Las leyes no bastan

Mario Bunge

Aldo, un ingeniero amigo mío que desempeña un alto cargo en una compañía transnacional de tecnología de punta, me contaba el otro día lo que le disgusta acerca de cierto país hermoso y avanzado que llamaré Z.

—Mi trabajo me gusta y gano muy bien, pero me amargo en cuanto salgo a la calle o entro en un banco o en una oficina pública. Si tengo la suerte de encontrar aparcamiento, a mi regreso encuentro a mi auto bloqueado por dos hileras de coches estacionados ilegalmente. Si hago cola en un banco, alguien que está detrás mío será invitado a romper filas por un amigo suyo que está detrás del mostrador. En una agencia estatal no conseguiré nada sin soborno. Incluso para pagar impuestos hay que hacer cola y sobornar, y esto en un país en el que la mayoría de los ricos sólo declaran un décimo de lo que ganan.

—¿Por qué te parece que es así?

—La raíz del mal es el egoísmo: ciascuno per sé. En Z, cada cual sólo se ocupa de sus propios intereses. Y esto es perjudicial incluso para los negocios.

—Pero ¿acaso los economistas no nos dicen que en el mercado libre todo empresario debe procurar maximizar sus beneficios?

—Esta es, en efecto, la teoría. Pero en la práctica no puedes hacer negocios en forma sostenida sin dar ni confiar. Tus clientes y proveedores deben poder confiar en ti, tanto como tú debes poder confiar en ellos. Incluso tus competidores tienen que poder confiar en que no les harás trastadas mayúsculas.

—Pero seguramente en Z hay leyes que impiden que las gentes actúen todo el tiempo como bribones.

—Por supuesto que hay leyes, incluso más que en cualquier otra parte.

Entre nosotros todas las actividades están reglamentadas en detalle, precisamente porque se da por sentado que todos somos culpables mientras no probemos nuestra inocencia.Ya lo había visto Tácito hace casi dos milenios: «Cuanto más se corrompe la república, tanto mayor es el número de leyes».

—¿Qué consecuencia tiene esto para el progreso?

—La consecuencia es que hay más inspectores y abogados que técnicos e ingenieros, y más tribunales que museos y escuelas técnicas. O sea, invertimos más en vigilar que en producir y aprender.

—Pero la regislación y la reglamentación ¿no resuelven al menos el problema de la corrupción?

—Al contrario, esa proliferación de reglamentos, inspectores, abogados y jueces es parte del problema. Hay demasiadas leyes y reglas externas y no hay bastantes normas internas o morales. Y, como sabes, hecha la ley, hecha la trampa.

—¿Por qué crees que esto es así?

—Porque en Z la ley ha desplazado a la moral.

—Y a su vez ¿cuál es la causa de esta sustitución de la moral por la ley?

—La que te dije hace un momento: a que cada cual sólo piensa en sí y para sí. Una sociedad de egoístas es una sociedad de enemigos mutuos que se acechan y trampean y combaten entre sí. La raíz del mal es el egoísmo. Thomas Hobbes lo dijo hace más de tres siglos.

—Sin embargo, debe haber alguna gente que se da cuenta de esto y hace algo por mejorar la situación.

—Por cierto, pero en Z se las considera generalmente como a retardados o Quijotes. La mayoría de la gente es muy cínica. Suele decir que sólo hay dos clases de seres humanos: los listos y los tontos o, como dicen los italianos, los furbi y los fessi.

—¿Cómo se los distingue?

—Es fácil. Los listos viven de los tontos, y éstos de su trabajo. Incluso en mi compañía, donde el trabajo es sagrado, tuvimos un empleado que, cuando se le reprochó su inacción, replicó indignado: «¡Pero yo soy el recomendado del Obispo!».

—Tienes una visión muy sombría de Z.

—Puede ser, pero es realista.

—Y ¿no crees que alguien puede hacer algo por cambiar esa realidad?

—Por cierto, pero no será fácil. Antes que las cosas mejoren deberán empeorar. Cuando empeoren mucho, la gente comprenderá que, a la larga, la inmoralidad no es rentable. De hecho esto ya ha empezado a ocurrir. Como sabes, mucha gente está advirtiendo que estamos pagando por las bribonadas de lo que algunos analistas socioeconómicos anglosajones han llamado the greedy 80s, los codiciosos años ochenta.

—¿Quiénes están pagando por esa codicia?

—Todo el mundo, incluso los tiburones de las finanzas. Recuerda que algunos de estos multimillonarios han ido a parar a la cárcel por violar algunas reglas del juego.

—¿Nadie les advirtió el riesgo que corrían?

