El chivo expiatorio1

René Girard

Capítulo VIII
La ciencia de los mitos

Ahora ya sabemos que debemos buscar en las formas, las ideas y las instituciones religiosas en general el reflejo deformado de violencias excepcionalmente «conseguidas» desde la perspectiva de sus repercusiones colectivas, y en la mitología, en especial, una rememoración de esas mismas violencias tal como su mismo éxito obliga a sus perpetradores a representárselas. Transmitiéndose de generación en generación, esta rememoración evoluciona necesariamente, pero jamás recupera, sino que, por el contrario, pierde siempre, cada vez más profundamente oculta, el secreto de su distorsión original. Las religiones y las culturas disimulan esta violencia para fundarse y perpetuarse. Descubrir su secreto es aportar una solución que hay que llamar científica al mayor enigma de todas las ciencias humanas, la naturaleza y el origen de lo religioso.

      Al afirmar este carácter científico, contradigo el dogma actual que pretende que la ciencia, entendida estrictamente, es imposible en el ámbito del hombre. Mi afirmación se enfrenta con un extremo escepticismo, sobre todo en los ambientes competentes, en principio, para decidir acerca de ello, los especialistas de las ciencias o mejor dicho de las no-ciencias del hombre. Hasta los menos severos a mi respecto precisan frecuentemente que yo merezco alguna indulgencia pese y no gracias a mis pretensiones exorbitantes. Su benevolencia me reconforta pero me asombra. Si la tesis que defiendo no vale nada, ¿qué pueden valer unos libros enteramente dedicados a su defensa?

      Veo perfectamente de qué circunstancias atenuantes disfruto. En un universo que ya no cree en nada, las reivindicaciones excesivas no preocupan. El número de libros publicados sigue creciendo y para reclamar la atención sobre el suyo, el desdichado autor se ve obligado a exagerar la importancia de sus opiniones. Tiene que hacer su propia publicidad. No debemos, pues, reprocharle a él sus excesos verbales. No es él quien delira, sino las condiciones objetivas de la creación cultural.

      Lamento tener que desmentir esta generosa interpretación de mi comportamiento. Cuanto más pienso en ello, menos veo la posibilidad de hablar de manera diferente de como lo hago. Así pues, tengo que volver a la carga con el riesgo de perder unas simpatías que se basan, según temo, en un malentendido.’

      En el torbellino constantemente acelerado de los «métodos» y de las «teorías», en el vals de las interpretaciones que retienen por un instante el favor del público antes de caer en un olvido del que probablemente nunca saldrán, parece que no existe ninguna estabilidad, ninguna verdad capaz de resistir. El último grito en la materia consiste incluso en afirmar que existe un número infinito de interpretaciones y que todas ellas son equivalentes, que ninguna es más verdadera o más falsa que las demás. Parece que existen tantas interpretaciones como lectores tiene un texto. Así que están destinadas a sucederse indefinidamente en la alegría general de la libertad finalmente conquistada sin que ninguna pueda jamás imponerse de manera decisiva sobre sus rivales.

      No hay que confundir el exterminio recíproco y ritualizado de las «metodologías» con el conjunto de la inteligencia actual. Este drama nos distrae pero hay que verlo como las tempestades sobre los océanos; se desarrollan en la superficie y no turban en absoluto la inmovilidad de las profundidades. Cuanto más nos agitamos, más parece nuestra agitación lo único real y más se nos escapa lo invisible.

      Los seudo-demistificadores pueden devorarse entre sí sin debilitar realmente el principio crítico del que todos dependen, pero de manera cada vez más infiel. Todas las recientes doctrinas descienden de un único e idéntico procedimiento de desciframiento, el más antiguo que haya inventado el mundo occidental, el único realmente duradero. Gracias a que está más acá de cualquier contestación, pasa desapercibido, como el propio Dios. Ejerce tal poder sobre nosotros que parece confundirse con la percepción inmediata. SÍ reclamáis sobre él la atención de sus usuarios, en el mismo momento de su utilización, suscitaréis su asombro.

