El gigante egoísta

Óscar Wilde[2]

Todas las mañanas, al regresar de la escuela, los niños iban a jugar al jardín del Gigante. El jardín era grande y bello, y estaba cubierto de suave pasto verde. Por aquí y por allá se levantaban sobre el pasto flores preciosas como estrellas; había doce árboles de duraznos que en primavera estallaban en flores de rosa y perla, y en otoño daban frutos sabrosos. Los pájaros se posaban y cantaban tan dulcemente que los niños suspendían su juego para escucharlos. ¡Qué felices somos aquí! se gritaban unos a otros.

            Un día el Gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles y se había quedado con el por siete años. Después de ese tiempo ya le había dicho al ogro todo lo que tenía que decirle, porque su conversación era limitada, y decidió a regresar a su castillo. Cuando llegó, vio a los niños jugando en el jardín.

            —¡Qué están haciendo aquí!— gritó con voz rugiente, y los niños se fueron huyendo.

            —Mi jardín es solamente mío— dijo —cualquiera puede entender eso y no voy a permitir que nadie juegue en él sino yo—. Entonces construyó un muro alto alrededor del jardín y puso un letrero: LOS INTRUSOS SERÁN CASTIGADOS. Era un gigante muy egoísta.

            Los pobres niños ya no tenían dónde jugar. Intentaron hacerlo en la carretera, pero había mucho polvo y estaba llena de piedras, y no les gustaba. Cuando salían de la escuela, iban a caminar alrededor del alto muro y platicaban del jardín que estaba dentro. Qué felices éramos allí, se decían unos a otros.

            Vino la primavera y por todo el campo hubo florecillas y pajaritos. Solamente en el jardín del Gigante Egoísta seguía siendo invierno. A los pájaros no les apetecía ir a cantar ahí porque no había niños, y a los árboles se les olvidó florecer. Una vez, una bella flor asomó su carita entre el pasto, pero cuando vio el letrero sintió tanta pena por los niños que regresó a la tierra y volvió a dormir. Los únicos que estaban complacidos allí eran la Nieve y la Escarcha. La primavera se ha olvidado de este jardín, gritaron, y podremos vivir aquí todo el año. La Nieve cubrió todo el pasto con su gran manto blanco, y la Escarcha pintó de plata todos los árboles. Luego invitaron al Viento del Norte a estar con ellas, y él vino. Estaba cubierto de pieles y aullaba todo el día por el jardín derribando las chimeneas. Éste es un lugar delicioso, decía, debemos pedir al Granizo que nos visite. Y vino el Granizo. Todos los días, durante tres horas, repiqueteó sobre los techos del castillo hasta que rompió casi todas las tejas, y luego corrió alrededor de todo el jardín tan rápido como pudo. Vestía de gris y su aliento era como de hielo.

            No entiendo por qué la primavera tarda tanto en venir, decía el Gigante Egoísta, mientras se sentaba a la ventana y miraba su jardín blanco y frío. Espero que cambie el clima. Pero la primavera nunca vino y tampoco el verano. El otoño trajo frutos dorados a todos los jardines, pero ninguno al jardín del Gigante Egoísta. Es muy egoísta, dijo el otoño. Y siempre era invierno allí, y el Viento del Norte, el Granizo, la Escarcha y la Nieve danzaban entre los árboles.

            Una mañana, el Gigante estaba despierto, acostado en su cama, cuando escuchó una bella tonada. Sonaba tan dulce a sus oídos que creyó que eran los músicos del Rey que pasaban por ahí. Realmente se trataba de un pequeño gorrión que cantaba en la ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba el canto de un pájaro en su jardín, que aquello le pareció la música más bella del mundo. Entonces el granizo dejó de danzar sobre su cabeza, el Viento del Norte paró de rugir y un perfume delicioso le llegó a través de la persiana abierta. Creo que finalmente ha llegado la primavera, dijo el Gigante, y saltó de la cama para mirar.

            ¿Qué fue lo que vio? Por un pequeño agujero en el muro, los niños habían entrado y estaban en las ramas de los árboles. En cada rama que estaba a la vista había un niño pequeño. Y los árboles estaban tan contentos de tener a los niños de vuelta que se habían cubierto de flores y ondeaban sus ramas suavemente sobre las cabezas de los niños. Los pájaros volaban alrededor y piaban con deleite, y las flores asomaban por el pasto y reían. Era una escena encantadora. Solamente en un rincón era invierno todavía. Era el rincón más alejado del jardín, donde se encontraba un niño pequeñito. Era tan pequeño que no podía trepar a las ramas del árbol y daba vueltas alrededor de éste llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía encima de él. ¡Trepa, niñito!, decía el árbol, e inclinaba sus ramas lo más abajo que podía, pero el niño era muy pequeño.

