Mario Bunge
La historia que contaré sucedió hace casi medio siglo, cuando Grecia era aún un reino. Ocurrió en una aldea fundada por espartanos que huían de la arrolladora invasión otomana. La aldea fue llamada Lákones, en recuerdo de la tierra natal, pero los lakonides son cualquier cosa menos lacónicos.
Lákones es una aldea sin pretensiones, montada sobre una cumbre, a salvo de piratas. Sus habitantes gozarían de una vista maravillosa del Mar Jónico si lo miraran, cosa que nunca hacen. No tienen tiempo: cuando no trabajan, conversan.
Si un sociólogo me preguntara por la estratificación social de Lákones, yo le diría que todos sus habitantes son aldeanos de profesión. Solamente cuatro de ellos ejercían un oficio calificado en la época a que me refiero: Miltiades era el secretario de la comuna y de cuando en cuando pescaba a la red (porque en aquellos tiempos aun había peces); Alaxandros vendía aceite y vino, en compañía de su hermoso gallo; Yannis lograba ganarse el sustento atendiendo un minúsculo almacén, y Sokratis era el zapatero, y quien le había regalado a Miltiades su primer par de zapatos.
Los demás lakonides se contentaban con ser aldeanos: cultivaban una huertita, atendían un gallinero, y durante el otoño recogian aceitunas y juntaban leña para el fuego. ¡Ah, casi me olvidaba! También estaba el idiota del pueblo, cuya ocupación era sonreír y saludar cordialmente a todos los que pasaban por la placita microscópica, con su banco que no mira al mar sino a las casas.
Allí vivían Rápanos, su hija Irini y su burro Gáidaros. Rápanos era bajo y flaco pero forzudo. Todos los días bajaba con Gáidaros hacia la orilla del mar, donde tenía un lotecito donde estaba construyendo una casita. Si había que llevar algo, lo cargaba Rápanos. Gáidaros trabajaba solamente durante la cosecha de aceitunas.
Gáidaros no era un asno cualquiera, sino un animal espléndido: bicolor, panzón, lustroso, paciente y de buen talante. Se dirá que todos los burros son pacientes, pero esto no es cierto. El que yo tuve un verano, a los cinco años de edad, se cansó de mí a la legua de andar, me tiró al suelo pedregoso y volvió al trote a su pesebre. ¡Traidor! Gáidaros nunca lo hubiera hecho. Lo peor que solía hacer cuando se sentía muy solo era lanzar unos lúgubres rebuznos desgarradores.
Gáidaros era el mejor amigo de Rápanos y le servía de compañía. En verdad, era su única familia: el pobre hombre había enviudado, e Irini vivía con Dimitris, su marido. Yo los conocí a todos ellos: fui inquilino de Rápanos, patrón de Irini, amigo de Gáidaros, y enemigo de Dimitris.
Dimitris era la pesada cruz que llevaba Rápanos sin ayuda de Gáidaros: el muchacho hacía desgraciada a Irini, bebía, y le tenía asco al trabajo. Ni siquiera se ocupaba de recoger las aceitunas de los olivos que le había dado en dote su suegro. En aquélla época la dote era obligatoria. La ley correspondiente fue anulada recién por el primer gobierno socialista, mucho después del matrimonio de Irini con Dimitris.
Rápanos había tenido que pagar una dote mucho más elevada que la habitual, porque Irini no había tenido pretendientes. La negociación fue larga y penosa. El padre del novio era muy exigente, y eligió los mejores árboles de Rápanos. Los marcó con pintura roja, rodeado de un séquito de curiosos de todos los sexos y todas las edades.
Finalmente, el futuro consuegro accedió como de lástima: Endaxi, kanonízume, o sea: Listo, formalicemos. Rápanos, buen padre, se alegró tanto como se entristeció. Al fin y al cabo, esos árboles habían sido plantados hacía siglos, bajo el dominio veneciano, y seguramente habían producido aceite que había alumbrado a más de una góndola.
Irini debe haber tenido sus encantos, como cualquiera. Pero también tenía un defecto que los compensaba de lejos. Perdón, tendría que haber dicho peculiaridad, no defecto, ya que ella no afectaba para nada sus sentimientos ni su conducta. En todo caso, esa característica no era su culpa ni de sus padres. ¿Åcaso alguien que no sea el Todopoderoso tiene la culpa de haber nacido bizca?
