Pero vemos que el hombre
no se detiene por debajo de la naturaleza de los elementos y del Sol y la
Tierra, sino que entiende, desea y actúa muy por encima de ellos, sus propios
altísimos efectos, de tal modo que no depende de aquéllos, sino de una causa
mucho más alta, que se llama Dios.
De modo que, cuando el
hombre discurre, piensa por encima del Sol, y luego más arriba, y luego fuera
del cielo, y luego sobre más mundos, infinitamente, como discurrieron los
epicúreos. Pues de alguna infinita causa es él efecto, y no del Sol y la
Tierra, por encima de los cuales infinitamente se eleva. Dice Aristóteles que
es vana imaginación pensar tan alto; y yo digo, con Trismegisto, que es
bestialidad pensar tan bajo; Y necesito que él me diga de dónde proviene esa
infinidad. Si la respuesta es que de un mundo semejante, entonces se piensa en
otro semejante, y luego en otro, y luego en infinitos; y yo juzgo que ese ir
pasando de semejante a semejante, sin fin, es un acto de algo que participa del
infinito (…).
Que los animales no
tengan tan grande discurso, se ve porque de tal discurso ha nacido el
conocimiento del Dios infinito, y a él se le hicieron sacrificios y templos y
doctrinas sagradas, las cuales no se encuentran entre los animales. Y aunque
algunos de ellos adoren a la Luna, como lo hacen los elefantes, y otros al Sol,
como el gallo, y otros a otra cosa, sin embargo, no han elevado su religión
hasta el Dios infinito. Acaso hay que considerar que entre las abejas y los
animales gregarios hay un conocimiento confuso de la divinidad, pues toda cosa
ama al bien, y todos en confusión presienten el bien primero. Pero esta clara
ciencia del infinito invisible sólo en el hombre es puesta de manifiesto por
los sacrificios, mientras que la religión de los brutos sólo se dirige a las
criaturas finitas visibles, que para ellos son manifiestamente superiores por
los bienes temporales que de ellas reciben. En cambio, la del hombre se dirige
hacia el infinito bien invisible, y a alcanzar los bienes eternos al tiempo que
desprecia los bienes temporales.
Además de eso, ningún
ente efectúa de manera ociosa sus mayores acciones, sino que todos las
enderezan hacia su fin cierto por naturaleza; y el hombre tiene para sus
nobilísimas operaciones la religión y la ciencia las cuales más serían una
penalidad para su vida corporal, que no útiles. De modo que es forzoso que le
convenga otra vida y que su alma se comunique con la divinidad, de lo cual han
dado fe tantos hombres sapientísimos e ignorantísimos, de toda condición,
quienes, con la sangre derramada, con milagros, con testimonios, con fervor de
espíritu y con certeza de aseveración, sin dudarlo y sin desear honores y
bienes en la vida presente, han hecho saber al mundo que han hablado con los
ángeles, con Dios, y que han visto que nos corresponde inestimable beatitud
después de esta vida estimada por ellos. Ciertamente, la religión es natural
para todos los hombres que, padeciendo adversidades o teniendo buena fortuna,
de repente miran al cielo para pedir socorro o para dar gracias, y con este fin
encontraron los sacrificios y las oraciones; pero otros actúan de otra manera,
y esto proviene de la conveniencia, del país y de las maneras diferentes que
hay de entender las cosas supremas, y a veces da algunos errores en el modo,
pero no en la cosa, mientras cada cual cree estar adorando al verdadero Dios; y
todo esto es signo de que el hombre tiene comunicación con los seres supremos.
Además de eso, no está
en la naturaleza de las cosas pensar en lo que no conviene por naturaleza, sino
que todas tienden a conservarse en la vida que les ha correspondido; pero el
hombre no se contenta con la vida presente, sino que piensa en la hora, estudia
el modo de conocerla y pasa todo tipo de afanes para llegar a ella. La
naturaleza le habría dado una curiosidad demasiado vana al hombre si esta vida
no le fuese útil después de la muerte; y la naturaleza no actúa en vano ni da
deseos tan extraños a los demás animales, de modo que los peores entes estarían
en mejores condiciones que los mejores.
De un modo semejante el
afán del hombre es infinito, pues no le basta tener poder, ni una ciudad, ni un
reino, ni un mundo; y Alejandro se dolía por no poder ir a sojuzgar los mundos
de Demócrito; y ese deseo lo tenemos todos. De manera que eso es signo de que
el infinito es objeto de nuestro natural apetito, y aun cuando el fuego arda
sin fin, y aun cuando todas las demás cosas quisieran vivir sin fin, de donde
parece que ese deseo nazca del fuego, tampoco el hombre se dirigiría por
naturaleza hacia aquellos apetitos que no puede saciar; los brutos se contentan
con un pastizal y con una hembra para generar y no van adquiriendo más de lo
que les hace falta, aun cuando el ardor que ellos poseen sea más vigoroso que
el nuestro, como lo es el del león y el del avestruz (…).
