Caso para la defensa

Graham Greene

Fue el más extraño juicio por asesinato al que jamás asistí. Los periódicos lo llamaron “el asesinato de Peckham”, aunque la calle Northwood, donde la anciana fue encontrada muerta a golpes, estrictamente hablando no estaba en Peckham. No fue uno de esos casos con pruebas circunstanciales en los que (por los errores que se han cometido en el juicio) se siente la ansiedad de los miembros del jurado como un manto que enmudece al tribunal. No, estaba fuera de duda que éste era el asesino, aunque no hubiese sido capturado in fraganti. Cuando el fiscal presentó su caso, ninguno de los presentes creyó que el hombre en el banquillo tuviera absolutamente alguna oportunidad.

Era un hombre corpulento y pesado, de ojos enrojecidos y saltones. Toda su musculatura parecía estar en sus muslos. Sí, un cliente repulsivo, uno al que no podía olvidarse rápidamente. Y ese era un punto importante porque el fiscal propuso llamar a cuatro testigos que no lo habían olvidado, que lo habían visto huyendo de la pequeña villa escarlata en la calle Northwood cuando el reloj acababa de dar las dos de la mañana.

La señora Salmon de la calle Northwood número 15 no había podido conciliar el sueño; oyó que una puerta se cerraba y creyó que era la reja de su propia casa. Se asomó a la ventana y vio a Adams (así se llamaba el acusado) en los escalones de la casa de la señora Parker. Él acababa de salir de esa casa y traía guantes. Tenía un martillo en la mano y la señora Salmon vio que lo arrojaba a los arbustos de laurel junto a la entrada principal. Pero antes de irse, él la vio a ella en su ventana. El instinto fatal que le avisa a un hombre cuando está siendo vigilado, lo hizo voltear y exponerse a la vista de ella, a la luz de una lámpara de la calle (los ojos de él mostraban un miedo horrible y brutal, como los de un animal cuando se le amenaza con un látigo). Hablé con la señora Salmon después del asombroso veredicto, quien, naturalmente, quedó aterrada. Me imagino que lo mismo les sucedió a todos los testigos:

Henry MacDugall, quien iba manejando hacia su casa desde Benfleet y por poco atropella a Adams en la esquina con la calle Northwood. Adams iba caminando aturdido en medio de la calle.

El anciano señor Wheeler, quien vivía al lado de la señora Parker, en el número 12, se despertó al escuchar un ruido (como el de la caída de una silla) a través de la pared, delgada como papel. Se levantó y miró por la ventana, de la misma manera que la señora Salmon, y vio a Adams de espaldas y, cuando éste se volvió, también vio sus ojos saltones.

También otro testigo lo había visto. Tuvo muy mala suerte. Parecía que hubiese cometido el delito a plena luz del día.

—Entiendo, dijo el fiscal, —que la defensa alega confusión de identidad. La esposa de Adams dice que él estaba con ella a las dos de la mañana del 14 de febrero. Pero después de haber escuchado a los testigos de la acusación y haber examinado cuidadosamente las características del prisionero, no creo que se pueda admitir la posibilidad de un error.

Todo había terminado; no quedaba más que la horca.

Después de que las pruebas formales fueron desahogadas por el policía que había encontrado el cadáver y por el médico forense que lo había examinado, la señora Salmon fue llamada. Era la testigo ideal, con su ligero acento escocés y su aspecto de honestidad, esmero y bondad. El fiscal relató los hechos cuidadosamente. Ella habló con mucha firmeza. No había malicia en ella ni se daba importancia por estar frente al Tribunal Central del Crimen presidido por un juez vestido de rojo atento a sus palabras que los reporteros anotaban. —Sí, dijo ella. Después de ver que el sujeto había arrojado el martillo, ella había bajado las escaleras y había llamado a la policía.

—¿Está el sujeto aquí en la sala?

Ella miró directamente al hombre corpulento que se encontraba en el banquillo, quien la miraba duramente con sus ojos inexpresivos de perro pequinés.

—Sí, dijo ella, —allí está.