      El lector ya ha reconocido a nuestro viejo amigo, el desciframiento de las representaciones persecutorias. En el contexto de nuestra historia, parece banal, pero sacadlo de ese contexto y acto seguido todo parecerá desconocido. Nuestra ignorancia, sin embargo, no es en absoluto la de M. Jourdain, que hacía prosa sin saberlo. La banalidad local del procedimiento no debe ocultarnos lo que tiene de excepcional e incluso de único en un marco antropológico. Al margen de nuestra cultura, nunca ha sido descubierto por nadie, no aparece en ninguna parte e incluso entre nosotros posee algo misterioso con la manera que tenemos de utilizarlo sin llegar jamás a contemplarlo.

      En el mundo actual echamos a perder este procedimiento; nos sirve constantemente para acusarnos los unos a los otros de tendencias persecutorias. Está contaminado de espíritu partidista y de ideología. Para recuperarlo e ilustrarlo en toda su pureza he elegido unos textos antiguos cuya interpretación no se ve afectada por las controversias parasitarias de nuestro mundo. La demistificación de un Guillaume de Machaut establece en torno a ella la unanimidad. De ahí he partido y ahí vuelvo siempre para atajar las pejigueras interminables de nuestros gemelos miméticos textualizados. Las conversias acerca de minucias nada pueden en contra de la solidez granítica del desciframiento que hemos analizado.

      Claro que siempre habrá unos cuantos mentecatos, sobre todo en una época tan confusa como la nuestra, que rechazarán las evidencias más extremas, pero su afán de polémica carece de la menor importancia intelectual. Diría incluso que no hay que pararse ahí. Es posible que un día u otro la rebelión contra el tipo de evidencia a que yo me refiero conozca un incremento de fuerza y que lleguemos a encontrarnos ante las legiones de Nuremberg o su equivalente. Las consecuencias históricas serían catastróficas pero las consecuencias intelectuales nulas. Esta verdad no admite compromisos y nada ni nadie puede alterarla lo más mínimo. Aunque mañana no haya nadie en la tierra para defenderla, esta verdad seguirá siendo la verdad. Existe ahí algo que escapa a nuestro relativismo cultural y a cualquier crítica de nuestro «etnocentrismo». Queramos o no, tenemos que reconocer este hecho y la mayoría de nosotros lo reconocen cuando se les obliga a hacerlo pero no nos gusta esta obligación. Tememos vagamente que nos lleve más lejos de lo que deseamos.

      ¿Es posible calificar esta verdad de científica? Muchas personas habrían respondido afirmativamente en la época en que el término de ciencia se aplicaba sin discusión a las certidumbres más sólidas. Incluso hoy, preguntad a las personas que os rodean y muchas de ellas responderán sin vacilar que sólo el espíritu científico ha conseguido terminar con la caza de brujas. La causalidad mágica, persecutoria, es lo que sostiene dicha caza, y para renunciar a ella hay que dejar de creer simultáneamente en la primera. Es cierto que la primera revolución científica coincide más o menos, en Occidente, con la renuncia definitiva a la caza de brujas. Para hablar el lenguaje de los etnólogos, diremos que una decidida orientación hacia las causas naturales domina cada vez más sobre la preferencia inmemorial de los hombres por las causas significativas en el plano de las relaciones sociales que también son las causas susceptibles de intervención correctiva, en otras palabras las víctimas.

      Entre la ciencia y el final de la caza de brujas existe una estrecha relación. ¿Basta eso para calificar de «científica» la interpretación que transtornó la representación persecutoria al revelarla? En los últimos tiempos nos hemos vuelto melindrosos en materia de ciencia. Afectados tal vez por las modas que imperan, los filósofos de la ciencia cada vez aprecian menos los certidumbres estables. No tenemos la menor duda de que se llevarán las manos a la cabeza ante una operación tan desprovista de riesgos y de dificultad como la demistificación de un Guillaume de Machaut. Admitamos que es incongruente invocar la ciencia a este respecto.

      Así pues, renunciemos al glorioso término para un caso tan banal. La renuncia sobre este punto preciso me complace especialmente teniendo en cuenta que a su luz el estatuto necesariamente científico de la empresa que acometo se hace manifiesto.

      En efecto ¿de qué se trata? De aplicar a unos textos a los que nadie se les había ocurrido aplicárselo un procedimiento de desciframiento muy antiguo y de una eficacia a toda prueba, de una validez mil veces confirmada en el ámbito actual de su aplicación.

