Areopagítica. Discurso del Sr. John Milton por la libertad de prensa sin licencia ante el Parlamento de Inglaterra (fragmento)

Si nuestra intención es regular la imprenta, para con ello corregir modales, es menester regular toda recreación y pasatiempo, todo lo deleitoso para el hombre. No se debería oír música, ni canción alguna componerse o cantarse, excepto si fuese solemne o dórica. Ha de licenciarse a los bailarines para que ningún gesto, movimiento o porte se enseñe a nuestros jóvenes, exceptuando los que por vuestro permiso se consideren honestos; y de esto ya se cuidaba Platón. Se requerirá del trabajo de más de veinte licenciadores para examinar todos los laúdes, violines y guitarras de cada casa; no se ha de consentir que parloteen como es su costumbre, sino que ha de licenciarse lo que pudieren decir. ¿Y quién acallará todas las cantigas y madrigales que dulzuras balbucean en los aposentos? También en las ventanas y en los balcones debe pensarse; hay a la venta libros mañosos, con peligrosos frontispicios; ¿y quién habrá de prohibirlos?, ¿acaso veinte licenciadores? Las aldeas igualmente habrán de tener sus visitadores para que averigüen a qué armonías la gaita y la bandurria se avienen; y hasta llegar a la cantilena y la escala de todo violinista pueblerino, porque son éstas las Arcadias y los Montemayores de los provincianos.

Y entonces, ¿qué mayor corrupción nacional, por la que a Inglaterra se impreca en el extranjero, que la glotonería doméstica? ¿Quiénes habrán de regir nuestros diarios desórdenes? ¿Y qué habrá de hacerse para refrenar a las multitudes que visitan aquellos locales donde la ebriedad se vende y se alberga? Nuestros ropajes también debiesen ser remitidos a licencia de funcionarios más sobrios para que vigilen se les corte con diseño menos licencioso. ¿Quién regulará la variopinta convivencia de nuestros jóvenes, varones y mozas en conjunto, como es la moda en este país? ¿Quién habrá aun de determinar lo que ha de conversarse, lo que ha de presumirse, sin ir más allá? Por último, ¿quién habrá de prohibir y separar todo ocioso concurso, toda mala compañía? Tales cosas han sido y serán; pero en que sean menos dañinas y tentadoras ha de consistir la grave y regidora sabiduría del Estado.

Enajenarse del mundo en sistemas atlánticos y utópicos que jamás puedan ponerse en práctica no enmendará nuestra condición; para esto habrá de gobernarse sabiamente en este mundo de maldad, en medio del cual Dios nos ha echado sin remedio. Tampoco conseguirá esto el licenciamiento platónico de libros, el cual conlleva muchos otros tipos de licencia que a todos nos traerán el ridículo y el hastío, y aun la frustración; no obstante, son aquellas inéditas, o al menos irrepresivas, leyes de educación virtuosa, de formación religiosa y civil que Platón menciona como vínculos y trabas de la mancomunidad, pilares y fundamentos de todo estatuto escrito, las que han de ejercer mayor influencia sobre asuntos tales, en que todo licenciamiento sea fácil de eludir. La impunidad y la negligencia, cierto, son el veneno de cualquier mancomunidad; pero el arte más grande está en discernir en qué ha de imponer restricción y castigo la ley, y en qué cosas únicamente la persuasión ha de emplearse.

Si toda acción, ya fuese buena o mala para hombre sazonado, hubiese de estar bajo escrutinio, prescripción y obligación, ¿que sería la virtud sino mero nombre y qué encomio merecerían las buenas acciones?, ¿que gracia tendrán los sobrios, los justos o los contenidos? Muchos hay que se quejan por haber permitido la Divina Providencia la trasgresión de Adán. ¡Estultas lenguas! Al darle Dios razón, le dio también libertad de elegir, pues la razón no es sino elección; hubiese sido de otra manera un Adán artificial, como aquellos Adanes de los titiriteros. Nosotros no nos juzgamos de aquella obediencia o amor o don que se nos da por fuerza: Dios por esto lo dejó libre y le presentó un objeto provocador casi frente a sus ojos: en esto consistió su mérito, en esto la justicia de su recompensa, el encomio de su abstinencia. ¿Para qué creó Él pasiones en nuestros adentros, placeres en derredor nuestro, sino para que, bien templados, fuesen los ingredientes mismos de la virtud?

No ponderan hábilmente las cosas humanas los que imaginan deshacerse del pecado deshaciéndose de su materia; porque, además de ser enorme bulto que crece con el acto mismo de menguar (y aunque alguna parte de él por un tiempo se retirara de algunas personas) no puede ser removido de todos en cosa tan universal como son los libros; y aunque esto se lleve a cabo, el pecado permanecería entero. Aunque arrebatéis a un hombre codicioso todos sus tesoros, así le quedara una joya no podríais privarlo de su codicia. Aunque desterrareis todo objeto de deseo y encerrareis a todo mozo en la disciplina más severa que pudiere ejercitarse en cualquier claustro, no podríais hacerlos castos si de tal guisa no fueran ya: gran cuidado y sabiduría se requieren para el justo manejo de tal instancia. Suponed que pudiésemos expeler el pecado por estos medios; observad que cuanto expelemos así del pecado, lo expelemos también de la virtud: porque la materia de ambos es la misma; eliminadla y a ambos eliminaréis igualmente.

