El huevo de la serpiente

El Presidente estaba obligado a condenar con toda energía la agresión infligida a los integrantes de la Caravana por la Verdad, Justicia y Paz, encabezada por Javier Sicilia y Adrián LeBarón, y a los padres de niños con cáncer que se quejan por la falta de medicamentos para sus hijos. ¿Por qué se les agredió? Simplemente porque se encontraban ejerciendo un derecho elemental, consagrado en nuestra Constitución, las constituciones de todos los países democráticos y los tratados de derechos humanos. Estaban expresando su descontento ante las políticas de seguridad y atención a la salud.

            Lo menos que podía esperarse del Presidente era la reprobación categórica del ataque no sólo porque atentó contra un derecho imprescindible en todo régimen democrático, lo cual resultaba más que suficiente para la condena, sino porque los agresores lo vitoreaban mientras ofendían a los manifestantes. El Presidente sólo dijo que había sido un encuentro entre grupos con posiciones diversas que, por fortuna, no pasó a mayores.

            Los ofensores hicieron gala de bajeza. Los ofendidos son personas que han perdido a sus seres queridos a consecuencia de algún delito o que viven la angustia extrema de que sus hijos, en riesgo de muerte por una de las enfermedades más devastadoras y letales, no estén recibiendo la debida atención médica.

            No importó a sus atracadores, quienes aullaban enfebrecidos: “¡Antimexicanos! ¡Traidores a la patria! ¡Lárguense a su país (seguramente en referencia a la doble nacionalidad de los LeBarón)! ¡Obrador, presidente, aquí está tu gente! ¡Es un honor estar con Obrador!”

            ¿No sintió vergüenza el Presidente de que esa turba voceara su nombre en justificación de su vesania? ¿No sintió la necesidad de deslindarse con toda firmeza de esos partidarios suyos? ¿No le pareció que era necesario decir que su gobierno no consentiría tales agravios, sino que, por el contrario, garantizaría el ejercicio del derecho a manifestarse?

            El Presidente no sólo omitió el más mínimo reproche a los atacantes, sino que aseveró que quienes ahora protestan contra el desmesurado aumento de la delincuencia actúan con hipocresía porque guardaron silencio ante la misma situación durante las administraciones anteriores.

            El Presidente falta a la verdad: no ha habido un solo mes, desde que se desató la espiral de violencia en el país, en el que allegados de las víctimas, activistas, columnistas y académicos no hayan señalado que el Estado está fallando en su deber principal, que es el de preservar la seguridad ciudadana.

            La actitud del Presidente es inadmisible: los que intentan intimidar a manifestantes para que no se atrevan a ejercer su derecho seguramente la perciben como un apoyo tácito a su matonismo, como una invitación a reincidir en sus atracos.

            Ya el Presidente había avisado que no recibiría a los integrantes de la Caravana por la Verdad, Justicia y Paz porque no tenía tiempo para ese encuentro. Como observa Raúl Trejo Delarbre: “Sólo tiene tiempo para escuchar aclamaciones y beneplácitos… destina varias horas diarias a perorar, la mayor parte de las ocasiones sin hacer anuncios ni ofrecer explicaciones que no se hubieran conocido antes, pero no dispone de unos minutos para recibir a los familiares de las víctimas de la violencia” (La Crónica de hoy, 27 de enero).

            En efecto, es indefendible ese desdén, fruto de la soberbia y el narcisismo. Pero aún más injustificable es que el Presidente no haya repudiado la agresión a los manifestantes y que, además, haya sostenido falazmente, para descalificar sus reclamos, que éstos se quejan hoy de aquello frente a lo que antes callaron.

            En Venezuela, los colectivos chavistas —supuestamente promotores de la democracia y las actividades culturales— han atacado en numerosas oportunidades, con la anuencia de las fuerzas de seguridad o incluso en coordinación con ellas, a manifestantes, periodistas, estudiantes y diversos críticos del gobierno. Grupos de esa índole o similares, dondequiera que surjan, y sobre todo si son alentados o permitidos, constituyen el huevo de la serpiente.

            Era previsible que la CNDH, desvirtuada ya en su originaria tarea de defender los derechos humanos, no dijera una sola palabra sobre la agresión. Pero el Presidente, sabiendo que los facinerosos atacaron en su nombre, ¿cómo es que pudo optar por el mutismo?