Eficacia del Derecho Penal frente a los Derechos Humanos[1]

La tutela de los Derechos Humanos se logra por diversos caminos, uno de ellos es el legislativo: han de emitirse normas eficaces y revisarse constantemente las existentes, a fin de detectar cuándo se requiere su modificación para erradicar prácticas ilegales y mejorar la impartición de la justicia.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos, consciente de ello, propuso al titular del Poder Ejecutivo una serie de reformas a los códigos penales que fueron, posteriormente, presentadas como iniciativa al Congreso de la Unión y, una vez que se discutieron en dicho Congreso, fueron aprobadas.

La doctrina contemporánea sostiene que las normas jurídico- penales deben regirse por los principios de fragmentariedad y subsidiariedad. Ello implica, por un lado, que del universo de las conductas antisociales solamente deben prohibirse, en el ordenamiento punitivo, las que realmente entrañan mayor gravedad y, por el otro que, dada la naturaleza subsidiaria del derecho penal, el Estado debe emplearlo como un último recurso, cuando no basten las normas del derecho civil o las del administrativo.

Estos principios obedecen a que el derecho penal es la más drástica reacción del Estado, sobre todo lo que se refiere a la pena privativa de libertad, la cual, además de afectar uno de los bienes más preciados del hombre, suele dejar secuelas imborrables. Por ende, es un imperativo de racionalidad que su empleo se rija por pautas rigurosas.

Hay una orientación deformada del derecho penal: existen figuras delictivas injustificables y penas exageradas o no idóneas, lo que se traduce en insufribles reproducciones de la desigualdad social y en sobrepoblación carcelaria proveniente, en su abrumadora mayoría, de las clases sociales desfavorecidas. Esa sobrepoblación en la República es, de acuerdo con datos de la Dirección General de Prevención y Readaptación Social de la Secretaría de Gobernación, del 52 por ciento. De ahí que se despenalizaran varias conductas que jamás debieron considerarse delictivas.

En virtud de las figuras de vagancia y malvivencia se sancionaba a desempleados y mendigos. Se convierte, así, en delincuentes a quienes en realidad son víctimas de una situación social indeseable. De acuerdo con una postura que la doctrina denomina “derecho penal de autor” se castiga, no por lo que se hace, sino por lo que se es, lo que resulta violatorio del principio de legalidad.

La transgresión de los reglamentos de tránsito, por sí misma, sólo causa daño a la seguridad de la circulación de peatones y vehículos, y por ello es correcto que se considere falta administrativa, pero no hay razón alguna para que sea delito. Tampoco la oposición a una obra o a un trabajo públicos debe ser objeto de conminación penal, salvo que se realice colectivamente y de común acuerdo.

El disparo de arma de fuego y el ataque peligroso se subsumen necesariamente, como en forma unánime señala la doctrina, en los delitos de homicidio o lesiones, o sus tentativas; Sancionar el disparo y el ataque adicionalmente es violatorio del principio non bis in idem.

La norma que sanciona la acción de proferir ultrajes contra símbolos e instituciones públicas se revela a todas luces inaplicable.

Acaso la despenalización antes propuesta no tenga un gran impacto en la tarea de menguar el conjunto de internos. Con todo, es importante que no se criminalice injustificadamente. Hay, por lo demás, otras vías, aquí seguidas, para lograr tal mengua.

Si bien hay delitos para los que el afán comunitario de justicia exige que, en todo caso, se aplique la pena correspondiente, existen muchos otros en los que, si el ofendido se da por satisfecho con la reparación del daño, la colectividad acepta que no haya punición. Los supuestos de delitos perseguibles por querella necesaria que están incluidos en el Código Penal eran notoriamente insuficientes.

Ampliar su ámbito significa el reconocimiento de que los hombres pueden llegar, tratándose de dichos bienes, a razonables fórmulas de solución particular, que logran el doble objetivo de que se repare el daño causado y de que no tenga que acudirse a la retribución punitiva. Se parte del supuesto de que los seres humanos somos capaces de dialogar y entendernos.

De ahí que se adicionaran varios artículos del Código Penal para el Distrito Federal en materia de fuero común y para toda la República en materia de fuero federal, para que proceda el perdón del ofendido en los casos de los delitos de violación de correspondencia, abandono de atropellado, lesiones leves, robo de uso, abuso de confianza, amenazas, fraude, despojo, salvo el realizado por grupos de más de cinco personas y el reiterado, y daño en propiedad ajena.

Sin duda no hay prisión más injusta que la preventiva, pues se sufre sin previa condena judicial. Así se reconoció en el VIII Congreso de las Naciones Unidas sobre la prevención del delito y el tratamiento del delincuente, celebrado en La Habana en 1990.

