Acusación infame

La acusación era terrible: en ocasión del desalojo de profesores de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG), que intentaban tomar el aeropuerto de Acapulco y boicotear el Abierto Mexicano de Tenis, y que habían arrollado con un autobús a agentes policiales lesionando a siete, la Policía Federal —acusó la propia CETEG— capturó a la joven profesora Nancy Carolina Ayala, quien, estando detenida, según la acusación, fue violada y asesinada.

Hay abusos de poder que ameritarían que Dios volviera a hacer llover fuego sobre la tierra, una lluvia que alcanzara a todos los abusivos. Si las fuerzas de seguridad federales habían violado y privado de la vida a una maestra, ese crimen era una monstruosidad que resultaba imperativo castigar con rigor a la brevedad posible y una mancha que marcaría indeleblemente a la institución de la que son miembros los policías que se habían atrevido a cometer tal salvajada.

En una de sus obras inmortales, Shakespeare hace decir a Macbeth: “Me atrevo a lo que se atreve un hombre; quien se atreva a más, no lo es”. El violador actúa con el afán de humillar, de ofender gravemente a la víctima —un ser humano con preferencias, sentimientos, sueños, anhelos y dignidad—, de imponerle su poder deshumanizándola.

Como advierte la historiadora inglesa Joanna Bourke, “el dolor y el sufrimiento que provoca la violación no está causado solamente por la penetración del pene, sino por la confrontación con todo el cuerpo del agresor: dientes, uñas, vientre” (Los violadores, Editorial Crítica, Barcelona, 2009).

En ocasiones se emplea tal violencia para doblegar o lastimar a la víctima, que se le infieren gravísimas lesiones que pueden dejarla dañada permanentemente o incluso ocasionarle la muerte.

No hace falta decir más para caracterizar la barbarie de la conducta imputada a los agentes policiacos.

Pero resulta que la acusación es, simple y sencillamente, falsa. La madre de Nancy Carolina Ayala aclaró que su hija no era maestra y no estuvo presente en la marcha del 24 de febrero. Murió en otra fecha debido a un accidente en la cocina de su casa.

Es una bajeza imputar un crimen a sabiendas de que la imputación es falsa. Se trata de una imputación no motivada por un error de información o de apreciación sino por el propósito de infamar a los imputados.

Como los atropellos de los diversos cuerpos policiacos han sido tristemente frecuentes en el país, seguramente los acusadores en este caso calcularon que la inculpación sería creída por la opinión pública y de esa manera agregarían un nuevo mártir a su lucha.

Por lo visto no tomaron en cuenta que podían ser desmentidos, como lo fueron nada menos que por la madre de la joven.

No sabemos cuántas veces más habrán tergiversado hechos para hacerse de banderas adicionales de lucha, pero el solo caso que nos ocupa muestra una faz ética contorsionada, una disposición a conseguir sus objetivos sin reparar en escrúpulos.

No todo se vale en la protesta social: no son admisibles ni la violencia ni la canallada de falsas acusaciones de los crímenes más aborrecibles.