      El auténtico debate sobre mi hipótesis no ha comenzado. Hasta ahora yo mismo era incapaz de situarlo con exactitud. Para plantear la pregunta adecuada, hay que comenzar por reconocer los estrechos límites de mi iniciativa. Mi tratamiento no es tan original como se supone. Me limito a ampliar el ángulo de visión de un modo de interpretación cuya validez nadie discute. La auténtica pregunta se refiere a la validez o no de esta ampliación. O bien yo llevo razón y realmente he descubierto algo, o no la llevo y he perdido el tiempo. La hipótesis, que yo no invento sino que me limito a desplazar, sólo exige, como hemos visto, unas pequeñas adaptaciones para aplicarlas al mito como ya se aplican a Guillaume de Machaut. Es posible que yo lleve razón y es posible que no, pero no necesito llevarla respecto al fondo para que el único epíteto que convenga a mi hipótesis sea el de científica. SÍ me equivoco, mi hipótesis no tardará en ser olvidada; en caso contrario, servirá para la mitología como ya sirve para los textos históricos. Es la misma hipótesis y el mismo tipo de textos. Si se impone, se impondrá por razones análogas a las que la han impuesto en otras partes y de la misma manera. Se inscribirá en las mentes con tanta fuerza como ya lo hace en el caso de las representaciones históricas.

           Ya he dicho que el único motivo de descartar el epíteto de científico para la lectura que todos hacemos de Guillaume de Machaut no es la incertidumbre, sino la excesiva certidumbre, la ausencia de riesgo, la falta de alternativa.

      Tan pronto como desplazamos hacia el ámbito mitológico nuestra vieja demistificación desprovista de problema, sus características cambian. La evidencia rutinaria es sustituida por la aventura, reaparece lo ignoto. Las teorías rivales son numerosas y, por lo menos hasta ahora, aparecen como «más serias» que las mías.

      En el supuesto de que no siga llevando razón, el escepticismo que en el momento actual me rodea no es más significativo de lo que lo hubiera sido en la Francia del siglo XVII un referéndum nacional sobre la cuestión de la brujería. No cabe duda de que habría triunfado la concepción tradicional; la reducción de la brujería a la representación persecutoria sólo habría reunido un escaso número de votos. Menos de un siglo después, sin embargo, el mismo referéndum habría dado unos resultados contrarios. Si aplicamos la hipótesis a la mitología, ocurrirá lo mismo. Poco a poco nos acostumbraremos a considerar los mitos bajo la perspectiva de la representación persecutoria, de la misma manera que nos hemos acostumbrado a hacerlo en el caso de la caza de brujas. Los resultados son demasiado perfectos para que el recurso a esa hipótesis no llegue a ser tan maquinal y «natural» para los mitos como ya lo es para las persecuciones históricas. Llegará el día en que no entender el mito de Edipo de la misma manera que se entiende a Guillaume de Machaut parecerá tan extravagante como pueda parecerlo hoy la comparación de los dos textos. Ese día habrá desaparecido la asombrosa distancia que hemos encontrado entre la interpretación de un mito situado en su contexto mitológico y ese mismo mito trasplantado a un contexto histórico.

      Ya no se utilizará entonces a la ciencia para la demistificación de la mitología, de la misma manera que hoy no se intenta hacerlo en el caso de Guillaume de Machaut. Pero si, incluso hoy, se niega a mí hipótesis el título de científica es por la razón inversa de que se le niegue más adelante. Se habrá convertido en demasiado evidente y se instalará en una lejana retaguardia de las efervescentes fronteras del saber. Durante todo el período intermedio entre el rechazo casi universal de ahora y la aceptación universal de mañana, pasará por científica. Fue también durante el período equivalente cuando se entendió como científica la demístificación de la brujería europea.

      Descubríamos hace un instante una cierta repugnancia a calificar de científica una hipótesis demasiado exenta de riesgo y de incertidumbres. Pero una hipótesis que no entrañase más que riesgo e incertidumbres tampoco sería científica. Para merecer este título glorioso hay que combinar el máximo de incertidumbre actual y el máximo de certidumbre potencial.