La reforma del Código Federal de Procedimientos Penales y del Código de Procedimientos Penales para el Distrito Federal, agregó nuevas modalidades de garantías para el otorgamiento de libertad provisional, que facilitan su otorgamiento a inculpados con pocos recursos. Además, amplió las posibilidades de libertad bajo protesta, lo que permite combatir una injusticia de clase, a saber que: inculpados por el mismo delito, permanezcan en prisión quienes no puedan pagar la garantía económica, y fuera de ella los que puedan hacerlo.

Es también razonable que el juzgador no esté constreñido a imponer una sanción privativa de libertad cuando dicta sentencia condenatoria en aquellos delitos que no son los de gravedad mayor y que pueda optar, tomando en cuenta las circunstancias

del caso y las características del delincuente, por imponer sanciones alternativas La Organización de las Naciones Unidas ha impulsado esa tendencia, en el entendido de que tales sanciones no necesariamente son alternativas suaves, puesto que incluyen una denuncia del acto e imponen apremiantes exigencias al condenado.

Es posible tanto castigar como rehabilitar a ciertos delincuentes sin enviarlos a la cárcel. En consecuencia, la reforma introdujo la multa como sanción disyuntiva en numerosas hipótesis que se castigaban con prisión, o con prisión y multa acumulativamente. Fueron los casos de los delitos de negativa a declarar en juicio, quebrantamiento de sellos, ejercicio indebido del propio derecho, ocultamiento de cadáver, insolvencia provocada, abandono de atropellado, robo de uso, incumplimiento de la obligación de transmitir mensajes, desobediencia civil, variación del nombre o del domicilio, fraude por una cantidad que no exceda diez veces el salario mínimo, adquisición o posesión de drogas para consumo personal, lesiones leves, acopio, portación y tráfico de armas prohibidas, falsificación de documentos, amenazas y abandono de hijos o cónyuge.

Aún más, en el precepto que contempla criterios para la individualización judicial se dispuso expresamente que la pena de prisión sea impuesta, en los casos en que el juez cuente con alternativa, cuando ello sea ineludible a los fines de justicia, prevención general y prevención especial.

Se aumentaron también los casos en que, por motivos humanitarios, el juez puede prescindir de la pena privativa o restrictiva de libertad. Al supuesto de que el sujeto activo hubiese sufrido consecuencias graves en su persona, se agregaron los de senilidad y precario estado de salud.

Se otorgaron al juez nuevas posibilidades de substituir la prisión por trabajo a favor de la comunidad, semilibertad, tratamiento en libertad o multa, y de conceder la condena condicional, con lo que se ensancharon los contornos de las penas no privativas de libertad, en la línea de la opinión progresista contemporánea, según la cual el encarcelamiento, ya que trae consigo graves restricciones al derecho a conformar la propia vida, es prescindible respecto de aquellos delitos que no son capitales.

Por otro lado, también se tomaron medidas de tipo legislativo, que comenzaron a revelarse eficaces en la lucha por erradicar la práctica de la tortura.

Aunque las normas mexicanas prohíben el tormento y niegan valor probatorio a declaraciones hechas bajo tortura, sucedía que, de manera totalmente contraria, la carga de la prueba recaía en quien alegaba ser torturado, y probar la tortura es casi imposible, pues se realiza clandestinamente y sus autores conocen muy bien cómo llevarla a cabo sin dejar huellas perceptibles por los sentidos.

Se hicieron, entonces, modificaciones a los Códigos de Procedimientos Penales federal y del Distrito Federal, gracias a las cuales se revierte una situación inaceptable, porque se dispone que la confesión rendida ante la autoridad policial carecerá absolutamente de validez. Solamente será válida la que se rinda ante el Ministerio Público o el juez de la causa, con la imprescindible presencia del defensor del inculpado o persona de su confianza y, en su caso, del traductor. Con ello se invierte la carga de la prueba. De no acreditarse la presencia del defensor, ante quien sería prácticamente imposible torturar al inculpado, la declaración de éste no tendrá valor alguno.

Ahora, el que todas estas reformas logren las finalidades para las cuales fueron realizadas está en gran parte en manos de los poderes judiciales. Hago votos fervientes porque su entrega y devoción hagan posible una mejor impartición de justicia en México, lo cual es uno de los grandes reclamos nacionales de nuestros días.

Fuente:
Carpizo, Jorge, “Eficacia del Derecho Penal frente a los Derechos Humanos”, en Derechos Humanos y Ombudsman, México, Comisión Nacional de Derechos Humanos, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, 1993, pp. 223–227 . Disponible en: https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/8/3848/10.pdf (última consulta: 20/09/22).


[1] Ponencia presentada al Sexto Congreso Nacional de Doctores en Derecho. Gaceta, CNDH, núm. 21, abril de 1992.