Además de esto, el
hombre nace desnudo, inerme, con poca habilidad, llorando, sin saber mamar ni
comer ni ayudarse; y todos los demás animales nacen vestidos con escamas, con
plumas, con pelo, armados con dientes, con cuernos, con espinas, con uñas, con
garras, con pico, y saben caminar en seguida y comer y valerse; y aun así el
hombre, al cabo de poco tiempo, vence a todos los animales y se viste con sus
pieles y come sus carnes, y los doma y cabalga en ellos, y hace uso de la
fuerza de esos animales como si se tratase de la suya. Se viste de oro, de
plata, de hierro, nada en el mar, vuela en el aire como Dédalo, corre por la
tierra con sus pies y con los de los animales, y todo el mundo camina por el
agua, venciendo las olas magníficas y los vientos fieros como señor del mar, y
todos los metales doma y extiende y trabaja. Con los árboles hace naves, aposentos,
asientos, cajas, fuego; come sus frutos y hace uso de sus hojas y de sus flores
como diversión o como medicina. Hace uso de las piedras, de los montes, de los
bosques, según su gusto,
y parece ser el señor
del mundo tanto como el de los animales.
Pues bien, ¿qué animal
fuerte y astuto puede hacer lo que hace el hombre inerme, desnudo, débil y
tímido, ni aun siquiera una mínima parte de todo eso? Me dirás que las abejas
forman república como el hombre, que los elefantes tienen religión, que la arañas
hacen unas redes tan sutiles que el hombre no podría fabricarlas, que otros
construyen nidos y que otros saben guerrear adecuadamente. Y yo te digo que,
todas cuantas cosas hacen los demás animales, las hace también el hombre, y aún
más, pues él instituye repúblicas, hace leyes y ciudades y templos, religiones
a Dios y medicina mejor que los perros, que los ibis y que el hipopótamo. Y,
mientras que cada uno de ellos tiene una sola cosa, él tiene mil, y todas
buenas. Pues hace las redes para los pájaros como la araña, las celdas como las
abejas, la milicia como las grullas y los peces, y de todos los animales toma
ejemplo y mejora aún sus artes e industrias; y vence aun la fuerza del
elefante, que lleva sobre sí una torre de hombres y él lo doma y lo manda; e
igualmente al león; y mata y se come las ballenas.
¿Qué más se puede decir?
Ningún animal, aunque tenga manos, como los simios o el oso, sabe apoderarse
del fuego ni tocarlo ni cogerlo del suelo, arrancarlo de las piedras,
encenderlo, ablandar con él los metales, mover los montes, cocer los alimentos
y hacer truenos y rayos como Dios los hace en el aire, y así lo hace el hombre
con la artillería, y aquella cosa maravillosa de hacer de noche día con las
velas y todos esos accesorios de manera tan admirable, y así hace uso del fuego
como de una cosa ruin en relación con él (…).
Pero la astronomía
muestra al hombre celestial, pues mira hacia arriba y mide la magnitud de las
estrellas, enumera los movimientos, Y aquellos que no ve, los finge con
epiciclos y con excéntricas, y echa unas cuentas tan ajustadas como si no sólo
fuese el conocedor, sino el artífice del cielo; y en tal variedad de opiniones
sobre el modelo y los principios de las cosas se muestra su divinidad, que por
tantos caminos se dirige al conocimiento del Creador. Y, cosa magnífica, ha
hallado cuándo se producen los eclipses de los astros y los predice muchos
siglos antes de que se produzcan, así como las conjunciones y los aspectos de
todas las estrellas, y sus naturalezas y sus nombres, y las de los cometas, y
sus significados y sus influjos, lo que producen en la tierra, en el aire y en
el agua, los tiempos de los solsticios y de los equinoccios, y sus mutaciones,
y los apogeos y excentricidades que se consiguen en el crisol. Y, cuando Dios varía
algo en el cielo, el hombre acude y anota sus anomalías e irregularidades, y
siempre hace nuevas tablas e índices de cosas lejanísimas, y argumenta sobre la
muerte y la vida no sólo del hombre, sino de los animales, de las repúblicas,
de los reinos, e incluso del propio mundo que debe perecer por el fuego.
Todos los animales están
dentro del vientre del mundo, y el hombre está en ellos, como gusanos dentro
del vientre de un animal, pero sólo los hombres advierten lo que es ese segundo
gran animal, y sus principios, cursos, vida y muerte. De modo que el hombre no
está sólo como un gusano, sino como admirador y lugarteniente de la primera
causa, arquitecto de todas las cosas. Además de eso, el hombre se comunica con
los ángeles, con los demonios y con el Señor Dios; y negarlo es insolencia,
como si alguien negase que existe Roma por no haberla visto nunca, y como negar
que en el mundo haya existido César o Alejandro porque no estuvo en su tiempo;
y así, con tantos milagros y con la vida propia, lo creen todas las gentes, y
es una gran falsedad la de Aristóteles, que niega a los ángeles y a los
demonios.
Fuente:
T. Campanella, “La naturaleza del hombre” (fragmentos de De sensu rerum et magia), en Eugenio Garin, El renacimiento italiano. Barcelona, Ed. Ariel, 1986, pp. 73-76.