En una gran ciudad, como Atenas, los bizcos pueden pasar desapercibidos. No así en Lákones. Irini era la única bizca no sólo en Lákones sino también en toda la región. Sus compañeritos de escuela se lo habían hecho saber desde el primer día de clase, con esa inocente y desinteresada crueldad propia de los niños. Irini no era fea cuando ella o uno cerraba los ojos, pero creció tímida y sin motivo para acicalarse: ninguno de los muchachos de la aldea se le acercaba.
Rápanos se empeñó en casarla, porque eso es lo que se esperaba de toda muchacha de veinte años. Pero se casó por olivos, no por amor, ni siquiera por simpatía. Y se casó con Dimitris, el vago del pueblo, no con un hombre responsable y emprendedor como Nikos, el mozo del único hotel de la región, quien se quedó con la bella Eleni; ni con Yorgos, el más apuesto, chofer de omnibús y esposo de María, la maestra. A Irini le tocó la última aceituna del barril, una acetiuna podrida.
Irini limpiaba la casita que nos alquilaba su padre y nos preparaba diariamente el almuerzo que sabía hacer: papas y berenjenas salteadas al aceite de oliva. El asado de cordero tocaba sólo en Pascua y estaba a cargo de hombres: era demasiada responsabilidad para una mujer. Ya se sabe que las mujeres están hechas para menesteres humildes, tales como criar chicos, cocinar con poco más que suspiros y procurar la protección divina.
Desde el primer día Irini apareció con manchas rojas, azules y verdes. Nos explicaba que había tropezado, o se había quemado, o había sido rasguñada por el gato. Pero un día se desató y nos confesó, en medio de un gran llanto, que todas esas magulladuras eran obra de Dimitris. Nosotros le dijimos e insistimos que tenía que divorciarse, pero esto le pareció inconcebible. ¿Vivir sin hombre pese a no haber enviudado? ¿Quién querría casarse con ella, y para peor sin dote, ya que a su padre apenas le quedaba lo indispensable para sobrevivir?
Pasado ese verano perdimos de vista a Rápanos, su hija y su burro. Pero pocos veranos después nos contaron que Irini había enviudado y había vuelto a vivir con su padre y con su fiel Gáidaros. ¿Cómo acabó Dimitris? Siga leyendo y lo sabrá.
Un buen día, contra su costumbre, Dimitris aceptó un trabajo. Tenía que ayudar al ingeniero que trabajaba en la reconstrucción de la antigua fortaleza bizantina de Angelo Kastro, montada sobre una cumbre, uno de cuyos costados cae a pique sobre el mar.
Quienquiera que se pare al borde de este precipicio debe pensar cuán fácil le sería eliminar a su peor enemigo con sólo darle un empujoncito.
Irini iba todos los mediodías a la fortaleza para llevarle el almuerzo a Dimitris. Uno de esos días, bajo un sol rajante, se oyó un ulular. Los obreros y sus compañeras, que sesteaban a la sombra de un muro, se despertaron y advirtieron que faltaba uno de ellos: Dimitris.
Yo no soy mal pensado, pero no puedo dejar de imaginar la sonrisa conejil de Irini. Nadie hubiera sospechado de esa mosquita muerta. En todo caso, no hubo investigación, porque nunca se encontró el cadáver y porque los circunstantes juraron unánimemente que Dimitris, quien había remojado demasiado su almuerzo, había dado un traspié y había caído al mar. Eso es lo más admirable de esas aldeas: la solidaridad.
Muchos años después, al entrar a un almacén, su dueña me sorprendió con una exclamación de alegría: O kirios Marios! Me costó reconocerla: era Irini, sin duda, pero estaba muy cambiada. Ya no parecía una perra apaleada. Ahora pisaba fuerte, sonreía y estaba lo mejor vestida que puede estarlo una lakonida, y no de luto. El bienestar que trasuntaba era tal que apenas se notaba aquella peculiaridad que la había marcado tan cruelmente los mejores años de su vida. Evidentemente, la viudez le sentaba muy bien. Se la había ganado.
Para que no se crea que la tragedia que acabo de contar no está a la altura de las tragedias de Esquilo, Sófocles o Eurípides, dejo constancia de que la nuestra ya ha originado dos complejos; al menos hablamos de ellos en mi familia. Complejo de Rápanos: el arrepentimiento del padre que paga por haber vendido a su hija en lugar de cobrar por esta transacción, tal como manda la Biblia (Exodo: 21). Complejo de Irini: la indecisión de una mujer que duda demasiado tiempo en deshacerse del marido que la maltrata.
Todavía no se sabe si también existe el complejo de Gáidaros, y ni siquiera sabemos en qué consiste. La cuestión queda en manos del lector imaginativo que tenga acceso a burros dispuestos a dejarse psicoanalizar sin cocear ni pagar. Ω