El delito de opinar

Desde luego que la libertad de expresión, como todas las libertades, debe tener límites, pero sólo los que impone la convivencia civilizada. No debe permitirse la calumnia (la falsa imputación de una conducta delictiva) ni la inducción a cometer  un delito o la apología de éste. Salvo esas limitaciones, las autoridades deben tolerar cualquier opinión sobre cualquier tema. Eso no significa, por supuesto, que toda opinión sea respetable. Una cosa es que las opiniones no se prohíban, y otra, muy distinta, que todas ellas merezcan respeto. Las opiniones, advierte Savater, son “todo lo que se quiera menos respetables: al ser formuladas, saltan a la palestra de la disputa, la irrisión, el escepticismo y la controversia. Afrontan el descrédito y se arriesgan a lo único peor que el descrédito, la ciega credulidad”.

Todas las opiniones son discutibles. Si no lo fueran, dejarían de ser opiniones para convertirse en dogmas o axiomas. Respetar sacramentalmente todas las opiniones haría indiscernibles las razonables de las absurdas. Por ejemplo, quien considera que los derechos humanos son un valioso producto del proceso civilizatorio cuya vigencia efectiva hay que defender no podrá tener por respetables las opiniones de que debe imponerse una religión oficial prohibiéndose todas las demás, de que deberíamos reimplantar la Santa Inquisición, o de que una persona tiene más valor que otra debido a su sexo, el color de su piel o su origen social. Quien aprecie los conocimientos científicos no juzgará respetables las opiniones de que los dinosaurios compartieron la residencia en la Tierra con los seres humanos, de que el cáncer se cura rezando con fervor tres avemarías o de que la depresión se debe a que un fantasma melancólico se instaló en el alma del deprimido.

Discutir una opinión significa someterla a las pruebas y los razonamientos que la puedan refutar o convalidar. Discutir no es el simple intercambio de juicios o prejuicios sino el diálogo en el que se exponen los propios argumentos y se escuchan los ajenos con la disposición anímica e intelectual de revisar la creencia o el parecer si existen razones convincentes. Sin esa discusión no hay avance humanístico, filosófico, científico o tecnológico, tampoco diálogo auténtico. La discusión permite examinar verdades que se creían indiscutibles y arribar a nuevos conocimientos, los que han hecho posible nuestro progreso en todos los órdenes. En una sociedad laica y democrática todas las supuestas verdades pueden someterse a discusión. Se refutan o se defienden con pruebas o argumentos, nunca con anatemas ni sanciones.

Por eso es inadmisible que el gobierno de Coahuila haya sancionado a la organización Cristo vive dictaminando que incurrió en conducta discriminatoria  porque su dirigente, el pastor Carlos Alberto Pacheco, declaró que la adopción de niños por parejas del mismo sexo “es una aberración ante los ojos de Dios, una abominación que contradice los principios de Jesús”. Se trata de una opinión. No hay en esas palabras ni calumnia ni inducción a cometer delito ni apología de éste. Es un juicio —o mejor: un prejuicio— de valor. Quienes no lo compartan pueden rebatirlo con los argumentos que consideren aptos, por ejemplo que el pastor no tiene manera de probar que esa adopción es desaprobada por Dios o contraría los principios de Jesús. Lo que resulta inadmisible es que se castigue una opinión por más que nos parezca absurda o políticamente incorrecta.