El discurso de Polly Baker1

Benjamín Franklin

He aquí el discurso que la señorita Polly Baker pronunció ante el Tribunal de Justicia en Connecticut, Nueva Inglaterra, cerca de Boston, donde por quinta vez se le juzgaba por el hecho de haber tenido un hijo bastardo. El discurso causó tal impresión en el Tribunal, que se le dispensó el castigo y además, indujo a uno de los jueces —con el que después tuvo quince hijos— a casarse con ella al día siguiente:

      “Si el honorable Tribunal me lo permite, pronunciaré unas cuantas palabras en mi defensa: Soy una pobre desgraciada mujer y no tengo dinero para pagar abogado que me defienda; la vida es dura y me cuesta mucho trabajo ganarme el pan. No es mi propósito importunar a vuestras señorías con un largo discurso; pues no tengo ni mucho menos la presunción de poder persuadirles a modificar en mi favor el fallo de la ley. Todo lo que humildemente espero es que vuestras señorías ablanden, caritativamente en mi favor, el buen corazón del gobernador para que me perdone la multa. Caballeros, esta es la quinta vez que me veo obligada a presentarme ante vuestro Tribunal por la misma razón; dos veces he pagado considerables multas y dos veces se me ha castigado públicamente por no haber tenido dinero para pagarlas. Que así lo ordenen las leyes, no lo discuto; pero puesto que unas leyes son con frecuencia tan poco razonables en sí mismas y por lo tanto revocables, y puesto que otras se muestran tan crueles sin tener en cuenta las circunstancias particulares del sujeto, que está permitido recurrir a una autoridad superior para evitar su ejecución, me tomo la libertad de decir, que a mi juicio, esta ley en nombre de la cual se me castiga, es a la vez injusta en sí misma y particularmente severa en lo que a mí se refiere, pues siempre he vivido sin ofender a nadie entre el vecindario donde he nacido, y desafío a mis enemigos (si alguno tengo) a que digan si alguna vez hice daño a un hombre, una mujer o un niño. Aparte de las razones que pueda tener la ley, no puedo concebir (con permiso de sus señorías) cuál es la naturaleza de mi ofensa. He traído al mundo cinco hermosas criaturas, con riesgo de mi vida; les he mantenido con mi trabajo sin aumentar ni agobiar los cargos del municipio y mejor lo hubiera podido hacer, si no hubiera sido por los excesivos impuestos y multas que he tenido que pagar. ¿Puede ser un crimen (en el sentido de la naturaleza, quiero decir) aumentar los súbditos del Rey en un país joven que tiene necesidad de multiplicar sus habitantes? Confieso que a mí esto me parece una acción más digna de elogio que de castigo. Jamás he robado a otra mujer su marido, no he seducido a ningún joven; nunca se me ha acusado de estas cosas, no hay nadie que tenga el menor motivo de queja contra mí; únicamente, quizas los jueces porque he tenido hijos sin estar casada con lo cual han perdido los honorarios de una boda. Pero ¿tengo yo la culpa de esto? Apelo a vuestras señorías, que si gustan pueden argüir que yo no tengo sentido, pero tendría que ser completamente estúpida para no preferir el honorable estado del matrimonio a la condición en que he vivido. Siempre he deseado, y todavía lo deseo, contraer matrimonio. Estoy segura que sabría comportarme dignamente, pues soy frugal, fértil y económica; condiciones todas propias para hacer una buena esposa. Desafío a cualquiera a que diga que he rehusado alguna vez un ofrecimiento de este género; por el contrario, consentí tan fácilmente a la única proposición de matrimonio que me han hecho en mi vida, lo cual sucedió cuando era virgen, que por confiar demasiado en la sinceridad de la persona que me hizo tal proposición, perdí mi honor desgraciadamente por confiar en el suyo; pues me dejó encinta y después me abandonó.

      “Esta misma persona, sepan sus señorías, es ahora uno de los magistrados de este país y ojalá hubiera estado hoy día en este Tribunal y hubiera tratado de dulcificar mi sentencia; entonces, no se me hubiera ocurrido mencionar esto, pero ahora tengo que quejarme de lo injusto y desproporcionado que resulta, que el hombre que me traicionó y fue la causa de mi ruina y de todas mis faltas y extravíos (si como tales han de juzgarse) pueda haber alcanzado el honor y el poder de este Gobierno que castiga mis desgracias con castigos corporales y con difamación. Éste no es un acto para ser castigado por la Asamblea; mis extralimitaciones violan solamente los preceptos religiosos. Y si la mía es una ofensa religiosa, dejad que la castigue la religión. La iglesia ya me ha privado del consuelo de la comunión. ¿No es esto suficiente? Sus señorías creen que he ofendido al Cielo y que debo sufrir el fuego eterno. ¿No es bastante esto? ¿Qué necesidad hay entonces de vuestras multas y azotes adicionales? Confieso que no estoy de acuerdo con esto, porque si yo creyera que lo que sus señorías llaman pecado lo fuera en realidad, yo probablemente no lo hubiera cometido. Pero, ¿cómo puedo creer que los cielos estén furiosos conmigo por tener hijos cuando, a lo poco que yo he hecho, Dios mismo ha tenido la bondad de añadir su divina destreza y maestría formando sus cuerpos, y dotándoles, para coronar la obra, de almas racionales e inmortales?

      “Perdónenme, caballeros, si hablo de estas materias de una manera un poco extravagante. No soy teóloga, pero si sus señorías tienen que hacer leyes, no conviertan, con sus prohibiciones, acciones naturales y útiles, en crímenes. Tengan en cuenta en sus sabias consideraciones, el número, cada vez mayor, de solteros que hay en el país, muchos de los cuales, por el sórdido miedo a los gastos que produce una familia, nunca han hecho el amor a una mujer sincera y honradamente y pasan por la vida sin dejar huella (lo cual es casi como asesinar) privando a la posteridad de centenares de seres hasta la milésima generación. ¿No es ésta una ofensa mayor que la mía contra el bien público? Obligad entonces a éstos por medio de la ley, bien a casarse o a pagar anualmente doble la multa que se me impone por fornicar. ¿Qué van a hacer las mujeres jóvenes y pobres a quienes las costumbres y la naturaleza prohíben solicitar a los hombres, y que no pueden obligarles a que las tomen por esposas cuando las leyes se niegan a socorrerlas y las castigan severamente si cumplen con su deber sin ellas? El primero y gran mandamiento de Dios y de la Naturaleza es “Creced y multiplicaos”; un deber, cuyo constante cumplimiento jamás me ha acobardado, y por acatarle me he expuesto a perder la estimación de mis semejantes y he soportado frecuentemente la desgracia pública y el castigo; según mi humilde opinión, en lugar de los azotes que me han aplicado, deberían haber levantado una estatua a mi memoria.”

[Gentleman’s Magazine, abril de 1747]