En el momento en que el gobernador de Guerrero, Rogelio Ortega, aceptó el canje de prisioneros, estaba legitimando el delito. La legitimación fue triple: por una parte, ordenó la impunidad del robo de vehículo de transporte; por otra parte, ordenó la impunidad del delito de secuestro y, finalmente, al dar esas órdenes cometió un delito que no será perseguido porque el procurador de justicia es su subalterno, es decir, actúa bajo su mando. La policía detuvo en Chilpancingo a tres normalistas por el robo de un camión de la Coca-Cola. En respuesta, un grupo de profesores de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG) privó de la libertad a dos directivos de la empresa con la finalidad de intercambiarlos por los normalistas detenidos.
La obligación del procurador era consignar a los detenidos —si contaba con las pruebas necesarias— por el robo de uso, rescatar a los directivos de la embotelladora y detener a quienes los habían capturado y a quienes los mantenían en su poder. Para llevar a cabo estas últimas acciones ni siquiera se requería orden judicial de aprehensión, pues estando las víctimas privadas de su libertad había delito flagrante, supuesto en el que no se requiere tal orden. Pero el gobernador prefiere eludir su deber de cumplir y hacer cumplir la ley, y al parecer nadie en su estado le exige que lo acate. Su justificación parece el epitafio de lo que queda del Estado de derecho en Guerrero: “En situaciones especiales el conflicto debe administrarse para buscarle cauces de solución a partir del diálogo, la negociación y el acuerdo… Si nosotros detenemos en flagrancia, in situ, a personas que se alejan, se apartan de la legalidad, y luego el movimiento retiene a otras personas, hay un momento de negociación y de diálogo para que esto vaya disminuyendo”. Entonces, en la entidad gobernada —¿gobernada?— por Ortega se puede privar de la libertad arbitrariamente a una persona y usarla como rehén para conseguir un objetivo ilícito. Eso es negociación y diálogo.
Todo delito es una conducta antisocial que amerita una condena, pero no hay que perder de vista que hay de delitos a delitos. Una cosa es tomar —el eufemismo con el que se sustituye robar— un camión, lo que afecta temporalmente el patrimonio de la víctima; y otra, muchísimo más grave, tomar a alguien como rehén. La libertad personal es un bien de mucho mayor valor que los bienes patrimoniales y, por eso, el secuestro siempre será mucho más grave que un robo de cualquier cuantía. El Código Penal de Guerrero conmina con prisión de 40 a 60 años a quien prive de la libertad a una persona con el propósito de obtener un beneficio para sí o para otro a cambio de la libertad del secuestrado.
El estado de Guerrero ha sido, desde siempre, de los más violentos del país. La tasa de homicidios es de las más altas del mundo. La marginación, la pobreza, los atavismos culturales, el vacío de autoridad, la falta de policías y ministerios públicos altamente profesionales y la escandalosa impunidad, entre otras cosas, han propiciado esa situación indeseable. Lo que (hasta donde yo sé) no había ocurrido es que un gobernador legitimara la comisión de delitos tan nocivos como el secuestro, convirtiéndola en vía propicia para que otros delitos no se castiguen. Esa legitimación puede ser una invitación de consecuencias incalculables: se pueden cometer impunemente los delitos más aborrecibles si se tiene la finalidad de que otros delitos queden también impunes. Ω