Toda la verdad

Un segmento de la sociedad mexicana no cree la versión de la Procuraduría  General de la República (PGR) sobre los hechos de Iguala y Cocula, un crimen que, por su salvajismo y la participación de servidores públicos, ha conmocionado al país y a la opinión pública internacional. Distingo entre quienes dicen no creer la explicación oficial con el objetivo de rentabilizar políticamente la tragedia y quienes sinceramente están convencidos de que no corresponde a la verdad. Debo decir que comprendo a los incrédulos. Es conocida la propensión de los ministerios públicos mexicanos a la fabricación de culpables, es decir, a incurrir en falsas acusaciones, las cuales se basan en pruebas adulteradas o se formulan sin sustento probatorio. Es la peor de las perversiones en la procuración de justicia y uno de los peores crímenes que la infamia puede soportar.

En este caso se cuenta con confesiones de líderes y sicarios de Guerreros Unidos, así como de policías municipales. Es verdad que esas confesiones pudieron obtenerse mediante tortura, lo que les quitaría todo valor. Pero están avaladas por una prueba científica de solidez inobjetable: aun en las condiciones en que quedaron los restos de las víctimas por las altas temperaturas a que fueron sometidos, fue posible identificar inequívocamente los de una de ellas, de lo que se deducen los asesinatos y la incineración de cadáveres. Ahora el Equipo Argentino de Antropología Forense ha señalado ciertas inconsistencias en la actuación de la PGR, pero ninguna de ellas desmiente esa prueba científica. Esto es lo que la PGR debió enfatizar en su refutación a dichos peritos. Lo cierto es que el relato del procurador no ha sido desmentido en lo esencial ni con pruebas ni con argumentos.

Sin embargo, hay una serie de cabos sueltos que convendría atar en pos de la credibilidad y de fortalecer aun más la investigación. Creo que resulta extraño que a casi cinco meses de los hechos no se hayan tomado las declaraciones del director de la Normal Rural de Ayotzinapa y de los estudiantes que enviaron a sus compañeros más vulnerables —los nuevos, quienes difícilmente podían oponerse a las indicaciones de los más antiguos— a un lugar en el que era sabido que correrían riesgo. Era una irregularidad que alumnos fueran comisionados a cumplir tareas no académicas fuera de su escuela. Aquel fatídico día se les dijo que irían a Chilpancingo y en el camino una llamada telefónica determinó que cambiaran la ruta hacia Iguala. Creo que es indispensable conocer los relatos de los sobrevivientes que, además de los policías, dispararon, dato desconocido hasta que lo reveló La Razón en su edición del día 9 de este mes. Creo que deben recabarse las declaraciones de los militares que pudieron enterarse de lo que estaba sucediendo, sobre todo de quienes se sabe o se sospecha que tuvieron algún contacto con las víctimas. En resumen, me parece que debe aclararse lo más que sea posible lo sucedido.

Es probable que esos testimonios no sean aptos para alterar esencialmente la narración sostenida por el procurador. Pero, por una parte, no harían daño a la indagatoria y, por otra, tratándose de un suceso tan grave, no conviene que pueda pensarse que algunas cosas no se quieren descubrir. Que se nos diga solamente la verdad y nada más que la verdad pero asimismo que se nos diga toda la verdad que la investigación sea capaz de encontrar. Ω