Teorías conspiratorias: ¿Por qué creemos lo increíble?1

¿Por qué en relación con el asesinato de John F. Kennedy tantas personas se niegan a aceptar la conclusión simple y obvia de que Oswald lo cometió? La respuesta está en la psicología.

Michael Shermer[2]

26 de noviembre de 2013

Con el cumplimiento, la semana pasada, del 50º aniversario del asesinato del Presidente John F. Kennedy y la andanada de documentales que tienen por objeto demostrar que hubo una conspiración detrás del crimen, esperaríamos que las conjeturas cabalísticas disminuirán hasta el siguiente gran aniversario.

Pero no contemos con ello. Una encuesta realizada este mes mostró que el 61% de los estadounidenses que respondieron cree todavía que JFK fue víctima de una conspiración, a pesar del hecho de que la evidencia predominante apunta a que Lee Harvey Oswald fue el único asesino.

¿Por qué tantas personas se niegan a aceptar esa simple y obvia conclusión? La respuesta está en la psicología.

Hay tres efectos psicológicos que aquí entran en juego, comenzando con la “disonancia cognitiva”, es decir, la incomodidad que se siente ante dos ideas contradictorias: intentamos evitar la disonancia alterando una de las dos ideas de manera que concuerde con la otra. En el caso que nos ocupa, las dos ideas discordantes son: 1) JFK, una de las personas más poderosas del mundo, 2) fue asesinado por Lee Harvey Oswald, un  fracasado solitario, un don nadie. Camelot destruido por un resentido.

Eso no convence. Para equilibrar la balanza agregamos elementos conspirativos en el lado de Oswald: la CIA, el FBI, la KGB, la Mafia, Fidel Castro, Lyndon Johnson y, como dice Oliver Stone en su película “JFK”, el sistema militar industrial.

Hubo disonancia cognitiva poco después de la muerte de la Princesa Diana, suceso que fue el resultado de manejar bajo los efectos del alcohol, el exceso de velocidad y no haber utilizado los cinturones de seguridad. Pero se supone que las princesas no pueden morir de la misma manera en que cada año lo hacen miles de personas ordinarias, así que la familia real británica, los servicios de inteligencia británicos y otros actores fueron señalados como coconspiradores.

En contraste, no hay disonancia cognitiva en relación con el Holocausto —uno de los peores crímenes de la historia cometido por uno de los regímenes más criminales de todos los tiempos.

Un segundo efecto psicológico es el “sistema de creencia única”, o “cosmovisión unitaria cerrada en la que las creencias se unen en una red de apoyo mutuo”, como dicen los investigadores Michael J. Wood, Karen M. Douglas y Robbie M. Sutton, de la Universidad de Kent, en un documento de 2012 titulado “Muerto y vivo: las creencias en teorías conspirativas contradictorias.” Una teoría conspirativa, escriben, es la creencia en “una confabulación orquestada por personas u organizaciones poderosas que trabajan juntas en secreto para lograr algún (usualmente siniestro) objetivo”. Una vez que uno cree que “una conspiración masiva y siniestra puede ser ejecutado con éxito y en secreto casi perfecto, queda uno convencido de que muchas de esas conspiraciones son posibles.”

Con ese paradigma cabalístico establecido, las conspiraciones pueden convertirse en “la explicación automática para cualquier suceso”. Por ejemplo, investigadores de la propia Universidad de Kent —una de las mejores del Reino Unido y del mundo— encontraron que las personas que creen que la Princesa Diana fue asesinada por el MI6 —el servicio secreto de inteligencia británico— son también más propensas a creer que la llegada a la luna fue un engaño, que el virus del sida fue creado en un laboratorio como arma biológica y que los gobiernos tienen ocultos a extraterrestres. El efecto es todavía mayor cuando hay conspiraciones contradictorias. Las personas que creyeron que la Princesa Diana simuló su propia muerte eran más propensas a creer también que fue asesinada.

Un tercer efecto psicológico es la “confirmación sesgada”, es decir, la tendencia a buscar y encontrar evidencia confirmatoria de lo que uno ya cree, y a ignorar la evidencia que lo contradiga. Cuando uno ya cree, por ejemplo, que el ataque a las Torres Gemelas fue un acto interno del gobierno de Bush, uno se enfoca en el puñado de anomalías de ese día fatídico y las conecta dentro de un patrón aparentemente significativo, pero ignora la evidencia aplastante que implica a Al Qaeda. Los teóricos de la conspiración contra JFK ignoran la enorme evidencia contra Oswald mientras investigan detalles triviales tales como el hombre con el paraguas en la loma cubierta de hierba, la nube de humo detrás de la cerca o los ruidos extraños alrededor de la Plaza Dealey. Todos ellos cargados de significado si la mente se pone a buscar intrigas.

Tales chismes conspirativos pueden parecer inofensivos, pero tienen un lado oscuro. Otro estudio de llevado a cabo por investigadores de la misma Universidad de Kent encontró que “la exposición a la información que promovía teorías conspirativas inhibió las intenciones de las personas a involucrarse en la política, a diferencia de quienes recibieron información que refutaba dichas teorías.” Los investigadores atribuyen este efecto a “sentimientos de impotencia política.” ¿Qué puede hacer la gente común si el mundo está dirigido por un puñado de sociedades secretas (como los Illuminati) o familias (como los Rockefeller o los Rothschild) o agencias (como la CIA o la KGB) que operan clandestinamente para establecer un nuevo orden mundial?

Lo que sucede en la historia importa, y cuando las conspiraciones son reales  —como en el asesinato del presidente Abraham Lincoln— debemos investigarlas. Pero cuando los chismes conspiratorios llevan a conclusiones absurdas y desvían nuestra atención de la realidad trastocando los asuntos políticos y llevando a las personas a la apatía sobre los asuntos públicos, pueden ser una peligrosa pérdida de tiempo. Ω

 


[2] Michael Shermer es escritor y divulgador científico, editor de la Revista Escéptica (Skeptic Magazine), profesor adjunto en la Universidad Chapman (California, EU), graduado en la Universidad Claremont (California, EU) y autor, entre otras obras, de “El cerebro creyente” (“The believing brain”).