Piropos

La Corte de Apelación de La Haya, Holanda, sentenció que los piropos y los silbidos ofensivos o de tinte sexual en los espacios públicos no pueden ser prohibidos por los municipios porque son el ejercicio de una forma de libertad de expresión protegida por la Constitución. La resolución contradice las directrices dictadas en 2017 y 2018 por los consistorios de Ámsterdam y Róterdam para combatir la intimidación sexual de palabra. El año pasado, un vecino de 36 años de la ciudad portuaria fue el primer sancionado por importunar a un grupo de mujeres. La multa que le fue impuesta, de 200 euros, ha quedado sin efecto.

            La condena fue motivada en que el hombre persiguió en dos ocasiones a un grupo de muchachas con frases como: “Son muy guapas. ¿Ya te vas, preciosa? Eres muy atractiva”. Después se sentó a su lado y les lanzó besos con la mano. Denunciado por las mujeres, alegó que “sólo eran cumplidos sin mala intención” y no sabía que  eso era delito. Los propios fiscales solicitaron que conociera del caso la Corte de Apelación de La Haya para asegurarse de que la acusación se sostenía legalmente.

            Los jueces reconocen que hubo acoso verbal y lanzamiento de besos, pero sostienen que ambas conductas encuadran en la libertad de expresión y la normativa municipal no fija de manera clara el límite entre un comportamiento aceptable y otro intolerable, lo cual “es indispensable de acuerdo con la Convención Europea de Derechos Humanos”. La sentencia valora el esfuerzo de luchar contra este tipo de ofensas, pero precisa que “sólo el legislador, a escala nacional, está facultado para decidir algo así”.

            La prohibición se introdujo en Ámsterdam y Róterdam después de que un sondeo entre mil mujeres reveló que 59% de ellas había sufrido esta clase de actos. Ocho de cada diez afirmaron haber sido objeto de insinuaciones y silbidos ofensivos, o bien que habían sido insultadas al rechazar los avances de desconocidos.

            Véase que el fallo no impide que se prohíba ese tipo de expresiones, sino determina que prohibirlas sería competencia no de los municipios, sino de la legislatura nacional, la cual ha de delimitar el límite entre el comportamiento aceptable y el intolerable. Parece razonable que en la ley se haga esa delimitación porque los gobernados deben saber exactamente cuáles conductas están prohibidas por la ley. Si ésta es ambigua, vaga o imprecisa se transgreden los principios de legalidad y seguridad jurídica.

            Dicho lo anterior, preguntémonos qué procederes de esa índole son inadmisibles en el marco de la convivencia armónica. ¿Todo piropo debe quedar vetado, como pretende un segmento del feminismo arguyendo que una mujer tiene derecho a andar en la calle sin que se le digan cosas?

            Lo primero que hay que dejar claro es que un piropo es distinto a un comentario vulgar, grosero u ofensivo. El piropo, dice el Diccionario de la Lengua Española, es el “dicho breve con que se pondera alguna cualidad de alguien, especialmente la belleza de una mujer”.

            Algunas mujeres podrán incomodarse por una expresión elogiosa de su rostro, su cabello, su cuerpo o su porte: ¡en la Ciudad de México un taxista estuvo detenido varias horas porque una mujer denunció que le dijo “guapa” y ¡el pobre no tuvo para pagar la multa! Pero para otras esa misma expresión es agradable —he sido muchas veces testigo de ese agrado— y a otras más les resulta indiferente.

            Como advierte Marta Lamas (Acoso, FCE), tal vez escuchar la palabra “guapa” se pueda vivir como un comentario desagradable o como un ejemplo del machismo que marca el espacio público como masculino y que usa los piropos para hacer valer su jerarquía patriarcal, pero esa palabra tiene un significado cultural positivo.

            Las expresiones de admiración a una mujer, realizadas por un hombre o por otra mujer, si no están acompañadas de acercamientos, reiteración o persecución –lo que podría configurar acoso u hostigamiento–, no vulneran las condiciones de convivencia civilizada en una comunidad.

            Una sociedad que prohibiera toda manifestación elogiosa a otra persona, mujer u hombre, aun si tal manifestación se realizara con delicadeza o  poéticamente, estaría suprimiendo de lo permisible no sólo conductas que no lesionan bien jurídico alguno, sino que en ocasiones son el preludio de verdaderas historias de amor.

