La fe en la causa

Los creyentes no necesitan pruebas ni argumentos para sustentar sus creencias porque éstas no son fruto del raciocinio ni de la constatación, sino de la fe. No importa que la realidad desmienta su credo. Los datos duros, constatados, no los hacen poner en duda sus certidumbres. Son creyentes, pues.

            Son muchos los mexicanos que aún mantienen su fe en Andrés Manuel López Obrador, quizá sin preguntarse si entre el discurso y las acciones, entre las promesas y los logros del Presidente hay coincidencia, si sus medidas son las adecuadas para conseguir lo que, como candidato, ofreció: el progreso del país, el bienestar de sus habitantes, el abatimiento de la criminalidad y de la corrupción, y el respeto al régimen democrático y a los derechos humanos.

            Examinemos la actuación del gobierno en algunos temas capitales: salud, economía, combate a la corrupción, respeto a las instituciones democráticas, seguridad pública y derechos humanos. No son, desde luego, los únicos temas relevantes, pero nadie podría dudar de la alta relevancia de todos ellos.

            Familiares de pacientes del Hospital General de México revelaron a Ciro Gómez Leyva, en Imagen Noticias, que las cuotas se incrementaron, el costo de hospitalización en el nivel más económico aumentó en más de 400%, al pasar de 88 a 477 pesos al día —¡casi cuatro salarios mínimos!—, y ellos mismos deben comprar medicamentos, insumos e incluso material médico que antes se les proporcionaba gratuitamente (Excélsior, 7 de enero). Por otra parte, familiares de niños con cáncer se manifestaron en Palacio Nacional, en Veracruz y en Tlaxcala por la falta de los medicamentos para sus hijos. La eliminación del Seguro Popular fue una decisión rencorosa —¡borrar todo lo anterior al actual gobierno!— cuyas consecuencias están resultando funestas.

            El fracaso en materia económica es monumental. Se vislumbraba desde que se canceló el nuevo aeropuerto internacional, el cual llevaba dos terceras partes de avance y generaría un gran progreso para el país. El asombroso capricho costó cientos de miles de millones y la pérdida de una obra necesaria y urgente que generaría, asimismo, cientos de miles de empleos. Digámoslo claramente: eso es corrupción —¿alguien podría refutarlo?—, y de altísimo costo.

            Y ya que hablamos de corrupción, es tan escandalosa la absolución de Manuel Bartlett que la Secretaría de la Función Pública anunció, que de aquí en adelante los servidores públicos estarán obligados a declarar todos los bienes de las personas con las que tengan un vínculo sentimental, bienes que, en el caso de Bartlett, tienen un valor de más de 800 millones de pesos.

            El ataque a los organismos autónomos ha estado lleno de rencor y saña. No parece haber duda del propósito de inutilizarlos, destruirlos o capturarlos. Fue gravísima la captura —como la denominó Héctor Aguilar Camín— de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. La del Instituto Nacional Electoral sería el jaque mate a nuestra democracia.

            En seguridad pública tampoco puede el gobierno ofrecer buenas cuentas. La incidencia criminal en el país es la más alta desde que se llevan registros oficiales. El Presidente seguirá culpando a los gobiernos anteriores hasta el último día de su mandato, pero desde hace 13 meses la responsabilidad es suya y él prometió que, con su llegada al poder, el problema se resolvería en breve. Se desmanteló la Policía Federal y en su lugar se creó una Guardia Nacional militarizada y sin la debida capacitación.

            En violación de derechos humanos la lista es larga. Recordemos solamente la cancelación de las estancias infantiles, el despido injustificado y sin indemnización de miles de servidores públicos, el trato humillante a policías y la aniquilación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos mediante el fraude indisimulado y sin precedente en la designación de la titular.

            Los feligreses de López Obrador parecen no haber notado nada de lo anterior. O lo han notado y están de acuerdo, en cuyo caso tendríamos que concluir que no les importa que al país le vaya bien ni que nuestro régimen democrático se preserve. La feligresía anhela ardientemente el triunfo de su causa —una causa cuyos objetivos son confusos, excepto el de la conquista de un poder sin contrapesos—, aunque la consecuencia sea la derrota del país.