            Y mientras el Gigante miraba, el corazón se le enterneció. ¡Qué egoísta he sido! dijo. Ahora sé por qué la primavera no venía. Voy a subir al niñito al árbol y luego derribaré el muro, y mi jardín será para siempre el patio de juegos de los niños. Estaba muy arrepentido de lo que había hecho.

            Así que bajó las escaleras, abrió la puerta muy suavemente y salió al jardín. Pero cuando los niños lo vieron, tuvieron tanto miedo que huyeron corriendo. Y en el jardín fue otra vez invierno. Solamente el niño pequeño no corrió porque sus ojos estaban tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Y este se puso sigilosamente detrás del niñito, lo tomó suavemente en sus manos y lo subió al árbol. De repente, el árbol estalló en flores y los pájaros vinieron y cantaron en él. Y el niñito estiró sus brazos y rodeó con ellos el cuello del Gigante y lo besó. Los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malvado, regresaron corriendo, y con ello volvió la primavera. Éste es ahora su jardín, niños, dijo el Gigante, y tomó un hacha grande y derribó el muro. Cuando la gente fue al mercado a las doce, vio al Gigante jugando con los niños en el jardín más bello que jamás habían visto.

            Los niños jugaban todo el día y por la tarde iban a despedirse del Gigante. Pero, ¿dónde está su compañero pequeño? decía. El niño que subí al árbol. El Gigante lo amaba más que a todos porque lo había besado. No sabemos, contestaban los niños; se fue. Deben decirle que no falte mañana, dijo el Gigante. Pero los niños dijeron que no sabían dónde vivía y que no lo habían visto antes. El Gigante se sintió muy triste.

            Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños venían y jugaban con el Gigante. Pero al niño pequeño, el que el Gigante amaba, no se le volvió a a ver. El Gigante era muy bondadoso con todos los niños, pero añoraba a su primer pequeño amigo y frecuentemente hablaba de él. ¡Cuánto me gustaría verlo!, decía.

            Pasaron los años y el Gigante se hizo muy viejo y débil. Ya no podía jugar; se sentaba en un sillón enorme a observar los juegos de los niños y admirar su jardín. Tengo muchas flores bellas, decía; pero los niños son las flores más bellas de todas.

            Una mañana de invierno miró por la ventana cuando estaba vistiéndose. Ahora ya no odiaba el invierno porque sabía que era simplemente la primavera dormida y que las flores estaban descansando.

            De repente algo que vio hizo que se frotara los ojos de asombro, y miró una y otra vez. Realmente estaba viendo algo maravilloso. En el rincón más lejano del jardín estaba un árbol completamente cubierto de flores blancas. De sus ramas doradas colgaban frutos de plata, y debajo estaba de pie el niño pequeño que había amado.

            Con gran alegría, el Gigante bajó corriendo las escaleras y salió al jardín. Rápidamente cruzó por el pasto y se acercó al niño. Cuando estuvo a su lado, el rostro del Gigante se puso rojo de ira, y dijo: ¿Quién se ha atrevido a lastimarte? Porque en las palmas de las manos del niño estaban las huellas de dos clavos, y las mismas marcas aparecían en los dos pies pequeños. —¿Quién se atrevió a lastimarte?— gritó el Gigante; —dime, que tomaré mi gran espada y lo mataré—. —¡No!—, respondió el niño, —éstas son las heridas del Amor—. —¿Quién eres tú?— dijo el Gigante, y un extraño temor se apoderó de él, y cayó de rodillas frente al niño pequeño.

            El niño sonrió al Gigante y le dijo: Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, el Paraíso.

            Y cuando esa tarde los niños entraron al jardín, encontraron al Gigante muerto debajo del árbol, cubierto todo de flores blancas. Ω

[1] Tomado de: http://pinkmonkey.com/dl/library1/giant.pdf y traducido para Perseo por José A. Aguilar V.

[2] Óscar Wilde (1854-1900). Poeta, novelista y dramaturgo irlandés. Considerado un excéntrico, fue líder del movimiento denominado “el arte por el arte”. Fue encarcelado durante dos años por ‘prácticas homosexuales’.