma parte del bien absoluto, como tampoco lo son la alegría y la tranquilidad, aunque tengan su origen en causas muy hermosas. Ciertamente que son bienes estas cosas, pero lo son como consecuencia del bien sumo, no porque compartan la supremacía del summum. Pero aquellos que proclaman la unificación de la virtud y el placer, y ni siquiera en igualdad de derechos, por la fragilidad de uno de los bienes, debilita todo lo que de fortaleza hay en el otro, y precisamente así anulan aquella libertad, que sería invencible, si no hubiera conocido otra cosa superior a ella misma y de más valor, y la someten al yugo. Pues comienza a serle necesaria la fortuna (lo que constituye la máxima esclavitud); a continuación viene una vida ansiosa, de todo se sospecha, llena de alarmas, temerosa de lo que pueda suceder y pendiente en cualquier momento de las circunstancias. No das a la virtud una base fija e inmutable, sino que la obligas a estar firme sobre algo que se mueve. ¿Qué hay, pues, tan voluble, como la espera de las casualidades, el capricho de los cuerpos y la multitud y variedad de las cosas que lo afectan? ¿Cómo podrá éste obedecer a dios, ni recibir con buen espíritu lo que le sucede, ni quejarse del destino, interpretando favorablemente sus desventuras, si se siente excitado a la menor picadura de los placeres o de los dolores? Pero, realmente, tampoco es un buen protector de la patria, ni la querrá vengar, ni saldrá en defensa de sus amigos, si se inclina a los deleites. Es necesario colocar el bien supremo en un lugar tan elevado que ninguna fuerza humana pueda derribarlo: allí a donde no tengan acceso ni el dolor, ni la esperanza, ni el temor, ni cosa alguna que pueda causar deterioro en los atributos del sumo bien. Desde luego, solamente la virtud puede subir allí; aquella cuesta ha de ser dominada al paso de ésta: la virtud resistirá con entereza y soportará todo lo que sucediere; y no sólo con paciencia, sino con gusto: comprenderá que toda dificultad de los tiempos es una ley de la naturaleza. Como hace un buen soldado, se aguantará las heridas, contará sus cicatrices y, atravesado por los dardos, al morir pensará en su general, por cuya causa muere; de la misma manera la virtud tendrá presente en su espíritu aquel viejo precepto: «Sigue a dios.» En cambio, aquel que se queja y llora y gime, se ve obligado a cumplir las órdenes a la fuerza, y, poco menos que contra su voluntad, es arrastrado a la obediencia. En realidad, ¿no supone una locura esperar a ser arrastrado antes que seguir con buena voluntad? Tanto, a fe mía, como afligirse, por ignorancia y desconocimiento de su condición, de que le sucedió algo más amargo, o bien admirarse, o indignarse por aquellas cosas que suceden lo mismo a los buenos que a los malos: me refiero a las enfermedades, defunciones, mutilaciones y todas las demás cosas que se presentan atravesadas en la vida humana. Todo aquello que necesariamente nos toca padecer por la constitución natural del universo, ha de ser aceptado con buena disposición; nos hemos obligado a cumplir con esta carga sagrada de soportar la mortalidad de las cosas, y también a no dejarnos maltratar por aquello que no podemos evitar, por exceder los límites de nuestras fuerzas. Éste es el reino en que hemos nacido: obedecer a dios constituye nuestra libertad.
Fuente:
Séneca. Sobre la felicidad, 5ª edición. Madrid, editorial Edaf, 2002.