—Hubo por lo menos un financista, el famoso banquero neoyorkino Félix Rohatyn, que lanzó una seria advertencia en marzo de 1987. En un artículo titulado «La peste en Wall Street», publicado en la prestigiosa revista New York Review of Books, Rohatyn advirtió contra las especulaciones imprudentes e inescrupulosas de los financistas y corredores de bolsa de la nueva generación. Predijo que, de no ponérseles coto, las bolsas de valores norteamericanas se desplomarían a corto plazo, arrastrando en su caída a las demás bolsas del mundo.

—Y ¿qué ocurrió?

—Medio año después vino el histórico «Octubre negro».

—¿Por qué no escucharon a Rohatyn?

—Porque prevalecía la política no intervencionista del gobierno de Reagan, que había ido eliminando gradualmente todas las reglamentaciones estatuidas durante el New Deal de Franklin D. Roosevelt. Además, porque Rohatyn era demócrata.

—¿Las que Lord Keynes llamó medidas necesarias para salvar al capitalismo de sí mismo?

—Exactamente. Pero Rohatyn culpó no sólo a la política de «desregulación» y a la enorme deuda fiscal contraída por el Estado durante la presidencia de Reagan, sino también a la que llamó «la ideología dominante del mercado».

—Pero todo eso se refiere a leyes y reglamentos, no a la moral.

—No lo creas. Las leyes y reglamentos se adoptan o anulan por motivos que siempre tienen algún componente moral, ya que afectan al bienestar de la gente.

—Pero ¿hizo Rohatyn alguna referencia explícita a la moral?

—Por cierto. Subrayó que buena parte del problema de Wall Street es «la ética de una profesión en que la integridad debe ser fundamental». Despotricó contra los «samurais financieros» que controlan demasiado dinero y no tienen «memoria institucional» ni «sentido de la tradición», de modo que se lanzan a riesgosas especulaciones a corto plazo.

—Tu banquero suena a predicador o reformador social.

—Ni lo uno ni lo otro. Félix Rohatyn es un banquero millonario, experto en inversiones y miembro de la famosa Comisión Trilateral. Lo que sucede es que es un hombre inteligente y recto en sus negocios.

—De modo que ¿no es furbo ni fesso?

—Exactamente. Por este motivo creo que se siente tan fuera de lugar en Wall Street como como yo en Z.

—Volvamos a la cuestión inicial: ¿qué hacer? No serás tan ingenuo como para proponer que multipliquemos los cursos de ética.

—¿Por qué no? Incluso la famosa Harvard Business School ha terminado por incorporar cursos de ética en su programa de estudios. Ha comprendido que es preciso persuadir a los futuros empresarios de que la deshonestidad es mal negocio.

—Pero seguramente no creerás que eso basta.

—De acuerdo, no basta. La educación moral empieza en el hogar.

—Pero no es fácil predicar el altruismo y la cooperación en un hogar miserable.

—No lo creas. Cuanto más pobre eres, tanto más necesitas de la ayuda ajena. Recuerda el célebre estudio de la socióloga chileno-mexicana Larissa Lomnitz, Cómo sobreviven los marginados (1975). Investigando la vida diaria de los habitantes de las «ciudades perdidas» o «villas miseria» de la ciudad de México, Lomnitz mostró que esas gentes se las arreglan intercambiando cosas y servicios, y ayudándose mutuamente.

—O sea, sobreviven practicando el trueque, así como la ayuda mutua que elogiaba el príncipe Kropotkin.

—Precisamente.Y te diré que este principio vale no sólo para los marginados sino también para las empresas.

—No entiendo. No me harás creer que los directores de grandes empresas como la tuya han resuelto asociarse en una comuna o recluirse en un monasterio benedictino.

—Es claro que no. Pero estamos aprendiendo que la competencia desatada sólo lleva a la ruina. Ya hemos empezado a formar alianzas técnicas, por las cuales intercambiamos información técnica y, más aún, nos dividimos el trabajo de investigación y desarrollo, a fin de reducir costos y plazos.

—O sea, están combinando la competencia con la cooperación.

—Eso es. Y hay más: esa cooperación involucra el respeto y la confianza recíprocos.

—En otras palabras, entre ustedes ya no podrá haber furbi ni fessi.

—Exactamente.

—Entonces deberías ser un poco más optimista.

—Tienes razón. Lo intentaré. Pero es fácil desanimarse. Fíjate en la fila de coches que se ha formado al costado del mío.

Fuente:

http://www.eduneg.net/generaciondeteoria/files/Bunge%20Mario%20-%20Capsulas.pdf