      Eso es precisamente lo que combina mi hipótesis. Creyendo exclusivamente en los fracasos pretéritos, los investigadores han decidido con excesiva rapidez que esta combinación sólo era posible en los terrenos matematizables y susceptibles de verificación experimental. La prueba de que no es así es que ya se ha realizado. Mi hipótesis cuenta con siglos de existencia y, gracias a ella, el paso de la incertidumbre a la certidumbre en materia de demistificación ya se ha producido una primera vez; de modo que podría producirse una segunda

      Nos cuesta trabajo entender que es así porque ahora nos repugnan las certidumbres; tenemos tendencia a exiliarlas en los rincones tenebrosos de nuestra mente; de la misma manera que, hace cien años, tendíamos a exiliar las incertidumbres. Olvidamos gustosamente que nuestra demistificación de la brujería y otras supersticiones persecutorias constituye una inquebrantable certidumbre.

      Si esta certidumbre se extendiera mañana a la mitología, no lo sabríamos todo, ni mucho menos, pero dispondríamos de unas cuantas respuestas rigurosas y verosímilmente definitivas a un cierto número de preguntas que necesariamente se plantea la investigación, o que se plantearía si no hubiera perdido precisamente toda esperanza de darles unas respuestas rigurosas y definitivas.

      Para un resultado semejante, matematizable o no, no veo por qué debería renunciar al término de ciencia. ¿Qué otro término puedo utilizar? Se me reprocha que lo utilice sin ver realmente a qué responde el uso que hago de él. Se irritan ante mi supuesta arrogancia. Creen posible darme lecciones de modestia sin el menor riesgo; de modo que apenas disponen de tiempo para lo que yo intento hacer oír.

      Se me opone asimismo la «falsificación» de Popper y otras lindezas que nos llegan de Oxford, de Viena y de Harvard. Para estar en lo cierto, se me dice, hay que cumplir unas condiciones tan draconianas que ni las ciencias más duras pueden tal vez satisfacer.

      Resulta indudable que nuestra demistificación de Guillaume de Machaur no es «falsificable» en el sentido de Popper. ¿Es preciso, pues, renunciar a ella? Si ni siquiera en este caso se admite la certidumbre, si se está absolutamente en favor de la gran democracia de la interpretación jamás verdadera-jamás falsa que triunfa en nuestros días al margen de lo matematizable, es imposible evitar este resultado. Debemos condenar retrospectivamente a los que terminaron con los procesos de brujería. Eran aún más dogmáticos que los cazadores de brujas y, al igual que éstos, creían poseer la verdad. ¿Hay que desestimar sus pretensiones? ¿Con qué derecho se permitían esas personas manifestar como la única buena una interpretación concreta, la suya sin lugar a dudas, cuando otras mil interpretaciones, de eminentes cazadores de brujas, de distinguidos universitarios, a veces hasta muy progresistas como Jean Bodin, se formulaban una idea completamente diferente del problema? ¡Qué insoportable arrogancia, qué espantosa intolerancia, qué horrible puritanismo! ¿Acaso no hay que dejar crecer las cien flores de la interpretación, brujería o no, las causas naturales y las causas mágicas, las que son susceptibles de una interpretación correctiva y las que jamás reciben el justo castigo que merecen?

      Desplazando un poco, como yo lo hago, los contextos, sin cambiar en nada lo esencial de los objetos, no cuesta trabajo demostrar la ridiculez de algunas actitudes contemporáneas, o por lo menos de su aplicación a esos objetos. No cabe duda de que el pensamiento crítico se halla en un estado de extrema decadencia, esperemos que temporal, pero no por ello la enfermedad de menos aguda pues se cree el supremo refinamiento del espíritu crítico. Si nuestros antepasados hubieran pensado de la misma manera que creen los que ahora mandan, jamás habrían terminado con los procesos de brujería. Así que no hay por qué asombrarse de ver, en ese mismo momento, los horrores menos contestables de la historia reciente puestos en duda por unas personas que sólo encuentran delante de ellas una inteligencia reducida a la impotencia por la estéril obstinación de que es víctima y por las tesis que de ella resultan; tesis cuyo carácter autodestructor no nos afecta, o nos afecta como un desarrollo «positivo».

[1] GIRARD, René, El chivo expiatorio, Anagrama, España2002, p. 127-134.