Juan Guaidó acertó al dar su primer mandato al ejército de su país: “Hoy te doy una orden: no dispares al pueblo de Venezuela, a los que de manera clara, constitucional, han salido a defender a tu familia, a tu pueblo, tu trabajo, tu sustento. Hoy, soldado de Venezuela, te doy una orden: no reprimas manifestaciones pacíficas”.
El mandamiento no podía ser más oportuno, más necesario, más humanitario: es moral y jurídicamente inaceptable que se siga asesinando a quienes protestan en las calles contra el tirano que ha privado a los venezolanos de las libertades democráticas, de alimentos, medicinas e insumos médicos, y ha sumido a su país en una crisis humanitaria.
Como advierte el siempre meticuloso Raúl Trejo Delarbre (La Crónica de hoy, 28 de enero), Guaidó no se proclamó presidente de su país, como con ignara ligereza han dicho muchos medios de comunicación, pues la Constitución venezolana faculta al presidente de la Asamblea Nacional para asumir la titularidad del gobierno cuando, al terminar la gestión de un presidente, no hay sucesor legítimamente designado.
En las mentes más pobres el poder genera adicción. No le basta a Nicolás Maduro que su gobierno haya hundido a su patria: está obstinado en seguir gobernando aun cuando su gestión haya sido desastrosa y se sostenga en el poder exclusivamente por el apoyo de la cúpula militar. No le importa el sufrimiento que ha causado: su objetivo es conservar el control del país a cualquier precio.
Pero, como en los casos de otros gobernantes criminales, no es sólo la adicción lo que hace a Maduro aferrarse al gobierno. Teme por su suerte una vez que sea depuesto. Si se le juzgara por los delitos que ha cometido desde el poder, no le alcanzaría lo que le queda de vida para compurgar la condena que se le impondría. Por eso Guaidó ha anunciado que estaría dispuesto a promover una amnistía que dejaría sin castigo a la camarilla chavista. Lo que importa es que esa pandilla deje de causar daño a Venezuela.
Por supuesto, al dejar el gobierno, Maduro y sus secuaces no podrían vivir en su propio país. El repudio de sus compatriotas sería tan intenso como atroz han sido los padecimientos de los venezolanos a partir del gobierno de Hugo Chávez. Tendrían que exiliarse. Podrían irse a Cuba, donde seguramente a Maduro se le recibiría como un héroe, a China o a Rusia, y desde allí pregonar que su caída se debió a la intervención del imperialismo yanqui.
La desesperación de los venezolanos ha llegado a extremos dramáticos. Piensen, la lectora y el lector, la zozobra que les causaría tener que estar al acecho de la comida o la medicina indispensables para subsistir, salir a la calle en un país en el que la incidencia de homicidios dolosos es cuatro veces más alta que la de México —la mitad cometida por la policía—, o separarse de los seres queridos que prefieren escapar de una situación insoportable.
Por eso, cientos de miles han salido de sus casas a manifestarse contra el dictadorzuelo, venciendo el temor a ser asesinados o detenidos y torturados, pues humanamente no es tolerable que los gobernantes de facto, cómplices de narcoterroristas a los que han dado protección y apoyo, sigan haciendo de las suyas sin que les pesen las penurias de sus gobernados.
No hay nada seguro sobre lo que sucederá en Venezuela en los próximos días, semanas o meses. El curso de los acontecimientos sociales —como el de la vida de cada ser humano— depende de multitud de circunstancias. La opción deseable es, como ha señalado la Unión Europea, la pronta realización de “elecciones libres, transparentes y creíbles, de acuerdo con los estándares democráticos internacionales”.
La postura del gobierno mexicano es deplorable. El viva México en los labios del tirano me provocó náusea: es un agravio para los mexicanos que creemos en los valores democráticos y en los valores éticos. Nuestro gobierno se ha alineado con los regímenes autoritarios en vez de tomar partido por la ciudadanía venezolana y la causa de los derechos humanos.
No se alzó en el partido gobernante ni en sus partidos aliados una sola voz contraria a esa postura, lo que muestra que el poder no sólo tiene adictos sino también incondicionales. Me da miedo.