La peor de las pesadillas

Estupefacto. Aturdido. Incapaz de intentar un análisis. No podía creer lo que la televisión estaba informando. Todavía a las siete y media de la noche, al salir de mi clase en el posgrado de la Facultad de Derecho en Ciudad Universitaria, bajo una lluvia romántica ajena a lo que tenía al mundo con el alma en vilo, me parecía imposible que algo así sucediera.

            No era una pesadilla. Lo que no era posible que pasara estaba a punto de convertirse en realidad. El candidato que a los analistas rigurosos les parecía grotesco, al que los pronósticos y las encuestas descartaban, al que se daba por vencido precisamente porque había anunciado que sólo reconocería el resultado de los comicios si él era el vencedor; el candidato amenazante, misógino, machista, xenófobo, racista, ignorante, iracundo, imprudente, evasor de impuestos, buscapleitos; el candidato impresentable estaba a punto de ganar la elección presidencial.

            ¿Cómo podía triunfar el aspirante que llegaba al día de la elección sin el apoyo de ningún excandidato presidencial ni del cargo electo más importante de su partido —Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes—, con el desprecio público de gobernadores y senadores, con toda la prensa seria de su país en contra?

            Jorge Castañeda insistía en que las cifras que iban presentándose a cuentagotas no eran las definitivas, que si Hillary Clinton vencía en dos o tres estados clave en los que aún estaban contandose los votos, el marcador podía dar la voltereta, que aún había esperanzas de un vuelco espectacular de último momento, de que todavía no era hora de irse a dormir con el amargo sabor de que lo impensable había acontecido.

            Era imperativo servirse un whisky, no como pretexto sino como acompañante indispensable de la tensión ineludible que acompañaría la espera, la espera esperanzada, sí, pero angustiosa. Un whisky y otro más, porque yo, como el mundo entero, atónito, contenía el aliento mientras las cifras iban apareciendo en la noche que se prolongaba acongojada, incrédula, aterrada.

            El demagogo cuenta con la complacencia de unos ciudadanos que le han escuchado decir exactamente lo que querían escuchar, lo que habían querido desde hace buen tiempo que se les dijera. Es una actitud infantil, pero extendida. Se quiere oír que los problemas complejos tendrán una solución inmediata, que bastará con sacar la varita mágica, que la mafia en el poder no ha querido resolverlos porque está al servicio de intereses inconfesables.

            Los medios de comunicación, aun los de mayor prestigio, igualmente son denunciados como defensores de esos mismos intereses ilegítimos por el demagogo que ahora, a diferencia de antaño, dispone de unas redes sociales en las que parece dar igual que lo que se cuente sea verdad o no, en las que las injurias y las calumnias circulan sin freno, en las que no hay el estorbo de un código ético o profesional.

            El demagogo es particularmente hábil para vender a sus seguidores la idea de que han sido víctimas de una prolongada afrenta por parte de enemigos a los que es preciso identificar inequívocamente, pues la lucha debe dirigirse contra ellos.

            Ésa idea hay que reiterarla continuamente, machacarla. “El talento de todos los grandes líderes populares ha consistido, en todas las épocas, en concentrar la atención de las masas en un único enemigo”, escribió Adolf Hitler.

            El líder nazi eligió a los judíos como el enemigo al que había que aplastar. Donald Trump hizo de Hillary Clinton —como representante del corrupto establishment— y de los migrantes indocumentados los responsables de los males que hay que combatir para “volver a hacer grande a América”. Se trata de una apelación a zonas primitivas del corazón en las que late la sospecha de que, si las cosas no marchan lo mejor posible, es porque hay culpables —tiene que haber culpables— de que así sea.

            La elección presidencial de Estados Unidos es la más importante del mundo. De ella depende no sólo la conducción de ese país sino, en buena parte, la suerte de millones de personas. Los estadunidenses se han inclinado por el candidato que sólo podía salir vencedor en la peor de las pesadillas. Esa pesadilla se ha vuelto realidad.