[Nota
introductoria]
Ponciano Arriaga
fue electo diputado al Congreso General en 1842; al del estado en 1847, el cual
dirigía defendiendo la causa republicana durante la intervención extranjera.
En ese mismo foro, Ponciano Arriaga desarrolló, en aquel año, antes de incorporarse nuevamente al Congreso General (1848), una intensa actividad política y legislativa, destacando su promoción para el establecimiento de las Procuradurías de Pobres.
Novedad jurídica,
especie de enjuiciamiento político popular, la institución estaba destinada a
ser un modo de defensa social ante los excesos del poder caciquil, “y con el
tiempo —como expresó el propio Arriaga— no tan solamente economizar los
padecimientos de nuestro pobre pueblo, sino también operar grandes mejoras en
su situación social, en sus costumbres, en sus necesidades físicas y morales”.
En la Exposición de
motivos y proyecto de ley, y la Intervención ante el dictamen, referentes al
establecimiento de las Procuradurías de Pobres, se manifiesta un liberalismo
social muy avanzado que su autor, en plena madurez, habría de exhibir, más
tarde (1857, Congreso Constituyente).
Al proponer y
defender aquella institución, Ponciano Arriaga hizo una prefiguración histórica
del Estado promotor y garante del bienestar de la sociedad. Más que el
ejercicio de la caridad pública, el principal deber del Estado consistía en la
procuración de los derechos a la educación, al trabajo, a la salud, etcétera,
esto es: hacer “la felicidad proporcional del mayor número de los gobernados
que le obedecen”.
Exposición de
motivos y proyectos de ley
…Hay en medio de
nuestra sociedad una clase desvalida, menesterosa, pobre y abandonada a sí
misma. Esta clase está en las entrañas de nuestra sociedad, es la clase más
numerosa, es nuestro pueblo, es nuestra sociedad misma: se compone de todos
aquellos infelices que no habiendo tenido la suerte de heredar un patrimonio,
ni la fortuna de adquirir educación, se encuentran sumergidos en la ignorancia
y en la miseria, se ven desnudos y hambrientos, por todas partes vejados, en
todas partes oprimidos. Sobre esa clase recae por lo común no solamente el peso
y rigor de las leyes, sino también, y esto es más terrible, la arbitrariedad e
injusticia de muchas autoridades, y de muchos de los agentes públicos. ¿Qué
deben esos desgraciados a la sociedad? ¿Reciben de ella pan, sustento para sus
familias, educación para sus hijos, y un porvenir halagüeño para sus nietos?
¿Tienen la protección de sus derechos?
Y sin embargo, un hombre infeliz de entre ese pueblo comete un delito, porque quizá es necesario que lo cometa, y entonces desde el soldado o el esbirro que le prende y le maltrata, el alcaide que le encierra y le oprime, el curial que le estafa y sacrifica, el juez que le desoye y le tiraniza hasta el patíbulo, hay una espantosa y horrible cadena de sufrimientos que no le duelen, que no compadecen y lastiman sino al que los apura. ¿En qué consiste que nuestras cárceles, nuestras penas y ni nuestras injusticias alcanzan sino a cierta clase de personas? ¿Es acaso porque las que no son pobres se hallan destituidas de pasiones? ¿Es por ventura que sus pasiones están modificadas y dirigidas por la educación? y entonces ¿por qué no poner la educación al alcance de los pobres? Mi pulso tiembla al escribir que todo no puede menos que tener su origen en una profunda enfermedad social, en un cáncer mortífero que carcome el corazón de nuestra sociedad. Quiero pensar en que algún día será posible que ese mal se remedie, y bajo el evidente supuesto de que ese mal existe, limitarme a preguntar: ¿Quién tiene a su cargo el remedio? ¿A quién incumbe la protección, el amparo, la defensa de esa clase infeliz a que me refiero?
Se piensa en la Hacienda del Estado, en su milicia nacional, en todos los ramos de la administración pública: ¡loable por cierto y muy provechoso pensamiento! Pero ¿Quién piensa en nuestro infelicísimo pueblo? ¿Quién lo protege y defiende? ¿Quién indaga sus necesidades y procura remediarlas? ¿Cómo se corrigen y enmiendan las vejaciones y ultrajes que se le infieren? ¿Va la ley, va el Gobierno a la humilde choza del miserable, se para en sus puertas el agente de policía para informarse de las necesidades, de las miserias, de las injusticias, cuyas consecuencias se están experimentando en aquel oscuro y estrecho recinto? Cuando vemos por las calles una mujer cubierta de andrajos, con el semblante pálido y extenuado por las enfermedades, rodeada de sus hijos raquíticos, hambrientos y desnudos: ¿Nos ocurre preguntar: a cargo de quién está la salud de aquella madre de familia, quién la asiste y consuela en sus dolencias, quién educa a aquellos hijos? Y si llegamos a indagar que el padre de ellos se halla encerrado en una cárcel, que hace muchos años está pendiente su proceso, que se encuentra sumido en horrible miseria, que no tiene con qué abrigarse del frío, y que el juez, el alcaide, el celador de policía y hasta el alguacil le maltratan, le persiguen, la estafan y le oprimen. ¿Quién defiende a aquel desgraciado nuestro semejante? ¿Quién se encarga de reparar el agravio, de consolarle siquiera en medio de su espantoso infortunio?
