Admiración por el derrotado

En cuanto tuvo noticia de que la tendencia de la votación era irreversible, José Antonio Meade reconoció que Andrés Manuel López Obrador había triunfado y le deseó éxito por el bien del país, actitud que el ahora triunfador no tuvo en ninguna de sus derrotas anteriores, tras las que denunció, sin pruebas, que había sido víctima de fraude, e incluso en una ocasión bloqueó como protesta Paseo de la Reforma. Admitir la victoria del adversario en las urnas es actitud propia de un demócrata.

            Después, tanto Ricardo Anaya como Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco, seguramente orillados por la actitud de Meade, hicieron el mismo reconocimiento, a pesar de que el Instituto Nacional Electoral aún no daba a conocer cifras. No hacía falta. La victoria de López Obrador era indudable.

            Así, por primera vez desde que tenemos procesos electorales conducidos y calificados por un instituto profesional autónomo e imparcial, nadie puso en duda la voluntad de la mayoría de los ciudadanos, situación que en los países con regímenes democráticos consolidados no es excepcional. En una democracia, el proceder de los perdedores en cualquier contienda electoral debe ser la del deportista vencido en buena lid: aceptar el resultado.

            Es natural que en este momento todos los medios hablen del próximo Presidente. Está plenamente justificado que así sea, pues a él le tocará la complicada responsabilidad de conducir los asuntos públicos del país, los nacionales y los internacionales, en un momento que, como todos los anteriores en nuestra historia, presenta serias dificultades. Por otra parte, a los derrotados suele ignorárseles por el simple hecho de serlo.

            Precisamente por eso quiero en este espacio hablar de Meade. Es importante aclarar que no tengo amistad con él. Pero desde que se dio a conocer su candidatura, me pareció la mejor opción para la Presidencia de México, y lamento mucho que no haya ganado, porque tuvo que competir cargando el hándicap de ser el abanderado del PRI, partido a cuyo gobierno una buena parte de la ciudadanía atribuye todos los males del país sin reconocerle un solo mérito.

            Meade no es, nunca ha sido, priista ni panista. Fue colaborador brillante y honrado de presidentes de uno y otros signos políticos. Basta conocer su trayectoria, escucharlo, compararlo con sus competidores y saber que su estilo de vida no ha sido nunca incompatible con sus ingresos económicos para entender que era, por mucho, el mejor de los aspirantes.

            ¿Por qué decirlo ahora, cuando la suerte está echada, cuando los sufragios se han inclinado mayoritariamente por otro candidato? Lo quiero decir ahora porque no olvido las negaciones de Pedro antes del canto del gallo, porque siempre me ha producido placer intelectual expresar mis convicciones, sobre todo cuando van a contracorriente de las adhesiones de la mayoría, porque me ofenden emocionalmente los que ocultan sus posturas y preferencias al advertir que no son redituables, y porque toda la vida me ha resultado muy grato manifestar mi admiración por quienes considero que la merecen.

            Al escuchar a Meade admitir que el candidato favorecido en las urnas era precisamente el que propone un proyecto de Nación diametralmente distinto al suyo, lo admiré aún más. Era una muestra, inequívoca, de su talante democrático y de que el poder no es su obsesión: compitió por la Presidencia convencido de que era la persona idónea para ocuparla, pero aceptó las reglas democráticas, el veredicto de los votantes.

            A pesar de que las encuestas señalaban como claro favorito a López Obrador, no me abandonó la esperanza de que las empresas encuestadoras hubieran vuelto a fallar como tantas otras veces en diferentes países. Nunca he dejado de ser crédulo. Me encanta fantasear. Me siento fascinado ante lo improbable. Me han pasado cosas verdaderamente inauditas —si les contara, lectores— y nunca dejo de esperar sorpresas que contraríen lo previsible.

            En lo que no creo es en lo imposible, en las promesas que se hacen a sabiendas de que no tienen posibilidad alguna de cumplirse, en la demagogia que aprovecha tanto el hartazgo con lo existente como el desesperado afán de creer en lo prometido… aunque en el fondo realmente no se crea.