El Estado Islámico

Para las mentes ilustradas, educadas en el respeto a la libertad de conciencia, no es fácil comprender la mentalidad de quienes pretenden imponer a todos sus creencias religiosas y, más aún, someterlos a unas estrictas normas de conducta basadas en esas creencias. Todavía más incomprensible resulta que el terror extremo sea la estrategia para conseguirlo.

Tal actitud produce perplejidad horrorizada porque sabemos que “ocurre con la religión lo que con el amor. El mandato nada puede, la imposición menos todavía; nada hay más independiente que amar y querer” (Amelot de la Houssaye, en las Cartas del cardenal de Ossat).

Los yihadistas agrupados en el Estado Islámico de Irak y el Levante pregonan cierta interpretación fundamentalista del Islam y, convencidos de que quienes no la comparten son infieles, están coaccionando sistemáticamente a las minorías atrapadas en las zonas de Irak y Siria que mantienen bajo su control. El ultimátum es convertirse o morir.

El Estado Islámico exhibe sus atrocidades en las redes sociales para mejor cumplir su objetivo de vencer toda resistencia aterrando a la población: secuestro de mujeres, niñas incluidas, para ser reducidas a la condición de esclavas sexuales; enterramientos de personas vivas a quienes obligaron a cavar sus propias tumbas, y asesinatos a sangre fría, a tiros o por decapitación, de quienes no proclamen que se han convertido.

Resulta espeluznante que, no obstante los actos brutales que ha perpetrado contra civiles indefensos, el Estado Islámico cuente con numerosos combatientes profesionales provenientes de muy diversas partes del mundo, aun de países occidentales. Tal cosa me recuerda la doctrina de los gnósticos, quienes, en los primeros siglos del cristianismo, sostenían que el mundo había sido creado por un demiurgo perverso, no por Dios.

Esta oleada de acciones infrahumanas contraría a los valores más caros de nuestra civilización, que desde hace muchos siglos consagró la libertad de conciencia, sin la cual la dignidad es impensable. Me resulta sumamente raro, como una pesadilla, que en pleno siglo XXI haya que argumentar respecto de lo absurdo de toda persecución religiosa. Sin embargo, como observó hace siglos el arzobispo Tillotson, a quien Voltaire llamó el más prudente y elocuente predicador de Europa, “todas las sectas se enardecen con tanto más furor, cuanto menos razonables son los objetos de su arrebato”.

Europa y Estados Unidos han tardado en reaccionar, pero al fin se ha conformado una alianza internacional contra la barbarie fanática.

En el nombre de Dios, mejor dicho de alguno de los dioses venerados por los devotos, se han cometido los peores crímenes.

Los verdugos religiosos de todos los tiempos han creído que se están ganando el paraíso. Extraño mérito para la gloria eterna. Extraño dios el que quiere que se le glorifique destruyendo vidas. Extraños creyentes los que de eso están convencidos.

El gran Voltaire escribió que el amor al género humano es una virtud desconocida por los fanáticos que persiguen. Ω