Y cuando vemos a otro u otros muchos de la misma clase, rodeados de bayonetas, arrastrando los grillos, barriendo las plazas públicas, y trabajando en otras obras no menos humillantes y oprobiosas nos preguntamos: ¿esos hombres son delincuentes? ¿Estamos ciertos de que lo son? ¿Se les ha hecho justicia? ¿Se les ha juzgado conforme a las leyes? ¿Se les ha aplicado una pena proporcionada a sus delitos? ¿Se les han cobrado costas del juicio, han sido sacrificados por el cohecho de alguno que haya intervenido en su causa? ¿Se les ha insultado, se les ha oprimido? y en el evento de que se averigüe que efectivamente se han ejecutado varias injurias en la persona de algunos miserables ¿Se presenta alguno a su nombre a pedir reparación? ¿Qué hace, pues, la sociedad en favor de los pobres? Nada. ¿Cómo protege sus derechos? De ningún modo.
En la recluta para las milicias, en la exacción de contribuciones, en la aprehensión de los reos, en el cateo de sus casas, en el cobro de costas, en la sustancia y modo de los juicios, en el tiempo y forma de los procedimientos, en el tratamiento que se acostumbra en las cárceles, en los trabajos públicos y en otros muchísimos sucesos que pasan a nuestra vista, que son diarios y frecuentes ¿no es verdad que se cometen a cada momento excesos, abusos, tropelías e injusticias, y se cometen solamente contra los pobres, porque los ricos al menor agravio recibido, levantan el grito hasta los cielos, y piden y consiguen reparación, como si una de las tazas de la balanza de la justicia fuese de oro fuerte y pesado, y la otra de barro débil y quebradizo?
¿Qué hace, pues, el
hombre miserable cuando es víctima de uno de esos abusos? Calla y sufre, devora
en silencio su desdicha, apura hasta las heces la amarguísima copa de la
desventura. ¿Buscará un abogado que le defienda y patrocine? Pero hay buitres
togados que se alimentan con plata, animales insensibles en cuyas entrañas no
resuena la voz dolorosa de un hombre pobre. ¿Buscará un agente solícito y
honrado, desinteresado y pundonoroso que reclame sus derechos?… pero hallará
más bien un rábula ignorante y ratero que le estafe y le sacrifique… ¿Irá por
sí ante la presencia de un juez imparcial y recto, manso y justiciero? Los
oídos de algunos jueces sólo pueden ser heridos por un sonido… el metálico. ¿A
dónde, pues, acudirá el desvalido? ¿Qué recursos le presta la sociedad? ¿Qué
hará el pobre en medio de su desgracia?
Pequeña es mi capacidad ciertamente para que pudiese presentar a la vista del H. Congreso los tristísimos cuadros que en medio de nuestros conciudadanos pobres se ven todos los días: mucho más pequeña para emprender con éxito el remedio de los males que representan. Pero no por eso dejará mi débil palabra de emitir un voto de compasión, de consignar un recuerdo de humanidad y justicia en favor de nuestro desgraciado pueblo. Lejos de creer que los medios que propongo sean eficaces para cortar de raíz los multiplicados males que apenas puedo anunciar, he querido solamente sembrar un grano fructífero en la tierra más virgen: hacer nacer una idea benéfica en la mente del H. Congreso, que no dudo sabrá acogerla, fomentarla, darle vida y existencia, sacando de ella las útiles ventajas que deben esperarse de una Asamblea compuesta de hombres civilizados y verdaderamente liberales. Tal vez, la institución que hoy comienza, bajo mis débiles auspicios, podrá dar los más felices resultados, y con el tiempo no tan solamente economizar los padecimientos de nuestro pobre pueblo, sino también grandes mejoras en su situación social, en sus costumbres, en sus necesidades físicas y morales. Con esta esperanza, y con la de que las deliberaciones del Honorable Congreso darán a mi proyecto toda la extensión de que puede ser susceptible, me atrevo a pedir se sirvan tomar en consideración estas proposiciones.
Habrá en el Estado
tres procuradores de pobres, nombrados por el Gobierno y dotados con el sueldo
de ochocientos pesos cada uno.
Será de su
obligación ocuparse exclusivamente en la defensa de las personas desvalidas,
denunciando ante las autoridades respectivas, y pidiendo pronta e inmediata
reparación, sobre cualquiera exceso, agravio, vejación, maltratamiento o
tropelía que contra aquéllos se cometiere, ya en el orden judicial, ya en el
político o militar del Estado, bien tenga su origen de parte de alguna
autoridad, o bien de cualquiera otro funcionario o agente público.
Los procuradores de
pobres podrán quejarse de palabra, o por escrito, según lo exija la naturaleza
de la reparación, y las autoridades están obligadas a darles audiencia en todo
caso.
