Tenemos derecho a la vida, pero no debiera ser una obligación soportarla a cualquier precio. De ahí que razonablemente la eutanasia no deba considerarse delito. Más aún: habría que considerar el acceso a la muerte con asistencia médica como un derecho.
Pocas escenas me han conmovido tanto. En su domicilio conyugal, en Aravaca, Madrid, Ángel, de 69 años, le dice con delicadeza a María José, de 61, quien padecía esclerosis múltiple desde hacía 30: “Vamos a grabar este video porque es muy importante para que quede constancia…. ¿Sigues con la idea de que quieres suicidarte?”. Ella responde que sí desde la cama en que yace, con notoria dificultad para pronunciar ese solo monosílabo.
Ángel le pregunta: “¿Sabes que te tengo que ayudar yo? Que no hay nadie más que te pueda ayudar, y además no estaría bien que… Me lo has pedido muchas veces… yo confiaba en que se iba a aprobar lo de la eutanasia, pero claro, visto lo visto… ¿Entonces insistes en que quieres suicidarte?… Vamos a ver: ¿quieres que lo prepare y que lo hagamos mañana?”. Ella no duda: “Sí”. Él expresa una inquietud: “Lo único que me preocupa es que no puedas ingerir el líquido porque tienes problemas de deglución… Te voy a dar lo que con mucho esfuerzo, cuando todavía podías un poco manejar tus manos, conseguiste a través de internet…”. Ella está resuelta: “Sí”.
Al día siguiente Ángel vuelve a encender la cámara. “Bueno, María José, ha llegado el momento que tanto deseabas. Yo te voy a prestar mis manos, eso que tú no puedes. Primero vamos a probar con un poquito de agua porque no sé si puedes tragar…”. Ella bebe con un popote. Él la mira con infinita ternura: “Pues adelante. A ver, dame la mano que quiero notar la ausencia definitiva de tu sufrimiento. Tranquila, ahora te dormirás enseguida”.
Después de pasar los videos, la televisión exhibió fotografías de los cónyuges cuando eran jóvenes, estaban sanos y tenían, como suele decirse, toda la vida por delante. María José había sido una mujer bellísima, y Ángel era un hombre apuesto. Se les ve alegres, entusiastas, enamorados.
Una vez realizado el reiterado deseo de María José, Ángel llamó a la policía, narró lo que había hecho e indicó que quería entregarse.
La muerte es un mal que nos aterra porque al morir perdemos todo. Pero hay algo peor que la muerte: el sufrimiento atroz, sin esperanza alguna de volver a gozar de los dones que ofrece la vida. No sólo el dolor físico puede alcanzar límites insufribles: también el sicológico, por las condiciones en que se vive y el saber que se seguirá viviendo así por un lapso indeterminado que quizá se alargue por años.
La vida es un tesoro invaluable si y sólo si podemos disfrutarla. Cuando se vuelve un tormento constante no sólo deja de ser un bien, sino se convierte en un castigo inaguantable. Tenemos derecho a la vida, pero no debiera ser una obligación soportarla a cualquier precio. De ahí que razonablemente la eutanasia no deba considerarse delito. Más aún: habría que considerar el acceso a la muerte con asistencia médica como un derecho, una ampliación del catálogo de los derechos humanos.
En derecho comparado se prevén dos opciones: la eutanasia directa, que consiste en provocar la muerte del paciente generalmente con una inyección, y la ayuda al suicidio, facilitándole los medios para que él mismo acabe con su vida. En ambos casos se utilizan fármacos de acción rápida e indolora.
La eutanasia es distinta del derecho del paciente a rechazar los tratamientos y soportes vitales que lo mantienen con vida, rechazo que se puede manifestar ejerciendo la denominada voluntad anticipada —regulada en cerca de la mitad de las entidades del país—, mediante la cual una persona mayor de edad expresa su decisión de ser sometida o no a medios o tratamientos que pretendan prolongar su vida si se encontrara en estado terminal y fuera imposible mantenerla viva de manera natural.
Quien quiere morir porque su existencia se ha vuelto un infierno y está imposibilitado de quitarse la vida sin ayuda, queda atrapado en una jaula que es su propio cuerpo, el cual no responde a su voluntad. Imponerle la continuación del suplicio a quien se halla en tal situación no es una actitud humanitaria, sino una crueldad sin sentido. Ángel no sólo libró a su mujer de un padecimiento inclemente. Al grabar los diálogos y entregarse a la policía, su conducta trascendió su acto de amor y compasión: mostró ante el mundo lo absurdo y desalmado que es criminalizar la eutanasia en vez de consagrar como un derecho humano el acceso a una muerte médicamente asistida.