La fe en la causa

Los creyentes no necesitan pruebas ni argumentos para sustentar sus creencias porque éstas no son fruto del raciocinio ni de la constatación, sino de la fe. No importa que la realidad desmienta su credo. Los datos duros, constatados, no los hacen poner en duda sus certidumbres. Son creyentes, pues.

            Son muchos los mexicanos que aún mantienen su fe en Andrés Manuel López Obrador, quizá sin preguntarse si entre el discurso y las acciones, entre las promesas y los logros del Presidente hay coincidencia, si sus medidas son las adecuadas para conseguir lo que, como candidato, ofreció: el progreso del país, el bienestar de sus habitantes, el abatimiento de la criminalidad y de la corrupción, y el respeto al régimen democrático y a los derechos humanos.

            Examinemos la actuación del gobierno en algunos temas capitales: salud, economía, combate a la corrupción, respeto a las instituciones democráticas, seguridad pública y derechos humanos. No son, desde luego, los únicos temas relevantes, pero nadie podría dudar de la alta relevancia de todos ellos.

            Familiares de pacientes del Hospital General de México revelaron a Ciro Gómez Leyva, en Imagen Noticias, que las cuotas se incrementaron, el costo de hospitalización en el nivel más económico aumentó en más de 400%, al pasar de 88 a 477 pesos al día —¡casi cuatro salarios mínimos!—, y ellos mismos deben comprar medicamentos, insumos e incluso material médico que antes se les proporcionaba gratuitamente (Excélsior, 7 de enero). Por otra parte, familiares de niños con cáncer se manifestaron en Palacio Nacional, en Veracruz y en Tlaxcala por la falta de los medicamentos para sus hijos. La eliminación del Seguro Popular fue una decisión rencorosa —¡borrar todo lo anterior al actual gobierno!— cuyas consecuencias están resultando funestas.

            El fracaso en materia económica es monumental. Se vislumbraba desde que se canceló el nuevo aeropuerto internacional, el cual llevaba dos terceras partes de avance y generaría un gran progreso para el país. El asombroso capricho costó cientos de miles de millones y la pérdida de una obra necesaria y urgente que generaría, asimismo, cientos de miles de empleos. Digámoslo claramente: eso es corrupción —¿alguien podría refutarlo?—, y de altísimo costo.

            Y ya que hablamos de corrupción, es tan escandalosa la absolución de Manuel Bartlett que la Secretaría de la Función Pública anunció, que de aquí en adelante los servidores públicos estarán obligados a declarar todos los bienes de las personas con las que tengan un vínculo sentimental, bienes que, en el caso de Bartlett, tienen un valor de más de 800 millones de pesos.

            El ataque a los organismos autónomos ha estado lleno de rencor y saña. No parece haber duda del propósito de inutilizarlos, destruirlos o capturarlos. Fue gravísima la captura —como la denominó Héctor Aguilar Camín— de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. La del Instituto Nacional Electoral sería el jaque mate a nuestra democracia.

            En seguridad pública tampoco puede el gobierno ofrecer buenas cuentas. La incidencia criminal en el país es la más alta desde que se llevan registros oficiales. El Presidente seguirá culpando a los gobiernos anteriores hasta el último día de su mandato, pero desde hace 13 meses la responsabilidad es suya y él prometió que, con su llegada al poder, el problema se resolvería en breve. Se desmanteló la Policía Federal y en su lugar se creó una Guardia Nacional militarizada y sin la debida capacitación.

            En violación de derechos humanos la lista es larga. Recordemos solamente la cancelación de las estancias infantiles, el despido injustificado y sin indemnización de miles de servidores públicos, el trato humillante a policías y la aniquilación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos mediante el fraude indisimulado y sin precedente en la designación de la titular.

            Los feligreses de López Obrador parecen no haber notado nada de lo anterior. O lo han notado y están de acuerdo, en cuyo caso tendríamos que concluir que no les importa que al país le vaya bien ni que nuestro régimen democrático se preserve. La feligresía anhela ardientemente el triunfo de su causa —una causa cuyos objetivos son confusos, excepto el de la conquista de un poder sin contrapesos—, aunque la consecuencia sea la derrota del país.

