Sin que se le explicara jamás el motivo, Pablo Milanés fue recluido entre 1965 y 1967 en un campo de concentración de la provincia de Camagüey, donde se le obligaba a trabajar desde las cinco de la madrugada hasta el anochecer. Otras 40 mil personas sufrían el mismo trato. La Revolución Cubana quería forjar al hombre nuevo, y todo aquel que no correspondiera al ideal revolucionario era considerado un enemigo del régimen. No sólo se persiguió a los disidentes políticos, sino que las medidas represivas se dirigieron, incluso, contra homosexuales, religiosos y todos aquellos que no se adecuaban a los parámetros revolucionarios. A muchos homosexuales se les despidió de su trabajo y se les confiscó su vivienda.
A los 23 años el cofundador de la nueva trova cubana se fugó de su campamento junto con 280 compañeros y se dirigió a La Habana a denunciar la injusticia padecida con la certeza de que las más altas autoridades revolucionarias ignoraban lo que ocurría en esos sitios denominados unidades militares de ayuda a la producción. El resultado —narra el autor de canciones tan exitosas como Yolanda, El breve espacio en que no estás y Yo no te pido en entrevista con el reportero Mauricio Vicent, publicada por el diario español El País el día 14 de este mes— fue que lo enviaron preso durante dos meses a la fortaleza de La Cabaña, y luego lo internaron en otro campamento de castigo peor aun que el anterior, en el que permaneció hasta que esos lugares de trabajo forzado se disolvieron por lo escandalosa que resultaba su existencia ante la opinión internacional.
Nada de lo anterior es una novedad: todo mundo sabe que esa clase de medidas eran impuestas por el régimen cubano. Lo que estremece es que, habiéndolas sufrido en su propio pellejo, Pablo Milanés haya seguido defendiendo a la Revolución Cubana. El entrevistador le pregunta por qué. El compositor responde: “Los ideales que profesábamos eran los más puros que se podían tener en aquella época. Otra cosa hubiera sido traicionar mi pensamiento, así que, aunque se cometieran errores, vi que había que defender la idea original… y todavía la defiendo”. Milanés no está arrepentido, sino “defraudado por unos dirigentes que prometieron un mañana mejor, con felicidad, con libertades y con una prosperidad que nunca llegó en 50 años”.
La actitud del entonces joven autor tras su cautiverio inexplicado me parece similar a la del hereje que, torturado en el potro de la Santa Inquisición, seguía fiel a los preceptos de su Iglesia que atormentando su cuerpo pretendía salvar su alma. ¿Simple error tener decenas de miles de personas privadas de su libertad y sometidas a trabajo esclavo? ¿Y los fusilamientos, la cancelación de libertades democráticas, la prohibición de salir del país, los juicios y las severas condenas a disidentes no violentos? ¿Todo eso formaba parte de la ruta al paraíso? ¿Todo eso era necesario para lograr el prometido mañana mejor?
En El hombre rebelde, Albert Camus explica hasta qué punto la búsqueda del absoluto puede convertirse en justificación para pisotear los derechos humanos más elementales. Sostiene que en política deben ser los medios los que justifiquen el fin y no al revés. Hoy reverenciado, en sus días Camus era fustigado por la izquierda y la derecha radicales. Pero su lección es inobjetable: lo que hay que defender no son banderías partidarias, sino principios y argumentos. Ω