3. La revolución sexual. Primera fase, 1830-1930

Aspectos políticos
Definición

La expresión «revolución sexual» está tan en boga hoy en día que llega incluso a invocarse para explicar las modas socio-sexuales más triviales. Esta utilización no podría ser más cándida: en el ámbito de la política sexual, toda modificación auténticamente revolucionaria tendría que replantear esa relación de índole política que describimos entre los sexos en el capítulo dedicado a los aspectos teóricos. Teniendo en cuenta la perpetuación y universalidad del éxito alcanzado por esa red de estructuras sociales que en dicho capítulo englobamos bajo el término «patriarcado», apenas cabía imaginar que esa situación experimentaría la menor alteración. Y, sin embargo, cambió o, al menos, empezó a hacerlo. Durante cerca de un siglo, pareció que la organización de la sociedad humana estaba a punto de sufrir una revisión radical, mucho más honda que todas las anteriores. Hasta el mismo patriarcado, piedra angular de nuestra civilización, daba muestras de un desmoronamiento inminente. Sin embargo, no se consumó la evolución conjeturada: a las reformas de la primera fase sucedió la reacción. Pese a ello, el fermento de la revolución trajo consigo cambios sustanciales.

Precisamente porque el citado periodo no concluyó la transformación drástica que parecía prometer, conviene, ante todo, reflexionar sobre los aspectos que necesariamente abarcaría una revolución sexual realizada por completo. Sin duda, una descripción teórica nos ayudará a apreciar los desaciertos de la primera fase y, por otra parte, guiará nuestros pasos en el futuro, ya que es de esperar que la reacción que se produjo tras las primeras décadas del siglo xx ceda próximamente ante una nueva vivificación del espíritu revolucionario.

Una revolución sexual requeriría, como primera medida, la desaparición de los tabúes e inhibiciones sexuales que coartan las actividades que más seriamente amenazan la institución patriarcal del matrimonio monogámico: la homosexualidad, la «ilegitimidad», las relaciones entre adolescentes y la sexualidad prematrimonial y extramatrimonial. Asimismo tendría que eliminar el halo negativo construido en torno a la actividad sexual, así como la dualidad normativa y la prostitución. El objetivo de la revolución consistiría en establecer un código moral único y permisivo basado en la libertad sexual y ajeno a la corrupción que representan las alianzas sexuales tradicionales, fundadas sobre la tosca explotación económica.

Ahora bien, el primer paso de la revolución sexual tendría que consistir en abrogar la institución del patriarcado, aboliendo tanto la Ideología de la supremacía masculina como la organización social que la mantiene en todo lo concerniente a la posición, el papel social y el temperamento. Ello acarrearía la integración de las subculturas sexuales y la asimilación recíproca de dos campos, hasta entonces inconexos, de la experiencia humana. Se reexaminarían también los rasgos clasificados en la actualidad bajo el epígrafe «masculino» o «femenino», sopesando con objetividad el valor humano de cada uno de ellos: la violencia tan fomentada en los varones y la excesiva pasividad, calificada de «femenina», se revelarían inútiles en uno y otro sexo; la eficacia e intelectualidad del temperamento «masculino» y la delicadeza y consideración propiamente «femeninas» se estimarían, por el contrario, igualmente deseables en ambos.

Todos estos cambios repercutirían con violencia sobre la familia patriarcal, basada en la propiedad. La derogación del papel sexual y la total independencia económica de la mujer destruirían tanto su autoridad como su estructura económica. También pondrían fin a la subordinación material y dependencia legal de los menores respecto al cabeza de familia. La organización colectiva (y la subsiguiente mejora) del cuidado de los niños socavaría todavía más la estructura familiar y respaldaría la liberación de la mujer. El matrimonio quedaría sustituido por una asociación voluntaria (siempre y cuando ésta fuese deseada). Por último, el problema del exceso de población, tan estrechamente vinculado a la emancipación de la mujer, dejaría de constituir el dilema insoluble que es hoy en día.

