Ante el auditorio completamente lleno del Centro Universitario Cultural —el famoso CUC dominico de mis años estudiantiles, a unos pasos de Ciudad Universitaria, donde se podía ver muy buen cine así como escuchar a magníficos cantantes, músicos y conferencistas, y comer razonablemente bien por un precio módico—, José Luis Cuevas sacó el peine de su bolsillo y, deleitosamente, lo pasó una y otra vez sobre su fleco durante toda su conferencia.
Él podía hacer lo que se le viniera en gana en cualquier lugar, pues era, aún joven, un pintor legendario, el enfant terrible que había emprendido la más ácida crítica contra los muralistas de la Escuela Mexicana de Pintura, todos ellos vacas sagradas, y dibujaba pesadillas, monstruos y esperpentos que parecían imágenes de nuestros temores, nuestras fobias, nuestras angustias.
Sus trabajos entusiasmaban a Gironella, a Vlady, a Carlos Fuentes, a José de la Colina y a otros muchos artistas e intelectuales, que veían en su obra algo así como los personajes de una comedia grotesca como es la comedia humana.
Al finalizar la conferencia, una muchacha guapa le preguntó:
—¿Qué es lo primero que observa en una mujer?
El público, formado por estudiantes, esperaba una respuesta engoladamente intelectual, del tipo de “su inteligencia”, “su sensibilidad”, “su compromiso social”, “su talento”.
Cuevas contestó:
—Las piernas.
Nunca me gustaron sus adefesios, pero admiré su singular talento para construirse una imagen espectacular. Cuando inauguró su mural efímero en la Zona Rosa —¡ay, la de esos años sí era la Zona Rosa!—, la crema y nata de los intelectuales, los artistas y los periodistas mexicanos se dieron cita para festejar al pintor que se burlaba de los grandes muralistas.
Guapo, genial y famoso, Cuevas presumía de que se había acostado con cientos de mujeres y llevaba la cifra exacta de sus conquistas eróticas. No se sabe qué tan hermosas eran las conquistadas. Cuenta José de la Colina (Milenio, 21 de abril de 2013) que en cierta ocasión, estando en el lecho “con una mujer bonita pero extrañamente no excitante, ella, después de muchos inútiles escarceos, le chilló: ‘¡José Luis, por Dios, imagina que soy fea y jorobada!’ (como las que dibujas, pudo añadir)”.
La ostentación de sus preseas amorosas no le hizo perder el amor y la devoción de su mujer Bertha, quien permaneció con él hasta la muerte.
Pasaron los días gloriosos. El admiradísimo y mítico artista, ya en el crepúsculo de sus días, se vio de pronto como testigo indefenso de una disputa entre Beatriz, su mujer, y sus hijas. De la Colina le envió el mensaje, desde su afecto, de que lo había visto en la televisión “vivo y bravo y sereno”. Pero ya sin la vitalidad de sus años de plenitud, notoriamente debilitado, en medio del fuego cruzado de mujeres muy queridas para él, José Luis Cuevas quizá haya pensado que las alucinaciones de sus dibujos no son tan crueles como los enfados que inflige la realidad cuando uno ha sido abandonado por los dioses, por la juventud y por el ímpetu que permitía encarar con donaire y audacia tanto a los seres vivos como a los fantasmas. Ω