—¿Está usted completamente segura?

Ella dijo simplemente: —No podría equivocarme, señor.

Así de fácil fue todo.

—Gracias, señora Salmon.

El abogado defensor se levantó para repreguntar. Si usted hubiese reporteado tantos juicios de asesinato como yo, sabría de antemano lo que él iba a hacer. Y yo lo sabía… hasta cierto punto.

—Bueno, señora Salmon, debe usted tener presente que de su testimonio depende la vida de un hombre.

—Lo tengo presente, señor.

—¿Ve usted bien?

—Nunca he tenido que usar lentes, señor.

—¿Tiene usted 55 años?

—56, señor.

—¿Y el  hombre que usted vio estaba en el otro lado de la calle?

—Sí, señor.

—Eran las dos de la mañana. Debe usted tener una vista excepcional, señora Salmon.

—No, señor. Había luz de luna, y cuando el hombre miró hacia mí, la luz de la lámpara le daba en la cara.

—¿Y no tiene usted ninguna duda de que el hombre que vio es el acusado?

Yo no podía entender qué estaba tratando de hacer el defensor. No era posible que consiguiera otra respuesta que la que obtuvo.

—Absolutamente ninguna, señor. No es una cara que se pueda olvidar.

El defensor miró alrededor de la sala por unos momentos. Luego dijo: —¿Tendría inconveniente, señora Salmon, de mirar de nuevo a las personas que estamos en la sala? No, no al acusado. Por favor, señor Adams, póngase de pie. Y allí, en el fondo de la sala, con un cuerpo robusto de piernas musculosas y un par de ojos saltones, se encontraba la copia exacta del acusado. Incluso estaba vestido de la misma manera, con un traje azul ajustado y una corbata a rayas.

—Ahora, señora Salmon, piense usted con mucho cuidado: ¿Puede usted asegurar que el hombre que usted vio arrojando el martillo en el jardín de la señora Parker era el acusado, y no este hombre que es su hermano gemelo?

Por supuesto, ella no pudo asegurarlo. Miró de uno a otro hombre y no dijo una palabra.

Allí estaba el bruto grandulón en el banquillo, con las piernas cruzadas, y allí estaba otro él de pie en el fondo de la sala, y ambos la miraban. Ella sacudió la cabeza.

Luego vino el final del asunto. Ninguno de los testigos estaba preparado para asegurar que el acusado era el sujeto que habían visto. ¿Y el hermano gemelo? También tenía su coartada: estaba con su esposa.

De esa manera el acusado fue absuelto por falta de pruebas. No sé si él cometió el asesinato o lo cometió su hermano; tampoco sé si el asesino fue o no castigado. Ese día extraordinario tuvo un extraordinario final.

Al salir del Tribunal seguí a la señora Salmon hasta que la perdí entre la multitud que, por supuesto, estaba esperando a los gemelos.

La policía trataba de apartar a la multitud, pero solamente alcanzaba a impedir que se afectara el tránsito de vehículos.

Luego supe que se trató de sacar a los gemelos por una puerta trasera, pero eso no fue posible.

Uno de ellos (nadie supo cuál) dijo: —Soy inocente, ¿no es cierto? Y luego ambos salieron rápidamente por la puerta principal. Entonces sucedió aquello, no supe cómo, a pesar de que yo estaba a unos dos metros. La multitud se movió y, quién sabe de qué manera, uno de los gemelos fue empujado hacia el arroyo frente al paso de un camión.

El gemelo chilló como un conejo y eso fue todo; estaba muerto, con el cráneo destrozado como el de la señora Parker. ¿Venganza divina? Quisiera saberlo. Allí estaba el otro gemelo de pie junto al cadáver mirando directamente a la señor Salmon. Estaba llorando, pero nadie podía decir si era el asesino o si era el inocente. Si usted fuera la señora Salmon, ¿podría dormir tranquilamente por las noches?. Ω


[83] Traducido por José Antonio Aguilar de GREENE, Graham. Complete short stories. Penguin. USA. 2005