Tales conjeturas nos han alejado considerablemente del periodo que nos habíamos propuesto analizar. ¿Puede acaso vislumbrarse en dicho periodo un comienzo de revolución sexual? Teniendo en cuenta la acusada inhibición de la época victoriana, cabría poner en duda los logros conseguidos entre 1830 y 1930 en el campo de la liberación sexual. Y, sin embargo, conviene recordar que, para salir de la crisis alcanzada durante la etapa victoriana por la supresión dela sexualidad, encarnada por la pudibundez, no había más camino que la relajación. Las tres últimas décadas del siglo XIX y las tres primeras del XX presenciaron un notable aumento de la libertad sexual de ambos sexos y, en particular, de las mujeres, quienes hasta entonces se habían visto frenadas por la amenaza de ver profundamente menoscabada su reputación, en una sociedad que imponía duras sanciones como castigo de la ilegitimidad. Durante lo que hemos denominado primera fase de la revolución se llegó a cierto grado de libertad e igualdad sexuales, como fruto de una larga lucha por implantar un código moral único. Conviene subrayar que la actitud demostrada a este respecto por la sociedad victoriana puede parecernos ilógica: si bien se esforzó por aliviar la carga de la «mujer deshonrada», trató, con cándido optimismo, de inculcar a los chicos el mismo ideal de «pureza» que a las chicas.

Ahora bien, por ridículas que resulten sus contradicciones, hay que reconocer que la época victoriana representa el primer intento histórico por afrontar y resolver el problema de la dualidad de criterios y por mitigar la situación inhumana de las prostitutas. Un conocimiento superficial del periodo reaccionario que sucedió a la primera fase podría inducirnos a considerarla un apogeo de libertad sexual. Y, no obstante, casi se limitó a continuar o difundir los progresos alcanzados con anterioridad, que se vieron desviados hacia nuevos fines patriarcales y adquirieron un nuevo matiz explotador. Cualquier aumento de libertad sexual conseguido por la mujer entre 1930 y 1960(tras el marcado incremento con que había concluido la primera fase) no se debió propiamente a los cambios sociales, sino más bien a las mejoras tecnológicas introducidas en la fabricación de métodos anticonceptivos, así como a su proliferación. (Señalemos que la expansión del método más eficaz –«la píldora»– cae fuera del período contrarrevolucionario). Salvo en lo que atañe a este importante punto, la «Mujer Nueva» de los años 20 gozaba, cuando menos, de tanta libertad sexual como la mujer de los años 50.

El problema más espinoso con que tropezó la primera fase fue el enfrentamiento con la estructura del patriarcado y el impulso de las ingentes transformaciones que una revolución sexual había de llevar a cabo en los ámbitos del temperamento, el papel y la posición. Es preciso dejar claro que el campo de batalla de la revolución sexual abarca en mayor grado la conciencia humana que las instituciones sociales. El patriarcado se halla tan firmemente enraizado, que la estructura característica que ha creado en ambos sexos no constituye solamente un sistema político, sino también, y sobre todo, un hábito mental y una forma de vida. La primera fase atacó tanto a los hábitos mentales como a las estructuras políticas, pero tuvo mayor éxito con éstas, y por ello flaqueó ante las primeras acometidas de la reacción, sin llegar a alcanzar su objetivo revolucionario. Sin embargo, ya que su meta era lograr una modificación de las formas de vida mucho más radical que la conseguida por la mayoría de las revoluciones políticas, esta renovación, básicamente cultural, cobró el aspecto de una transformación lenta más parecida a la gradual pero profunda metamorfosis originada por la Revolución industrial o el desarrollo de la burguesía, que a las rebeliones espasmódicas (seguidas por una reacción todavía más acusada) a que dio lugar la Revolución Francesa. Como resultado de la rápida instauración del periodo reaccionario, la primera fase de la revolución sexual quedó bruscamente interrumpida y, al igual que un móvil obligado a detenerse en la mitad de su trayectoria, no llegó siquiera a consumir la energía de su impulso inicial. Basta recordar que su fuerza no se ha reavivado hasta hace sólo cinco años, es decir, tras cuatro décadas de letargo, para apreciar cuán heterogéneo y reciente es el fenómeno que estamos tratando de describir, y cuán recalcitrante frente a la precisión que los historiadores intentan imponer a otros acontecimientos más concretos o distantes.

