Juan José Millás
Estuve en Nueva York, adonde llegué tras rellenar, a falta de visado, un formulario verde en el que, entre otras cosas, se me preguntaba si padecía alguna enfermedad contagiosa, alguna deficiencia física o mental, o si había sido arrestado o condenado por dos o más infracciones cuya sentencia total de reclusión fuera igual o superior a cinco años. También tenían interés en saber si pretendía entrar en Estados Unidos para realizar actividades criminales o inmorales. Respondí que no a todo ello, lo mismo que a la pregunta sobré si había estado implicado en actos de espionaje o sabotaje, actividades terroristas o genocidios.
En el avión, cuando ya creía haber cumplido todos los requisitos de entrada, me dieron otro formulario, esta vez de color blanco, en el que tuve que declarar que no llevaba caracoles ni hortalizas. Llegué al hotel sobrecogido, pues nunca pude imaginar que entre la gente que viaja abundaran los criminales, los violadores, los espías y los genocidas, además de los pobres que padecen enfermedades contagiosas o deficiencias físicas o mentales. Desde luego, lo que no me cabía en la cabeza es que nadie en su sano juicio viajara con caracoles en los bolsillos.
Como estaba cansado, me metí en la cama y encendí la televisión; estaban pasando ese vídeo en el que se ve a cuatro policías blancos apalear a un negro. Me pareció entender que le habían dado ochenta bastonazos en sesenta segundos, o al revés. También dijeron que los agresores habían sido absueltos. Entonces me acordé del cuestionario verde y comprendí que los americanos intenten defenderse de violadores, criminales, terroristas y saboteadores; lo que pasa es que, como sucede tantas veces, tienen dentro el enemigo que creen que viene de fuera. Lo que no he conseguido entender todavía es lo de los caracoles.