Para las quejas
verbales, será bastante que se presenten los procuradores acompañados del
cliente ofendido, ante el secretario, escribano público o curial del tribunal,
o autoridad que deba conocer del agravio, manifestando sencilla y verídicamente
el hecho que motiva la queja, y los datos que lo comprueben si los hubiere. El
funcionario a quien se presenten, extenderá una acta breve y clara para dar
cuenta de preferencia y en primera oportunidad.
Cuando las quejas
hayan de hacerse por escrito, serán directas, redactadas en estilo conciso y
respetuoso, excusando alegatos, no conteniendo más que la relación necesaria de
lo acontecido, y en papel común, sin otro distintivo que la firma del
secretario de Gobierno.
Recibida la queja
en uno u otro caso, las autoridades respectivas procederán sin demora a
averiguar el hecho, decretar la reparación de la injuria y aplicar el castigo
legal cuando sea justo, o a decidir la inculpabilidad de la autoridad,
funcionario o agente público de quien se interpuso la queja. En caso de que el
hecho merezca pena de gravedad, pondrán al culpable a disposición de su juez competente
para que lo juzgue, y los procuradores de pobres agitarán el más breve término
del juicio.
Los procuradores de pobres tendrán a su disposición la imprenta del Estado, con el objeto de poner en conocimiento del público, siempre que entendieren que no se les ha hecho justicia, la conducta y procedimientos de las autoridades ante quienes se quejaron. El gasto de papel en estos casos, y en los de que habla el Artículo 50 será con cargo a las rentas del Estado.
Los procuradores de
pobres, alternándose por semanas, visitarán los juzgados, oficios públicos,
cárceles y demás lugares en donde por algún motivo pueda estar interesada la
suerte de los pobres, y de oficio formularán las quejas que correspondan sobre
cuantos abusos llegaren a su noticia.
El Gobierno del
Estado proporcionará un local a propósito y en el paraje más público para
sistemar [sic] la oficina destinada a la procuraduría de pobres. En ella estará
todos los días por lo menos un procurador, desde las ocho hasta las doce de la
mañana, y desde las tres hasta las seis de la tarde, para dar audiencia y
patrocinio a cuantas personas desvalidas lo necesiten, promoviendo desde luego
lo necesario.
Las personas pobres
de cualquier punto del Estado podrán poner en noticia de los procuradores de
pobres, cualquiera exceso, abuso o injusticia que les agravie, a fin de que
estos funcionarios representen lo que convenga. Los gastos de estafeta, y otros
que se ofrezcan en éste y los demás casos que ocurran, se costearán por el
Estado.
Así las autoridades,
como cualquier individuo particular, siempre que advirtieren o tuvieren
noticias de algún exceso o agravio cometido contra persona pobre, podrán dar
aviso a sus procuradores, a fin de que cumplan con lo que previene esta ley.
Además de los
deberes señalados en los artículos anteriores para todos los casos
particulares, será de obligación de los procuradores informarse de las
necesidades de la clase pobre, solicitar de las autoridades el debido remedio,
promover la enseñanza, educación y moralidad del pueblo, y todas aquellas
mejoras sociales que alivien su miserable situación.
Con estos sagrados
objetos, tendrán aquellos funcionarios un acuerdo en sesión semanaria, pudiendo
pedir datos y noticias a todas las oficinas del Estado. Estas sesiones jamás se
declararán concluidas hasta no haber acordado alguna cosa en el sentido que
indica este artículo. Los procuradores de pobres alternarán mensualmente en la
presidencia de sus sesiones, por medio de elección verificada el día primero de
cada mes. El presidente cuidará del orden de la oficina y del cumplimiento de
los deberes que esta ley establece.
La procuración de
pobres tendrá para sus trabajos un escribiente con calidad de secretario,
dotado con cuatrocientos pesos anuales. Los procuradores se ocuparán desde
luego en el acuerdo del reglamento correspondiente que será presentado al
Congreso para su aprobación.
Para ser procurador
de pobres se necesita ser ciudadano, de sana conducta y actividad conocida, y
haber practicado por lo menos dos años en el estudio de la Jurisprudencia. El
Gobierno, al nombrar estos funcionarios, preferirá en igualdad de
circunstancias a los jóvenes más pobres.
La ley reconoce
como un distinguido mérito en los procuradores de pobres el haber desempeñado
con exactitud y diligencia sus deberes. Este mérito se tendrá presente para
cuando soliciten algún otro empleo en el Estado.
Todas las
autoridades tienen el deber de auxiliar y proteger la institución de esta ley,
a fin de que pueda corresponder a su objeto.
Cualquier individuo
del Congreso, del Tribunal de Justicia o del Gobierno, podrá visitar la
procuración de pobres, con el objeto de ver si en ella se cumple eficazmente.
Al Gobierno
corresponde corregir con multas, suspensión y hasta destitución, previa causa
justificada, las omisiones de los procuradores de pobres. El que se hiciere
digno de esta última pena, quedará inhábil para obtener otro empleo o
condecoración en el Estado…
Fuente:
El legislador Ponciano Arriaga (1811-1863). México, Cámara de
Diputados (LXI legislatura), Miguel Ángel Porrúa, 2011, pp. 59-71.