¿El abuelo?

Es una tendencia humana que en México se agudiza al extremo. Cuando ocurre una desgracia de proporciones mayúsculas se quiere encontrar a fortiori a un culpable a quien castigar con la mayor severidad, como si el castigo riguroso cumpliera la función de enmendar retrospectivamente el mal ocasionado.

            Nos sacudió el terrible episodio de Torreón, en el que un chico de primaria, tras ponerse un disfraz en el baño de su escuela, disparó contra su profesora y los compañeros que tuvo a su alcance, dándole muerte a ella, además de lesionar a varios otros, para después quitarse la vida.

            Como el niño se suicidó, no es posible someterlo a la rehabilitación que prevé la ley para los menores que realicen una conducta que la legislación penal considere delictiva. Entonces, ¿a quién castigar? La Fiscalía de Coahuila no tardó demasiado en resolverlo: ¡el abuelo es responsable de homicidio por omisión porque no evitó que su nieto tomara de su casa el par de pistolas con las que disparó y, por tanto, se le podría imponer una pena de prisión de hasta 18 años!

            Un juez estuvo de acuerdo con ese criterio y dictó de inmediato la correspondiente orden de aprehensión. El abuelo fue detenido sin dilación. Como si con esas veloces acciones de las autoridades las víctimas hubieran sido vengadas.

            Santiago Nieto, titular de la Unidad de Inteligencia Financiera, proporcionó información en la reunión de la Conago que indica que ese inculpado no es precisamente un San Francisco de Asís, por lo que anunció que se le congelarán sus cuentas bancarias. La medida le imposibilitaría contratar a un abogado que lo defienda. Pero la imputación de homicidio por omisión no resiste el menor análisis jurídico.

            Sólo se puede ser autor de un delito por omisión cuando se tiene la calidad de garante respecto de determinado bien jurídico. El sujeto garante tiene el deber de salvaguardarlo en razón de su relación especial, estrecha y directa con el bien. Las fuentes de la calidad de garante son la ley extrapenal, incluyendo resoluciones judiciales; una especial comunidad de vida o de peligro; una aceptación efectiva, y una conducta anterior peligrosa.

            La madre es culpable de la muerte por inanición de su bebé por no alimentarlo; un alpinista es autor de la muerte de su compañero escalador al que no auxilia cuando se encuentra en el riesgo del que se derivó su fallecimiento; el salvavidas responde de la muerte del bañista si no se arroja al agua a salvarlo al notar que se está ahogando; el trabajador municipal que deja destapada una coladera es autor de la muerte del peatón que se mata al caer en ella.

            El común denominador en todos esos casos es que el sujeto garante tiene un deber de salvaguarda respecto de la vida de las víctimas: le corresponde evitar, siempre y cuando le sea realmente posible hacerlo, que ellas mueran.

            En los dramáticos hechos de Torreón el abuelo no tenía la calidad de garante respecto de la vida de las personas que fueron baleadas. Imputar al ascendiente el delito cometido por su descendiente por no haberlo impedido “desvirtúa la posición de garante y la reconduce hacia bienes de terceros con los que no existe vínculo previo”, advierte el penalista Carlos María Romeo Casabona (Límites de los delitos de comisión por omisión, Universidad Complutense de Madrid).

            Como observa Sergio Sarmiento: “Para los políticos siempre es importante culpar a alguien, a quien sea, en los casos con gran repercusión en medios… El abuelo es detenido y sus cuentas son congeladas porque hay que castigar a alguien. Así es la justicia mexicana” (Reforma, 15 de enero).

            Si un menor asesina a un vecino con el cuchillo que ha tomado de la cocina, ¿podría sostenerse que la culpable de esa muerte es la madre que adquirió ese instrumento? ¿Es autor de un incendio y de los daños que éste provoque el hombre que había dejado en su buró los cerillos con los que su menor hijo causa el fuego?

            En materia penal nadie responde por la conducta de otro. Para delimitar quién es el autor de un delito de omisión la doctrina penal construyó la figura del garante, y sólo a éste puede imputarse penalmente la no evitación del daño sufrido por el bien que tenía el deber de salvaguardar.

            Al horroroso suceso de Torreón no debe agregarse una injusticia indefendible jurídicamente.