Conviene destacar el hecho de que las personas que más directamente se vieron afectadas por la revolución sexual por lo general no alcanzaron a comprenderla de modo sistemático ni a prever sus posibles consecuencias. En realidad, muy pocas de ellas —incluso entre las que creían adherirse a la revolución— hubiesen aprobado la totalidad de sus repercusiones potenciales. Tal afirmación puede también aplicarse, aunque en grado variable, a los pensadores que establecieron sus bases teóricas: Mill nunca sospechó los cambios que la revolución podría haber originado en el ámbito familiar, y Engels no tomó plena conciencia de sus enormes ramificaciones psicológicas.

Una trasmutación de tanta profundidad y envergadura como la implicada por una revolución sexual no puede llevarse a cabo sin tropezar con grandes dificultades y sin atravesar una serie de paralizaciones y regresiones temporales. Por consiguiente, resultan muy explicables las limitaciones de la primera fase, así como la posterior interrupción y destrucción de sus progresos: constituyen, de hecho, una pausa inevitable, aunque irritante y deplorable, del proceso de transformación. Si bien la primera fase frustró lamentablemente la consecución de los fines propuestos por sus portavoces teóricos y por sus representantes más clarividentes, proporcionó, no obstante, unos sólidos cimientos sobre los que pueden apoyarse las realizaciones actuales y futuras. Aun cuando no logró penetrar con suficiente hondura en la subestructura de la ideología y organización del patriarcado, hay que reconocer que arremetió contra los abusos más patentes de su superestructura política, económica y legal, consiguiendo importantísimas reformas en el campo de los derechos civiles, así como en el del sufragio, la educación y la vida laboral. Teniendo en cuenta la exclusión de las prerrogativas más elementales que habían padecido las mujeres en el transcurso de la historia, fueron realmente extraordinarios los privilegios que se conquistaron en el espacio de un siglo.

Dando muestras de una inadvertencia demasiado evidente para ser accidental, los historiadores han pasado por alto la revolución sexual y sólo le han dedicado frívolos comentarios acerca de las extravagancias de las sufragistas o la han confundido con un mero escarceo exhibicionista de la moda sexual. Y, sin embargo, el ingente cambio cultural que representan sus comienzos tiene, por sí solo, el mismo peso que cuatro o cinco de esas trasmutaciones sociales a las que tanta atención se concede hoy en día.

Desde el siglo de las luces, el mundo occidental ha vivido una sucesión de cataclismos industriales, económicos y políticos, pero ninguno de ellos concernía directamente a más de la mitad de la humanidad. Resulta desalentador comprobar que ni las alteraciones vitales provocadas por la extensión de los derechos políticos y el desarrollo de la democracia durante los siglos XVIII y XIX, ni el nuevo reparto de bienes a que aspiraba el socialismo (y cuya influencia se dejó sentir hasta en los países capitalistas), ni, por último, las amplias modificaciones acarreadas por la revolución industrial y el nacimiento de la tecnología, afectaron, salvo de modo tangencial y fortuito, a la vida de toda la población femenina. Ello demuestra claramente que las distinciones políticas y sociales más elementales no se basan en la riqueza o el rango, sino en el sexo. El rasgo más característico y primordial de nuestra cultura es que se fundamenta en el patriarcado.

