Terrorismo penal

Ha sido uno de los sueños del fascismo, del comunismo y, en general, de todo régimen autoritario: contar con leyes penales que le permitan disponer a su antojo de la libertad y los bienes de los gobernados. Nada intimida tanto como la amenaza constante de prisión y pérdida del patrimonio. Como advierte Pablo Hiriart, el miedo es la clave del control (El Financiero, 16 de enero). Ese sueño autocrático se haría realidad en nuestro país si se aprobara la anunciada reforma en materia de justicia penal, la cual transformaría preceptos constitucionales, crearía nuevos ordenamientos y modificaría varios de los vigentes.

            El arraigo —medida cautelar que permite mantener privada de su libertad a una persona durante un tiempo excesivo sin que existan en su contra pruebas que justifiquen someterla a proceso—, que se aplica ahora a algunos delitos, principalmente los de delincuencia organizada, se podría aplicar a cualquier delito hasta por 40 días. Además, tratándose de delincuencia organizada, de hechos de corrupción o de casos que requieran “una cantidad significativa de actos de investigación”, se suprimiría de la Constitución el plazo concedido al Ministerio Público para poner al detenido a disposición del juez: un arraigo paralelo.

            Se agravaría la pena al acusado que al declarar faltara a la verdad. Aquel que se dijera inocente, pero al final del proceso fuera considerado culpable por el juez, habría faltado a la verdad jurídica, que es solamente la que el juez establece. Así se estaría coaccionando al acusado a guardar silencio o confesar su culpabilidad, pues, de no hacerlo y ser condenado, su punición sería mayor. La magnitud de la pena ya no dependería tan sólo del grado de reproche que amerite la conducta delictiva, sino, asimismo, de un factor —la declaración del acusado— totalmente ajeno a esa conducta.

            Se podría condenar al acusado con base en pruebas obtenidas ilícitamente, lo cual es una invitación a los agentes ministeriales y policiales a infringir la legalidad y echar mano de medios reprobables en su labor persecutoria. Se consideraría presuntamente culpable al acusado que no colabore en ciertos peritajes que lo involucren. Se desaparecería a los jueces de control, cuya función ha sido, justamente, la de controlar las actuaciones del Ministerio Público y de la policía, que nuevamente tendrían patente para los atropellos.

            Se instauraría un tribunal especializado, conformado por magistrados nombrados por el Senado —es decir, por el partido con mayoría en la Cámara alta, que es también el partido en el gobierno—, para juzgar a los jueces. ¡Un tribunal especial, hoy prohibido por nuestra Constitución, que se formaría con criterio político y cuya sola existencia violaría la autonomía del Poder Judicial!

            Sería delito la declaración cuyo propósito sea desprestigiar o ridiculizar personas o instituciones, o que cause deshonra, descrédito, perjuicio o desprecio. Esas mismas conductas están penalizadas en Cuba y Venezuela, con cuyos gobiernos el nuestro se siente tan identificado.

            A las medidas esbozadas —no son todas, pero se me acaba el espacio— añádanse las ya existentes de extinción de dominio y congelación de cuentas, las que también se ejecutan sin que aún haya condena de un juez y suelen imposibilitar la contratación de un abogado defensor. Se cierra el círculo perverso.

            Las características del derecho penal de un país son un elemento esencial para distinguir un régimen democrático de uno autoritario. Los derechos humanos surgen históricamente en el siglo XVIII como reacción ilustrada a los desmanes criminales de la Santa Inquisición. La reforma anunciada es inequívocamente inquisitorial.

            Todos sabemos del daño que en este gobierno se ha infligido a la economía, la salud, la educación pública, los programas sociales, el progreso del país. Ahora se prepara una embestida a algunos de los derechos humanos más importantes porque conciernen a ese bien invaluable que es la libertad.

            El quebranto sufrido por las instituciones democráticas y el Estado de derecho ya ha sido descomunal. Parece que no es bastante. La reforma anunciada, como sostiene la Academia Mexicana de Ciencias Penales, implica retrocesos notorios. Si no logramos detenerla, será un golpe devastador contra los valores y principios de una sociedad democrática.