Terrorismo penal

Ha sido uno de los sueños del fascismo, del comunismo y, en general, de todo régimen autoritario: contar con leyes penales que le permitan disponer a su antojo de la libertad y los bienes de los gobernados. Nada intimida tanto como la amenaza constante de prisión y pérdida del patrimonio. Como advierte Pablo Hiriart, el miedo es la clave del control (El Financiero, 16 de enero). Ese sueño autocrático se haría realidad en nuestro país si se aprobara la anunciada reforma en materia de justicia penal, la cual transformaría preceptos constitucionales, crearía nuevos ordenamientos y modificaría varios de los vigentes.

            El arraigo —medida cautelar que permite mantener privada de su libertad a una persona durante un tiempo excesivo sin que existan en su contra pruebas que justifiquen someterla a proceso—, que se aplica ahora a algunos delitos, principalmente los de delincuencia organizada, se podría aplicar a cualquier delito hasta por 40 días. Además, tratándose de delincuencia organizada, de hechos de corrupción o de casos que requieran “una cantidad significativa de actos de investigación”, se suprimiría de la Constitución el plazo concedido al Ministerio Público para poner al detenido a disposición del juez: un arraigo paralelo.

            Se agravaría la pena al acusado que al declarar faltara a la verdad. Aquel que se dijera inocente, pero al final del proceso fuera considerado culpable por el juez, habría faltado a la verdad jurídica, que es solamente la que el juez establece. Así se estaría coaccionando al acusado a guardar silencio o confesar su culpabilidad, pues, de no hacerlo y ser condenado, su punición sería mayor. La magnitud de la pena ya no dependería tan sólo del grado de reproche que amerite la conducta delictiva, sino, asimismo, de un factor —la declaración del acusado— totalmente ajeno a esa conducta.

            Se podría condenar al acusado con base en pruebas obtenidas ilícitamente, lo cual es una invitación a los agentes ministeriales y policiales a infringir la legalidad y echar mano de medios reprobables en su labor persecutoria. Se consideraría presuntamente culpable al acusado que no colabore en ciertos peritajes que lo involucren. Se desaparecería a los jueces de control, cuya función ha sido, justamente, la de controlar las actuaciones del Ministerio Público y de la policía, que nuevamente tendrían patente para los atropellos.

            Se instauraría un tribunal especializado, conformado por magistrados nombrados por el Senado —es decir, por el partido con mayoría en la Cámara alta, que es también el partido en el gobierno—, para juzgar a los jueces. ¡Un tribunal especial, hoy prohibido por nuestra Constitución, que se formaría con criterio político y cuya sola existencia violaría la autonomía del Poder Judicial!

            Sería delito la declaración cuyo propósito sea desprestigiar o ridiculizar personas o instituciones, o que cause deshonra, descrédito, perjuicio o desprecio. Esas mismas conductas están penalizadas en Cuba y Venezuela, con cuyos gobiernos el nuestro se siente tan identificado.

            A las medidas esbozadas —no son todas, pero se me acaba el espacio— añádanse las ya existentes de extinción de dominio y congelación de cuentas, las que también se ejecutan sin que aún haya condena de un juez y suelen imposibilitar la contratación de un abogado defensor. Se cierra el círculo perverso.

            Las características del derecho penal de un país son un elemento esencial para distinguir un régimen democrático de uno autoritario. Los derechos humanos surgen históricamente en el siglo XVIII como reacción ilustrada a los desmanes criminales de la Santa Inquisición. La reforma anunciada es inequívocamente inquisitorial.

            Todos sabemos del daño que en este gobierno se ha infligido a la economía, la salud, la educación pública, los programas sociales, el progreso del país. Ahora se prepara una embestida a algunos de los derechos humanos más importantes porque conciernen a ese bien invaluable que es la libertad.

            El quebranto sufrido por las instituciones democráticas y el Estado de derecho ya ha sido descomunal. Parece que no es bastante. La reforma anunciada, como sostiene la Academia Mexicana de Ciencias Penales, implica retrocesos notorios. Si no logramos detenerla, será un golpe devastador contra los valores y principios de una sociedad democrática.