Esto justifica la altísima providencia de Dios, quien, aunque nos ordene templanza, justicia y continencia, derrama también ante nosotros, y aun profusamente, toda cosa deseable, además de darnos intelectos que llegan más allá de todo límite y toda saciedad. ¿Por qué habríamos entonces de desear un rigor contrario a los designios de Dios y natura, al abreviar y escatimar aquellos medios, los libros con libertad permitidos, tanto para el juicio de la virtud como para el ejercicio de la verdad? Mejor haríamos en darnos cuenta de que ha de ser frívola la ley que las cosas restringe, actuando incierta aunque equitativamente a favor del bien y del mal. Y si hubiese yo de elegir, un sorbo de bien habría de preferirse mil veces a obstaculizar por la fuerza los malos actos. Porque Dios de cierto aprecia más el crecimiento y la formación de un virtuoso que la restricción de cien malhechores.

Y si bien cualquier cosa que vemos u oigamos o veamos, sentados, caminando, al viajar o conversar, podríamos llamar aptamente libro nuestro y serviría al mismo efecto que los escritos, y aun así conviniéramos que lo único que hubiere de prohibirse fueran los libros, parecería este Mandato insuficiente para el fin que persigue. ¿Acaso no vemos, no una o menos veces, sino cada semana, aquellas continuas injurias de la Corte contra el Parlamento y la Ciudad, impresa, como las hojas húmedas lo atestiguan, y distribuida entre nosotros con todo y las licencias?  Y aun así éste es el principal servicio, según podría pensarse, en el que el Mandato debiera dar fe de sí. Esto si hubiere de ejecutarse, diríais vosotros. Pero por supuesto, si tal ejecución es hoy remisa o miope —y en este caso particular—, ¿qué habrá de esperarse de ella en el futuro o para con otros libros? Si entonces el Mandato no ha de resultar vano o frustrado, he aquí vuestra nueva labor, lores y comunes: debéis revocar y proscribir todo libro escandaloso y sin licencia, ya impreso y diseminado; esto tras haber reunido todos en una lista, de manera que todos sepan cuáles han sido condenados y cuáles no. Asimismo habréis de ordenar que ningún libro extranjero sea liberado de custodia hasta que hubieren leído todos. Esta disposición requerirá todo el tiempo de no pocos guardas, quienes no han de ser hombres vulgares. Habrá también libros que sean en parte útiles y excelentes y en parte culpables y perniciosos; esta labor requerirá muchos más funcionarios que realicen expurgaciones y enmiendas para que la mancomunidad del saber no se vea mellada. En fin, cuando la multitud de libros se acreciente en sus manos, debéis de buen grado catalogar a todo aquel impresor que con frecuencia ofenda, y prohibir la importación de toda su sospechosa tipografía. En pocas palabras, para que vuestro Mandato sea exacto y no deficiente, habréis de reformarlo perfectamente y en concordancia con el modelo de Trento y Sevilla, lo cual sé de cierto aborreceríais llevar a cabo.

Sin embargo, aunque a ello os aviniereis, Dios no lo quiera, el Mandato sería aún infructuoso y fallido para el fin al que lo hubiereis dispuesto. Si ha de prevenir sectas y cismas, ¿quién será tan iletrado o estará tan mal catequizado en historia como para no saber de muchas sectas que tienen los libros por obstáculos y que conservan sin mezcla su doctrina durante muchos siglos, sólo gracias a tradiciones no escritas? Sabido es que la fe cristiana, que una vez fue cisma, se dispersó por toda Asia, antes de que algún evangelio o epístola se asentara en papel. Si la corrección de las maneras es lo que se busca, voltead a Italia y España, si es que esos lugares fueren apenas un tanto mejores, más honestos, más sabios, más castos, desde que todo el rigor inquisitorial se hubiere impuesto sobre los libros.

Otra evidencia de que este Mandato no alcanzará el fin que persigue: juzgad la calidad que ha de privar en todo licenciador. No podrá negarse que a quien se nombra juez para determinar el nacimiento o la muerte de los libros, o que fueren echados al mundo o no, precisa ser varón superior al nivel común, tanto estudioso como docto y juicioso, de manera que no existan errores graves en la censura de lo que es permisible o no, lo cual no es daño exiguo. Si fuere tan digno como le corresponde, no tendría más tediosa y desagradable labor y no caería mayor pérdida de tiempo sobre su cabeza que ser nombrado lector perpetuo de libros que no escoge, con frecuencia enormes volúmenes. No hay libro aceptable sino solamente en ciertas épocas; pero el que se imponga su lectura en todo momento, y con tipografía apenas legible, de la cual no se podría engullir ni tres páginas en algún momento dado ni con los caracteres más bellos, es una imposición que no comprendo cómo quien valore su tiempo y sus propios estudios, o quien tenga nariz sensible, pueda jamás soportar. A este respecto imploro la disposición de los licenciadores presentes para disculparme por pensar tal cosa: sin duda hicieron suyo este oficio por causa de su obediencia al Parlamento, cuyas órdenes tal vez les hicieron parecer todo fácil y nada farragoso. Pero que esta breve prueba los ha fatigado ya encuentra suficiente testimonio en sus mismos semblantes y en sus excusas para con aquellos que realizan numerosos viajes con el fin de solicitarles licencia. Al ver, por lo tanto, que quienes ahora poseen esta ocupación por todo signo evidente desean deshacerse de ella; y que es improbable que algún hombre de valía, alguno que no fuere pródigo de sus labores, los sucediese, a menos que fuera su intención hacerse del salario de un corrector de imprenta, podemos fácilmente prever la clase de licenciadores que habremos de esperar en adelante: ya ignorantes, imperiosos y remisos, o bajamente codiciosos. Esto tenía yo que demostrar: que este Mandato no podrá conducir al fin para el cual conlleva la intención.

Fuente:
Milton, John. Areopagítica. México, UNAM, 2009.