La revolución sexual atacó precisamente al patriarcado. Ahora bien, es tan difícil explicar el cambio radical de orientación que supuso en la conciencia colectiva como asignarle una fecha exacta. Cabría remontarse hasta el mismo Renacimiento y considerar el efecto producido por la educación liberal forjada durante este periodo (que, más adelante, llegó a impartirse a la mujer). O bien cabría meditar sobre la influencia del siglo de las luces: el impacto subversivo de su racionalismo agnóstico sobre la religión patriarcal, la dignidad concedida por su humanitarismo a ciertos grupos marginados y la vivificante luz que su espíritu científico arrojó sobre los conceptos tradicionales de la mujer y la naturaleza. Del mismo modo, cabría especular acerca de la repercusión indirecta de la Revolución Francesa, que derribó la antigua jerarquía basada en el poder. También podría subrayarse la función desempeñada por dos creencias transmitidas por el radicalismo francés a la Revolución Americana: la vinculación de la legitimidad de un gobierno al consenso de los gobernados y la fe en la existencia de ciertos derechos humanos inalienables. De semejante ambiente intelectual nació A Vindication of the Rights of Woman (Vindicación de los derechos de la mujer), primer documento que proclamó la humanidad de la mujer y abogó insistentemente por su reconocimiento. Amiga de Paine y de los revolucionarios franceses, su autora —llamada Mary Wollstonecraft— aplicó los principios fundamentales sobre los que éstos se apoyaban a esa mayoría que no tenía aún acceso a los Derechos del Hombre.

Aunque no cabe poner en entredicho que la cultura francesa del siglo XVIII admitió que era preciso aplicar la democracia tanto a la política sexual como a la social, el alcance del presente ensayo —escrito en tierras americanas— debe limitarse a las culturas de habla inglesa, debido a lo cual, y ya que el influjo renovador de la Revolución Francesa quedó sofocado en Inglaterra mientras subsistió algo de peligro y no resurgió en todo su esplendor hasta 1830, parece justificado iniciar nuestro análisis en el siglo XIX. Dicho siglo presenció, en efecto, la aparición de una acción política organizada que gravitaba sobre los problemas sexuales, así como de animadas controversias en torno a las posibles consecuencias de una revolución sexual, y de un interés obsesivo en la literatura por las experiencias y emociones que entrañaría semejante revolución. Por último, se llevaron entonces a cabo las primeras reformas importantes en la política sexual. Así pues, la revolución sexual conoció un largo periodo de gestación en la matriz del tiempo: aunque se vislumbran en el resplandeciente Renacimiento los primeros deseos de concebirla, no fue probablemente engendrada hasta el siglo XVIII, y no nació hasta las décadas cuarta y quinta del XIX. Requiere especial atención la primera de dichas décadas, puesto que en ella maduró el movimiento reformista inglés y se reunió, en Estados Unidos, la primera convención femenina en contra de la esclavitud, en el año 1837 . Ambos acontecimientos tuvieron profundas repercusiones. El movimiento reformista británico extendió el sufragio a numerosos grupos marginados y emprendió una serie de investigaciones acerca de las condiciones en que se desarrollaba el trabajo femenino, implantando a continuación un conjunto de medidas destinadas a mejorarlas. En Estados Unidos el movimiento abolicionista brindó a las mujeres la oportunidad de constituir por vez primera una organización política. Durante los años 40 surgió la primera organización política exclusivamente femenina con motivo de la reunión de Seneca Falls, celebrada en Nueva York en 1848. Veinte años más tarde se inició la agitación política de las mujeres británicas, agrupadas bajo la dirección de Mill. Ahora bien, hemos de subrayar que, con la concentración de Seneca Falls, la mujer americana lanzó el primer desafío que condujo a esos setenta años de lucha que se materializaron en el Movimiento Feminista Internacional.

Fuente:
Millett, Kate. Política sexual. Madrid, Ediciones Cátedra, 1995, pp. 128-135.