El huevo de la serpiente

El Presidente estaba obligado a condenar con toda energía la agresión infligida a los integrantes de la Caravana por la Verdad, Justicia y Paz, encabezada por Javier Sicilia y Adrián LeBarón, y a los padres de niños con cáncer que se quejan por la falta de medicamentos para sus hijos. ¿Por qué se les agredió? Simplemente porque se encontraban ejerciendo un derecho elemental, consagrado en nuestra Constitución, las constituciones de todos los países democráticos y los tratados de derechos humanos. Estaban expresando su descontento ante las políticas de seguridad y atención a la salud.

            Lo menos que podía esperarse del Presidente era la reprobación categórica del ataque no sólo porque atentó contra un derecho imprescindible en todo régimen democrático, lo cual resultaba más que suficiente para la condena, sino porque los agresores lo vitoreaban mientras ofendían a los manifestantes. El Presidente sólo dijo que había sido un encuentro entre grupos con posiciones diversas que, por fortuna, no pasó a mayores.

            Los ofensores hicieron gala de bajeza. Los ofendidos son personas que han perdido a sus seres queridos a consecuencia de algún delito o que viven la angustia extrema de que sus hijos, en riesgo de muerte por una de las enfermedades más devastadoras y letales, no estén recibiendo la debida atención médica.

            No importó a sus atracadores, quienes aullaban enfebrecidos: “¡Antimexicanos! ¡Traidores a la patria! ¡Lárguense a su país (seguramente en referencia a la doble nacionalidad de los LeBarón)! ¡Obrador, presidente, aquí está tu gente! ¡Es un honor estar con Obrador!”

            ¿No sintió vergüenza el Presidente de que esa turba voceara su nombre en justificación de su vesania? ¿No sintió la necesidad de deslindarse con toda firmeza de esos partidarios suyos? ¿No le pareció que era necesario decir que su gobierno no consentiría tales agravios, sino que, por el contrario, garantizaría el ejercicio del derecho a manifestarse?

            El Presidente no sólo omitió el más mínimo reproche a los atacantes, sino que aseveró que quienes ahora protestan contra el desmesurado aumento de la delincuencia actúan con hipocresía porque guardaron silencio ante la misma situación durante las administraciones anteriores.

            El Presidente falta a la verdad: no ha habido un solo mes, desde que se desató la espiral de violencia en el país, en el que allegados de las víctimas, activistas, columnistas y académicos no hayan señalado que el Estado está fallando en su deber principal, que es el de preservar la seguridad ciudadana.

            La actitud del Presidente es inadmisible: los que intentan intimidar a manifestantes para que no se atrevan a ejercer su derecho seguramente la perciben como un apoyo tácito a su matonismo, como una invitación a reincidir en sus atracos.

            Ya el Presidente había avisado que no recibiría a los integrantes de la Caravana por la Verdad, Justicia y Paz porque no tenía tiempo para ese encuentro. Como observa Raúl Trejo Delarbre: “Sólo tiene tiempo para escuchar aclamaciones y beneplácitos… destina varias horas diarias a perorar, la mayor parte de las ocasiones sin hacer anuncios ni ofrecer explicaciones que no se hubieran conocido antes, pero no dispone de unos minutos para recibir a los familiares de las víctimas de la violencia” (La Crónica de hoy, 27 de enero).

            En efecto, es indefendible ese desdén, fruto de la soberbia y el narcisismo. Pero aún más injustificable es que el Presidente no haya repudiado la agresión a los manifestantes y que, además, haya sostenido falazmente, para descalificar sus reclamos, que éstos se quejan hoy de aquello frente a lo que antes callaron.

            En Venezuela, los colectivos chavistas —supuestamente promotores de la democracia y las actividades culturales— han atacado en numerosas oportunidades, con la anuencia de las fuerzas de seguridad o incluso en coordinación con ellas, a manifestantes, periodistas, estudiantes y diversos críticos del gobierno. Grupos de esa índole o similares, dondequiera que surjan, y sobre todo si son alentados o permitidos, constituyen el huevo de la serpiente.

            Era previsible que la CNDH, desvirtuada ya en su originaria tarea de defender los derechos humanos, no dijera una sola palabra sobre la agresión. Pero el Presidente, sabiendo que los facinerosos atacaron en su nombre, ¿cómo es que pudo optar por el mutismo?